¡¡¡Todo el mundo miente!!!, sentenciaba el Dr. House. Cada cual por su razones, con mayor o menor frecuencia, en momentos determinados o bajo ciertas condiciones, pero tarde o temprano, para bien o para mal, todos mienten. Pero ¿y por qué lo hacemos? ¿Qué nos impulsa a no decir la verdad, a decirla a medias o simplemente callar? En esencia, la mayor parte de las veces lo hacemos por miedo a enfrentar las consecuencias de una verdad que implique pérdidas o que simplemente nos impida amplificar el placer y reducir el dolor, como señala el utilitarismo más básico.
Se trata de un acto egoísta, una medida de autoprotección que, ligada al instinto de sobrevivencia, nos impulsa al embuste, a ocultar, maquillar o recortar la verdad cuando así lo juzguemos conveniente, y más allá de todo intento por racionalizar nuestras falsedades o justificarlas creando eficaces dispositivos para santificar lo malo, el hecho es que todos mentimos y lo hacemos más cuanto más tememos, haciendo que nuestra natural inclinación hacia la patraña tienda a intensificarse.
¿Y en qué momentos cunde ese pánico que suele arrastrarnos a la mentira? Sin duda en muchos, pero ninguno tan interesante como el de los procesos eleccionarios, y más si estos se alejan de lo comúnmente entendido por “normalidad electoral”, como ocurrirá este octubre próximo, involucrando: a) La participación de un candidato Presidente, con fuertes dudas de legalidad y un natural agotamiento producto de más de una década de gestión continua, pero eso sí, con una exagerada convicción de poder; b) La intensificación de los cuestionamientos a las reglas de juego, con un referéndum cuyos resultados fueron luego rebasados por un fallo constitucional; c) Una estructura de gestión electoral débil y bajo asedio; y d) Una sociedad altamente estatizada, en la que la pugna electoral por el control del aparato estatal se torna enfermiza, invadida por esa insana sensación de que en ella se juega casi todo a lo que en situaciones de valor invertido se considera importante.
En este contexto de miedos, odios, dudas, rabia, tragedias y mal humor, toda encuesta o sondeo de opinión adolecerá de un elevado margen de error, pues sin negar el carácter científico de la estadística, disciplina que brinda el soporte técnico necesario, es imprescindible entender que: i) En toda acción investigativa cimentada en datos empíricos, el valor de los resultados e inferencias estará siempre determinado por la veracidad de la información primaria obtenida en campo, esto es, de la sinceridad de las respuestas concretas que brinden los consultados, algo de lo que nunca estaremos seguros, pues todos mienten y más aquellos catalogados como “indecisos”, quienes al parecer definirán estas elecciones y en los que el miedo se hace más evidente, pues concentran a funcionarios públicos descontentos y su parentela, militantes desencantados, ======millenials====== adscritos a causas de amplio espectro y que en tal razón se alejan de la política tradicional, etc.; ii) Los intereses de la industria de las encuestas, centradas en reputar la “cientificidad” de sus resultados y responder, a la par, a los intereses de sus contratantes, con loables excepciones, como los sondeos de opinión por organismos oficiales de sobrada reputación, como el CIS español, P.E., o por entidades imparciales, como las universidades; y, iii) La presencia del poderoso en la competencia electoral (candidato Presidente) que directa o indirectamente, intimida y condiciona.
En conclusión, las encuestas en las circunstancias actuales operan, en unos casos, como una interesante pero inexacta aproximación a la realidad electoral y, en otros, como un vano intento de «hundir la moral de adversario» y direccionar las preferencias, construyendo imaginarios aparentes, sin contar con que el ciudadano aún indeciso se definirá al filo y en secreto, producto del temor natural en una elecciones de alta toxicidad.
El autor es doctor en gobierno y administración pública