“Una pausa de amor entre la fuga de las cosas” -Luis Cernuda-
Maurizio Bagatin
Todo se podía ver desde aquella oculta terraza de la desolada Roma de un largo verano del primer cuarto de siglo XXI. Era la distopia que iba corroborando todos los imaginarios posibles, el insoportable calor de la canícula de aquel agosto, y todo empezó cuando leí un cuento tan pero tan borgeano que dediqué toda la noche en traducirlo. Se titulaba El hombre sin nombre y es de Pierluigi Porazzi, un escritor italiano poco conocido y poco leído. El cuento era tan de Porazzi como ahora tan mío, aunque siempre me pareció que fuera solamente de Borges. El horror a los espejos y la memoria que no alcanza Funes, de esto se trataba. Y así fue mi traducción:
«Se despertó a las seis, como todas las mañanas. Se bañó, se rasuró, se vistió y tomó el café, como todas las mañanas. De repente, sintió que algo era diferente de todas las mañanas, pero no sabía que… ¡Su nombre! ¿Cómo se llamaba? No lo recordaba más. Se acordaba que era un contador y que dentro de media hora debía estar en la oficina, de esa se acordaba perfectamente la dirección. Volvió a la cama y despertó a su esposa. ¿Cómo me llamo? Le preguntó. Insistió para que le contestara. Pero tampoco ella lo recordaba. Era desesperado, tenía que ir al trabajo. ¿Y si alguien hubiera pronunciado su nombre, en la calle, en la oficina? ¿Cómo sabría si era él al que llamaban? Bueno, dijo, durante algún día me la arreglaré, luego me llegará una carta o una tarjeta, sino les preguntaré a mis colegas… ¿Preguntar su nombre en la oficina? ¡No! No lo haría jamás. Sería demasiado ridículo. Pensó que, de alguna manera, tarde o temprano, recordaría cómo se llamaba. Nunca más lo supo. Ahora yace bajo tres metros de tierra, y su tumba está diferenciada, como todas, por una lápida inmaculada.»
¿Quién habrá sido, quien era, como se habrá llamado? ¿El hombre sin nombre era real o era verdadero, o todo lo contrario? La memoria es algo frágil y fácil de manipular, parece que solamente a los dioses es permitido el olvido, y aquí teníamos a un hombre común y mortal al cual le fue dado el poder del olvido, de olvidar hasta su mismo nombre. Como recordaba Borges: “La memoria modifica el pasado”. Hubo tal vez un eclipse, un dejar de existir, una obnubilación que se resiste en retornar, una acción sin reacción, o con la sola reacción que la amnesia. Recordar no es ya posible, hay que llevarse este vacío hasta la tumba.
¿Qué habría pensado Borges de todo esto? ¿Poder de Mnemosine? Musas que danzas durante las largas noches y olvidan las labores del día. Zeus que observa y recuerda de su unión con ella, pero él puede olvidar, se lo puede permitir. ¿Qué es la memoria? Facultad titánica de preservación, tentativo de continuación de la existencia o castigo de los dioses.
Mi abuela que iba haciendo nudos a su pañuelo para recordar, los khipus incaicos y la escritura. La mnemónica que nos persigue a diario y el olvido necesario, de lo que nos habló Nietzsche, o la memoria de Shakespeare siempre presente en el “clarividente ciego”, en su memoria y adentro de los libros que están en su biblioteca o en aquella de Babel, memoria de la madre y libros del padre, o en una memoria inútil que no permite pensar, una memoria monstruosa. Hoy, la de la maquina artificial.
Con tanta memoria sintética, ficticia, con tanta ilusión a nuestro alrededor, hoy tal vez necesitamos más que nunca del olvido. Hacer nuevamente tabula rasa y reset, reiniciar, mirando solamente a las huellas y buscar una nueva interpretación. Diría Derrida que “es necesaria una destrucción de la memoria”, para que haya el don, para intentar aun pensar en el mito, y dedicarnos a la contemplación.
Mirando desde el Aleph borgeano, ¿suficiente serán cincuenta años de soledad?, sumergiéndonos en una orgia perpetua, a la que nos invitó frecuentar el Varguita ¿Cuánta memoria tendremos que almacenar y resguardar para el futuro? ¿O tendremos que permanecer en un eterno presente para no perder la memoria?
¿O será una utopía?, una tabula rasa que va aprendiendo de la memoria de un elefante, de una planta, de la sonrisa astuta de un gato, mirando a la luna, en nuestros ojos reflejados en un espejo que ya no infunde el horror de antes, el horror de antes.
Cerrar los ojos e imaginarla, la memoria puede que sea solamente esto: “Vamos a ver, dijo Borges”.