La ideología de que el culpable es siempre otro está en el alma nacional; para corroborarlo, revise usted nomás las noticias con regularidad. Y para expresarlo en un cliché: es “transversal” a partidos, géneros, rotarios o leones. Sufrimos ese mal hasta los que lo reprobamos, junto a la pasión por las abstracciones y a la repulsa por el prójimo de carne y hueso.
Claro que hay excepciones en las que culpar a otros tiene sin embargo pruebas, como cuando se dice que “hasta los paranoicos tienen enemigos reales”. O, en una frase de menor pedigrí: “incluso los perros de raza necesitan pulgas”.
Pensaba por eso en Sergio Almaraz, primero comunista y luego escritor del nacionalismo de izquierda, es decir de la corriente dominante hace casi ya un siglo. Pese a eso, Almaraz ofrece a sus lectores la singularidad de su ego mesurado -una genuina rareza local-, junto al amor por gente concreta. Leyendo a Almaraz, tocado por el ejemplo de su admirado Albert Camus, se puede a ratos evadir la odiosa afición nacional por las abstracciones. Fue Camus quien respondió como oriundo argelino, para escándalo de los doctrinarismos, que “entre la justicia y su madre, siempre optaría por defender a su madre”. Una admonición que va de perla a los que viven pendientes del último software de causas cosmopolitas que defender, pero para criticar mejor al de al lado.
Almaraz reincide un tanto en la doctrina de la culpa ajena, pero con ejemplos del buen burgués del nacionalismo, a contrapelo de los más trillados personajes del rebelde, el revolucionario o el buen salvaje. En particular, Almaraz se detuvo en un extranjero -para mayor transgresión, huido de la Rusia soviética-, cuya suegra alemana quedó en el lado equivocado del Muro de Berlín. Fue Jorge Zalesky, pionero de las fundiciones bolivianas, un protagonista de El poder y la caída, la principal obra “minera” de Almaraz.
Zalesky levantó una fundición privada sin favor estatal. Al contrario, ese inmigrante ruso vivió -y tal vez murió- fustigado por la Comibol. Una bala “perdida” en una calle paceña lo mató en los años 60. Su familia y Almaraz temieron que esa bala fue urdida por quienes recelaban los esfuerzos de ese “gringo” sospechoso.
En los años 70 conocí a los Zalesky. Quizá ellos también veían subjetivamente sus virtudes y sus penas, pero era palpable que Almaraz no embelleció nada. Fue en efecto una historia épica, devenida en tragedia por males (o azares) ajenos, pero de un foráneo en Bolivia.
De los hijos de Zalesky, nacidos aquí, Alex fue un tenista de cierto renombre, rival de Mario Martínez, el predecesor de Hugo Dellien. El año 82, Zalesky y otros nos representaron sin gloria en la Copa Davis. Zalesky oía cómo la xenófoba gradería le recriminaba el fracaso: “¡Gringo, ándate a tu país!” Una ironía para el hijo de un extranjero enaltecido por uno de los ensayistas del canon nacionalista, aunque el tenista Zalesky no había leído a Almaraz; hizo su vida fuera, acatando la mala leche del hincha en la Copa Davis.
Hace años los Zalesky regresaron por la muerte de su madre, una alemana que sin aspavientos sucedió a su marido en la fundición. Entonces le procuré a Alex el libro de Almaraz, cuya sensitiva prosa reanimó su nostalgia. Zalesky hijo me pidió indagar si los Almaraz preservaban la información que sirvió para el texto. Alejandro Almaraz, continuador de la senda de sus padres, respondió sacudido de “saber que el testimonio de mi padre sirva para que la memoria de alguien, como Jorge Zalesky, que fue el ejemplo de compromiso y honestidad que eligió divulgar, sea recuperada por su propio hijo”, a la vez que lamentaba que la dictadura de Banzer saqueara los archivos de su padre.
Para volver a las citas, hace un siglo el futuro presidente español Manuel Azaña escribía: “¡Ensanchar la idea de la Patria, para que quepan todos!” Entre nosotros, empero, la patria no alcanza siquiera para conservar los papeles de Almaraz ni para incluir a los Zalesky. Cada quien ama su abstracción de patria, pero aborrece a una buena parte de los que la habitan.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.