No debería, pero así es. Lo que se supone es una “fiesta democrática”, pierde en determinadas circunstancias todo su encanto, ese su tradicional halo esperanzador de votar para afianzar lo bueno y cambiar lo malo, para convertirse en un escenario de encarnizada lucha por los recursos sociales, tanto materiales como de poder y autoridad, regido por la ley del más fuerte en un escenario en el que “el ganador se lo lleva todo”.
La ecuación es simple: en sociedades altamente estatizadas, esto es, aquellas en las que la mayor parte de los medios y recursos antes mencionados son paulatina o aceleradamente concentrados en las estructuras estatales o bajo su radio de influencia, es natural que la pugna –electoral o no– por el control del aparato público se haga encarnizada, fea, enfermiza, pues se suele asumir que en ella se juega casi todo lo que en situaciones de valores invertidos se tiene como importante. Esto es, prebendas, cargos públicos, contratos estatales, favores, servicios públicos, concesiones, cultura, en fin… incluso, fallos judiciales.
Es por ello que las elecciones enferman, ya que imponen una sobredosis de tensión a un estado de estrés colectivo e individual ya normalizado en la vida moderna, todo bajo el acecho de un miedo extensivo a quedar fuera, sí, terror a perder el “gran juego”, ese en el que se arriesga todo, o casi todo, que en muchos casos viene siendo lo mismo.
Si el mensaje al ciudadano se centra en señalar insistentemente que más allá del Estado va quedando cada vez menos, como efecto residual producto de un proceso expansivo que tiende a invadirlo todo, no se puede esperar otra cosa que en la lucha electoral por tomarlo se imponga un talante preocupantemente hostil, reacio al cumplimiento de las normas y ajeno al respeto tanto a las instituciones como a los circunstanciales contrincantes, quienes en estas circunstancias serán fácilmente desplazados a la categoría de enemigos irreconciliables.
Esto se produce en razón de que se percibe que quien se haga con el control de los aparatos ideológicos y represivos estatales estará cerca de un poder casi irrestricto, con autoridad para definir la situación y el destino de personas, grupos de personas y empresas en los diferentes ámbitos de la vida social, cívica o económica, lo que generará un natural estado de nerviosismo, afincándose la idea de que al elegir de buena fe a un contingente de servidores públicos –que bien pueden tener la intención inicial de realmente servir– se elegirá también a unos potenciales opresores, quienes al sentirse poseedores de un poder con escasos límites en su ejercicio, podrían caer fácilmente en la tentación de abusar de él en su propio beneficio.
En estas circunstancias, la pugna para muchos se hace de vida o muerte y, claro, esa situación indispone tanto a los directamente involucrados en el pugilato (militantes) como al resto de los mortales de a pie (vulgares electores), que se ven presionados desde diferentes flancos a elegir como sea y a quien sea, optando al final por el mal menor al tratarse de un contexto en el que la abstención o dilución del voto marcando por los seguros perdedores, resulta la menos favorable.
Y la cosa no queda ahí, el tensionamiento se extiende a lo postelectoral, dejando a los derrotados en estados depresivos, tanto individual como colectivamente, dejándolos fuera de la distribución de las mieles estatales, por lo que cual proscritos miembros de la tribu vencida verán solo tres opciones: intentar su reciclamiento en las filas de los nuevos vencedores, dejarse estar en la inercia del derrotismo hasta las siguientes elecciones o la resistencia permanente, todas igual de negativas para la sociedad, pues no hacen más que distraer las potencialidades sociales en pugnas permanentes, disminuyendo la productividad de las personas con una ostensiblemente reducción de la sensación de bienestar. Si creen que es invento, léanse Enfermo de Brasil escrito Eliane Brum para el caso del Brasil de hoy.
En las filas de los vencedores el panorama tampoco resulta muy halagüeño, al menos no para la sociedad en su conjunto, pues todo para ellos muchas veces todos se resume a esa tan célebre frase popular que refleja muy bien nuestra idiosincrasia: “Ahora que tenemos, bien le cascaremos”.
De esta forma, mientras no se cambie la percepción de lo estatal como una mano gigante que no deja nada fuera de su sombra, esto persistirá hasta que un gobierno, negro, gris o blanco, muestre al ciudadano que es posible estructurar un poder estatal menos concentrado pero no por ello más débil, mejor distribuido tanto funcionalmente (independencia y separación entre órganos del Estado) como territorialmente (maximización del Estado autonómico), pero no por ello más débil, supliendo el poder del peso por el de la agilidad y la eficiencia. De esta forma, las elecciones recuperarán su virtud inicial, la de competir, sí, pero sin la tóxica sensación de jugarse la vida en ello, sabiendo que aún en caso de perder quedarán fuera del Estado muchas otras posibilidades de vida y desarrollo personal, incluso la de ser funcionario público inclusive siendo opositor, solo en base a la vocación de servicio, la capacidad y el mérito profesional.
Perdóneme Ud., creo que soñaba con la tan prometida Suiza que hasta ahora no llega, pero como soñar no cuesta nada, permítaseme el exabrupto…
El autor es doctor en gobierno y administración pública