Maurizio Bagatin
La línea férrea, las casitas de adobe y las de hoy, tempestad del progreso que no admite absolución alguna. Retorno y abandono, un camino que va y otro que vuelve. Sube y baja como el viaje de Juan Preciado. Infinidades de venas terráqueas que el hombre surcó. Hay muchas variaciones de verde en estos parajes, es el verde que en marzo despilfarra todas sus tonalidades. Hay que convivir con las contradicciones, la farsa, y la imperfección. Sangre indígena siempre en camino, mestiza que se aclara y oscurece según los pasos del tiempo, los espacios donde el oxigeno va moldeando nuestra linfa. Ninguna síntesis antropológica capturará el pasaje, la violencia, el amor que pisó esta tierra. Las mariposas, que aquí son pillpintu, cruzan inmaculadas el camino.
Cambia el paisaje, son monstruosas montañas primordiales, sin envidiar a otras cadenas presuntuosas, a una curva puede revolucionarse el horizonte frente a tus ojos, los millones de años de las piedras dejan aun una fisura para que el árbol brote. El tren nunca llegó a Tarabuco, cerca vemos un aeropuerto, los rieles siguen ahí, como una de las tantas heridas que la política inflige a la naturaleza y al hombre; inicio del Antisuyo, cicatriz de la batalla del 1816, el caudillo y poeta Huallparrimachi. El destino de este tren debía ser el más profundo sur, de repente, el Argentina, el mismo paisaje con otra gente que acullica y casquea desde tutumas el néctar de los valles. Mundo puquina que se pierde en los infinitos valles del tiempo y en no haber sido nunca capitanías de mita y trabajar en las minas. Colores y rostros esculpidos por la Historia, la historia grande, la mirada al infinito de un campesino sentado al borde de su chacra, los animales que a veces lo guiarán a su choza. La vida de una vida.
Cuanta etnografía en las pesadas sandalia que los yamparas llevan al febril juego; el europeo que ya no me siento ser va perdiéndose en miles imaginarios, el académico de los antropólogos, el poético y violento de las etnias, como si estuviera en el puente sobre el mundo, el Pachachaca que añoraba José María Arguedas. Si algo entra por los ojos nunca puede salir de igual manera por la boca, las palabras son “lo más inútil y lo más cierto de la creación”.
Al final todo está ahí, detrás de aquel cerro, de aquella quebradita, ahicito.