Para Weber, padre de la sociología moderna, la burocracia es central en su modelo de dominación política, es decir que está íntimamente ligada al surgimiento y desarrollo del Estado moderno. Por eso, el término burócrata tiene —excepto en Bolivia— una connotación más que positiva y determinante para el funcionamiento de la estructura estatal. Pues sucede que, en nuestro país, el término “burocracia” es mala palabra porque tenemos que convivir con un sistema burocrático chocante —repelente diría— que, lejos de facilitar la vida de los contribuyentes, es un cerrojo administrativo y normalizador de las “mordidas”.
Quien se acerca a una ventanilla, escritorio o un caunter, aun sabiendo que es tan corrupto el que incurre en el tipo penal de cohecho pasivo como el usuario de un servicio público que por él ofrece dinero, debe —bajo riesgo de que su trámite salga tarde, mal o nunca— cumplir con esos procedimientos inmorales, innobles y punibles, o, salvo excepciones, estará perdido.
En 1990, durante el gobierno de Jaime Paz Zamora, se dictó el DS 22407 que dispuso la desburocratización de los trámites administrativos en diferentes niveles del Estado, haciendo una enunciación explícita de la reducción de pasos que a partir de ese instrumento debía regir. Tengo recuerdo fotográfico del entusiasmo con que el expresidente anunció la medida; un recuerdo tan exacto como el que tengo de la presentación del Código Procesal Civil que hizo el entonces ministro de Justicia del gobierno de Evo Morales, que sostuvo que las controversias sometidas a la justicia ordinaria se habían abreviado tanto, que habría procesos que incluso se dirimirían en un día. ¡Vaya inocentada! Solo acérquense a los estrados judiciales y comprobarán la indolente realidad.
Pero, volviendo a ese decreto que seguramente pocos lo recordarán, tampoco recuerdo si efectivamente se implementó en su momento. Lo que sí sé es que, por lo menos desde hace 18 años, apersonarse ante cualquier institución pública es un calvario. Obtener un resultado favorable pero justo es como para cruzar de salida el umbral de la repartición correspondiente e implorar no tener la necesidad de volver nunca más.
Existe, pues, una deformación total de lo que es el servicio público. Acá no se tiene en cuenta que, doctrinalmente, un funcionario (entiéndase como burócrata) debe gozar de una estimación social en razón de su sacrificio y esfuerzo. Pero en nuestro país, donde las denominadas masacres blancas son moneda corriente en cada cambio de gobierno, aquello de su nombramiento por una autoridad superior —lo cual es correcto porque no son ni pueden ser elegidos por el voto ciudadano— se ha desvirtuado a tal extremo, que el burócrata ha roto el principio de subordinación jerárquica, para convertir su servicio en un encubrimiento recíproco de felonías.
Por eso, los burócratas tendrían que ser de desempeño inamovible hasta su jubilación o su retiro por causas justificables, pues sólo la inamovilidad de sus cargos garantizaría cierto grado de independencia respecto de quien o quienes han sido responsables de su nombramiento.
A esos rasgos, que deben distinguir el desempeño público, también deben sumarse la expectativa de realizar una carrera dentro del orden jerárquico del servicio, de manera que no solo esté asegurada su estabilidad económica, sino que tenga derecho a mejorarla conforme a su experiencia capacitación adquiridas. La cultura del asalto al erario que se ha consolidado como parte de la tradición en Bolivia y la trama burocrática que es pan de cada día, hacen que desde un ministro hasta el puesto de conserje sean terreno propicio para solucionar la vida de quienes los ocupan, y a través de conductas en que el peculado es la manera más fácil de ascender socialmente.
La ineficiencia es cosa del cotidiano vivir en nuestra sociedad. Que el viajero deba pagar en un aeropuerto o una terminal terrestre lo que el Estado debe asumir, que tenga que comprar un sinfín de papeles valorados o que se exija tantas fotocopias para luego tirarlas al canasto, son cosas que solo una reestructuración social y nuevas formas de hacer política transformarán.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor