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The social dilemma: marionetas humanas

Hace ya un buen tiempo que la verdad está supeditada a las redes sociales y casi no nos hemos dado cuenta. ¿No nos importará?, ¿cuán enterados o conscientes estamos del peligro que representa el hecho de que la verdad dependiera, en última instancia, de algoritmos pergeñados en función a intereses de empresas tecnológicas o de políticos interesados —o de ambos en concomitancia?

Ocurre que el tráfico de información falsa por las redes ha aumentado considerablemente en los últimos años, sin respetar asuntos tan delicados como la salud humana en plena pandemia. Al estar cada vez más pegados al celular, lo que llega a nuestros ojos y oídos por esa vía resulta determinante para la formación de nuestras ideas y, en definitiva, para el establecimiento de verdades que compartimos por Facebook o WhatsApp en círculos sociales hasta volverlas una bola de nieve.

Cuando la verdad depende de la tecnología, cuando la tecnología (a pesar de sus bondades para la comunicación) pasa a constituirse en una amenaza para la verdad, lo lógico es que la sociedad despierte, encienda las alarmas. Pero no ha sido nuestro caso, salvo esporádicas —y no muy impactantes, por lo visto— advertencias.

“The social dilemma” (El dilema de las redes sociales), en Netflix, enciende alarmas. Se trata de un híbrido entre documental y ficción en el que se muestra la realidad de un mundo hiperconectado y cuya mayor importancia radica en poner sobre la mesa del debate una temática que parece ir camino a convertirse en tabú, porque toca sensibilidades o costumbres naturalizadas en por lo menos la última década.

¿Cuán éticas son las redes sociales? ¿Hay un afán de control detrás de Facebook, Twitter, Instagram, TikTok o WhatsApp? ¿Qué tan cierto es que las personas (ahora “usuarios”) estemos determinadas dentro de las redes por un “motor de recomendaciones” que influyen directamente en nuestras decisiones?

¿No será hora de que, como sociedad, autocríticamente, invirtamos esa pregunta que siempre tenemos la tentación de hacer y meditemos quién es en realidad el “raro” o la “rara”, si el que aún no utiliza redes sociales o si el que las sigue usando sin haberse planteado la duda razonable de que la manipulación puede estar a la distancia de un click?

Luego, si el modelo de negocio de quienes manejan las redes fuera —como dicen— mantenernos enganchados la mayor cantidad de tiempo al celular o a la computadora, ¿no estaremos siendo el producto, nuestro comportamiento frente a la pantalla? ¿Somos lo que cliqueamos? ¿Somos lo que ellos quieren que cliqueemos?

El nuevo Gran Hermano de Orson Wells se llama red social. Si eres usuario, lo saben todo de ti: qué te gusta y qué te disgusta; qué te da placer y qué no; qué quieres, qué no quieres, qué te interesa, qué no. Y con esa información —dicen y suena a cierto—, apelando a algunos artilugios como la inteligencia artificial, llegan a personalizar tu experiencia en las redes de tal manera que sientas satisfacción.

De la satisfacción a la adicción, en este siglo XXI de las soledades en red, un paso. Y no creas que todo es tan liviano y discurre únicamente por el entretenimiento fútil. Nada de eso.

La verdad puesta en duda por efectos de la tecnología es una muestra de la nueva imperfección de las democracias en occidente, a las que los vertiginosos avances de la ciencia aplicada a las comunicaciones por internet han agarrado en pañales y por eso no están siendo capaces (¿querrán hacerlo?) de regular la actividad de los gigantes tecnológicos para así evitar su impacto negativo sobre valores esenciales de la vida. La libertad de expresión debería tener límites cuando, so pretexto esa misma libertad, se busca alterar —ex profeso— la verdad.

Por lo demás, habrá que ver cuán terrible sería para la gente (si acaso le importara, básicamente) llegar a la conclusión de que cientos de millones en el mundo estaríamos funcionando ahora como marionetas humanas, con hilos digitalizados…

Oscar Díaz Arnau es periodista.

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