Durante estos primeros días del año 23, dados los últimos eventos concernientes a Luis Fernando Camacho, me puse a recordar las recias jornadas del 19 y las elecciones del 20, cuando parecía que la historia daba a Bolivia una oportunidad nueva y única para cambiar su rumbo. El cambio no se produjo: hoy el MAS gobierna a sus anchas destrozando el Estado de derecho y el país inicia su 2023 ante un horizonte poco prometedor. Y no se trata de hacer leña del árbol caído, pero la verdad es que uno no puede sentir menos que coraje al recordar la oportunidad que tuvimos —y tuvieron los líderes de la oposición— para cambiar nuestro destino, oportunidad que se echó por tierra por la estupidez y el hambre de poder de unos pocos. Todavía es para no creerlo.
No soy vidente, pero en las últimas semanas se ha demostrado lo que advertí en un artículo de hace ya varios meses: la creciente —y nueva— conflictividad en la capital cruceña, que el día de mañana puede ir frenando su meteórico desarrollo y ocasionando una fuga de capitales, emprendimientos y talentos. O sea, una diáspora de capital humano y financiero por la que hace décadas ya pasó La Paz, metrópoli hoy privada de personas competitivas y negocios que la hagan prosperar.
Conozco a muchas personas que en la última década decidieron dejar de vivir en Bolivia porque aquí ya no podían tener una vida pacífica. Y conozco a otras tantas que, pese a que permanecen aquí, no ven la hora de hallar una oportunidad que les permita radicar en otro lugar. En este grupo hay de todo, mediocres y talentosos, y es la eventual fuga de estos últimos la que más se siente en una sociedad. Su apasionado anhelo de dejar Bolivia —definitivamente o por un periodo—, un país que de tiempo en tiempo se desgarra a sí mismo, a otro que se construye pacífica y dinámicamente, no cesa en sus corazones, sean escritores, empresarios, médicos o incluso políticos frustrados que no pudieron ver nunca realizadas sus aspiraciones.
Esto no es nada nuevo. Como afirma Savater, las migraciones individuales (él las llama “tropismos sociales”) siempre se han dado en la historia, muchas veces como resultado de una presión violenta (ej. Segunda Guerra Mundial) y otras tantas por la simple “ineptitud de sus comunidades (sea por ausencia de posibilidades de subsistencia económica, o por escasez de oportunidades de ascender y mejorar socialmente, o por intolerancia política o religiosa, o por catástrofes de la naturaleza o de la historia) y buscaron, buscan y buscarán [los individuos que migran] acomodo en un contexto social más propicio”. Y es que Bolivia ahuyenta sus buenos valores: la pobreza y la tiranía en las que vive espantan a quienes desean ejecutar cosas buenas en y por la tierra que los parió y, obviamente, también por ellos mismos o su prole.
Muchas veces se espeta con el adjetivo de antipatriota o egoísta a quien decide desligarse de su tierra por verse mejor realizado en su profesión o su vida laboral en otros lares, pero lo cierto es que la individualidad, suprema realización de la democracia, no tiene por qué ser mala. Es natural que los lugares donde hay libertad y mejores oportunidades atraigan más que la casa solariega, donde, aunque estén echadas las raíces entrañables del gentilicio, ya no se vive bien. El deseo esperanzado —y a veces desesperado— de dejar Bolivia se agita en el corazón de muchos que quieren producir y crear en un ambiente de paz, o por lo menos de menos guerra.
¿Qué nos espera en 2025? Nadie lo sabe, solo Dios. Falta aún mucho tiempo y por eso todo vaticinio, por muy sesudo que sea, termina siendo ligereza intelectual. Pero sí podemos decir que no serán los plantones, los tuits o las marchas los que cambiarán el país, sino una propuesta ideológica y ética seria, y que es poco probable que en solamente tres años (un parpadeo) se conforme. Además, debemos entender que lo que Bolivia necesita es no solo un líder virtuoso e inteligente en su dimensión personal, sino un numeroso y compacto grupo que lo secunde igual de virtuoso e inteligente, y ello, vistas las cosas hasta aquí, es improbable que se haga en escasos 32 meses.
Hoy no llamo a “hacer patria”, convocatoria huera y trillada ya hasta el colmo por el convencionalismo político y el nacionalismo cerril de nuestro medio, sino sencillamente a formarnos como buenos seres humanos (o sea, inteligentes y éticos), sea aquí en Bolivia o en cualquier país donde decidamos realizar nuestra existencia terrenal.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario