Claudio Ferrufino-Coqueugniot
a Alicia Coqueugniot Espeche, mi madre
Así rezan unas líneas de La cumparsita en la voz del uruguayo Julio Sosa, el «Varón del tango». Esta canción tiene una especial historia. Inicialmente compuesta por Rodríguez Matos para una comparsa estudiantil en Montevideo, fue alcanzada al director Roberto Firpo que la incluyó en su repertorio. Décadas después, Firpo alegaría que cuando la recibió le añadió aditamentos que le dieran cierta sofisticación, incluso algo de Verdi. Luego Pascual Contursi le puso la letra que la haría tan famosa, aquella que Gardel cantó bajo el nombre Si supieras. Todo ello dio lugar a la gran controversia sobre la autoría, los antecedentes, derechos legales y etcéteras. Rodríguez Matos recibió muy mal el hecho de que el Zorzal Criollo la cantara con el título cambiado. Una y otra versión se inmortalizaron, aunque la de Contursi es la que más comúnmente se acepta como la original. Rodríguez Matos continuó componiendo y después se lo olvidó, mientras que Contursi ha quedado entre los mayores exponentes del género.
El tango fue baile de cafisos, danza de putas. De origen incierto, se han tejido historias de diversa naturaleza. Tango sería una derivación de Xangó, el dios de los yorubas, todavía venerado en Brasil y entre la sobreviviente población negra del Río de la Plata. No hay que descartar esa opción; la música negra ha influido de manera notable las expresiones culturales de América. Sin África, el continente tendría distinto rostro.
Mucho del tango proviene del folklore criollo, lo que reconocería herencia española y también una subyacente -y sugerente- herencia india. El folklore del norte argentino nace de la mixtura de lo ibérico con lo nativo. Carlos Gardel, Ignacio Corsini, Agustín Magaldi, Gabino Ezeiza, comenzaron cantando zambas y gatos. En el caso de Ezeiza, precursor del tango, puede considerársele payador, igual a aquellos que en el Martín Fierro, de José Hernández, tocaban guitarras y cantaban tristezas alrededor del fogón. Corsini interpreta La pulpera de Santa Lucía, cuyo texto habla de épocas de la frontera sur antes de la expedición al desierto y el posterior genocidio indígena que tan bien relatara Lucio V. Mansilla, general y escritor del ejército argentino. Magaldi, quien hacía giras por el interior de la provincia de Buenos Aires y la nación, donde conoció a la fatídica Eva Duarte-Perón, tiene en su repertorio ancianas canciones que todavía rememoran a Lavalle y su lucha contra la Restauración. Música que se cantaba en el siglo diecinueve, mucho antes de la masiva inmigración europea a la Argentina. Sin embargo hay rastros de Italia en el tango. Compositores como Firpo, el poeta Caruso, Juan «Pacho» Maglio, el cantor Alberto Marino, provenían directamente de allí, en general del sur, Calabria y Sicilia, o eran descendientes directos.
El tango es un cúmulo de culturas que se afincó en la Argentina. Decir que es francés implica un error que refiere únicamente al supuesto lugar de nacimiento de Gardel (Toulouse), sin negar la presencia de Francia en la música bonaerense, y recordando además que grandes orquestas y cantores argentinos comenzaron o vieron su mayor éxito en París, incluido el gran Morocho.
Volviendo a la raíz criolla del tango, no hay que olvidar que el dúo Gardel-Razzano hizo su fama cantando con dos guitarras. La orquesta es posterior y el tango canción se afirma como tal recién a partir de los años cuarenta. Si obviamos grandes nombres como los mencionados, que practicaban el tango-canción, las grabaciones muestran que los vocalistas previos a esos años se limitaban a entonar estribillos y no la letra completa. De ahí se los conoce con el nombre de «estribillistas», muchos de los cuales, caso Charlo, Alberto Gómez y otros, se integrarán a la nueva modalidad de gran orquesta con cantor de inmediato. Del baile de cuchilleros al gran salón, la música de Buenos Aires se expandió en todas las clases. Un señorito como Borges quedará fascinado con la leyenda de taitas y malandrines. Escribirá, dentro de su innegable y feliz europeísmo, tangos y milongas. En Borges, lo popular, lo gauchesco y su secuela urbana de villas pobres y compadritos, tendrá, como afirma Ricardo Piglia, una especial importancia. El fino escritor será el albacea del léxico popular argentino, una de sus grandes pasiones. De Jorge Luis Borges, con música de Astor Piazzolla, alguien le dice al tango: Tango que he visto bailar/contra un ocaso amarillo/por quienes eran capaces de otro baile/ el del cuchillo (…). Un similar ocaso que viera mi padre, Joaquín Ferrufino Murillo, cuando dejaban para siempre un pueblo del Valle Alto -donde su progenitor ejercía de subprefecto- y sobre el aire flotaba el bellísimo tango de Pacheco Huergo y Virgilio San Clemente, El Adiós…
Borges, en Evaristo Carriego, decide que el argentino es un individuo y no un ciudadano. En relación al tango, de origen negro y festivo inicialmente, su afirmación traduce la intrínseca alegría africana, a pesar de las vicisitudes de la esclavitud, en melancolía europea, en la desgraciada carga que significó América, en particular la Argentina, para millares de inmigrantes. Así anota José Lino Grünewald en su Carlos Gardel, Lunfardo e Tango. Allí sintetiza la historia de este baile, conjunción de culturas y danzas, de habanera y vals, de percusión esclava y adiciones multirraciales, de Andalucía y el tanguillo, del fandango. Música esencialmente citadina con trazos de marca rural. Grünewald comprime una historiación que detalla sus elementos. Dice: «Gardel criou as formas cantáveis do tango, como disse Horacio A. Ferrer. Pascual Contursi inventou o tango com letra. Vicente Greco e Juan Maglio ‘Pacho’ ‘socializaram’ o tango das orlas. Pedro Maffia desenvolveu a execução do tango com o bandoneon. e Enrique Santos Discépolo antecipou o modus de sua filosofia. O tango, neste sentido, está longe do folclore. Nunca a sua origen é colectiva ou anônima, pórem vivida e individual. A catarse é individual, nisso não há dúvidas.»
En esta catarsis personal como escribe el autor brasileño, el tango se desarrollará en innúmeras sensibilidades, no variedades, y será tan extenso en su difusión como producción que tratar de señalizarlo bajo un par de nombres, notablemente el de Gardel, peca de ingenuidad ignorante. Que el Zorzal fuese lo más representativo de esta expresión cultural es probable, o que Magaldi disputase a Corsini una segunda ubicación en esta troika imperecedera de artistas, también; incluso que Canaro fuese mejor compositor que Lomuto se podría aceptar, pero no que el tango «son» ellos; equivaldría a olvidar un espectro en extremo profuso y, a pesar de su individualidad, colectivo.
Podría existir un origen muy antiguo en el lundu portugués, prohibido en el siglo XV. Siguiendo con Grünewald y sus anotaciones, Mario de Andrade reconocería en esta forma de canto-danza el origen asimismo del fado. Y en América del Sur, en variantes que originarían la zamba, la cueca, la zamacueca, y, seguramente y con anterioridad a las mencionadas, la marinera peruana, con añadidos y originalidades venidos de la forzada inmigración de los negros de Angola.
Hay multitud de escritos y autores de tango. Casi todos subyugantes. Se debe por supuesto a la universalidad que alcanzó, gracias a su condición de fenómeno urbano, en detrimento de otros tipos de música y canción de raíces también sugerentes y misteriosas, cuyo aislamiento geográfico no compartió la mística de la canción bonaerense ejemplificadora en su tiempo, principios del siglo XX, -mejor que ninguna otra ciudad del planeta- el cambiante mundo que se avecinaba. La muriente Europa quiso reflejarse en la rutilante, y altamente contradictoria, urbe del Plata. Su rival, New York, no produjo algo similar. No salió tango de las calles de Manhattan; otra era la dinámica del norte.
Hablar de tango es reunir una síntesis riquísima de experiencia humana. Anarquistas como Juan de Dios Filiberto se integraron con burgueses opulentos a quienes la diáspora, el spleen, la inventiva y modernidad de un nuevo siglo y un nuevo continente, que ya era antiguo pero inexplotado o desconocido en las orillas platenses, les produjo la misma sensación de angustia y abandono, la lujuria por destruir la pena en la sensualidad movida de los cuerpos.
Pero el tango nació pobre; a principios del ochocientos se hablaba de lugares de tango o tambo para negros donde se ejercitaban bailes reprochables. El gran Francisco Canaro cuenta en Mis memorias como bailaban los muchachos lustrabotas, vendedores, entre hombres, al ritmo de un organito popular, en la calle. Canaro, como Filiberto y muchos otros, sufrió las penurias de la miseria. Vendía periódicos con sus hermanos en las esquinas y se agenció con una vieja caja el oficio de embetunador. Fabricó su primer violín con una lata vacía de aceite y alegraba las fiestas de la barriada con tangos como El llorón, su primer aprendizaje. El mismo Canaro que creció hasta el limbo y educó a un público internacional con la belleza de su música. Compositor, ejecutante, director, su nombre ilustra las páginas memorables del sonido porteño, aunque fuese nacido en Uruguay de padres italianos. Cultor de un tango por decir clásico, añadió al repertorio el valsecito criollo (Desde el alma, Corazón de oro, Soñar y nada más), que se propagó por el continente americano y fue la esencia musical romántica hasta la irrupción del bolero.
Personalmente, me adhiero al tango de principios del novecientos, extendiendo mi gusto hasta mediados de la década del treinta. El tango instrumental con un paulatino desarrollo hacia el tango cantado, atravesando la deliciosa época del estribillismo, que presagiaba el imperio de la voz sobre el ritmo pero que aún se equilibraba con él.
Tengo la dicha de una madre argentina y un padre cochabambino, ambos de profunda afición al tango. De ellos me viene la pasión mas no las piernas. Soy escucha, no bailarín. Acumulo datos e historias de algo que presumiblemente llega a su fin, aunque vanguardias como la de Piazzolla intentasen -sin éxito- recuperarlo. En las tardes de verano, cuando el calor esfuma los misterios con su ramplonero espectro, me acuno en la soledad del tocadiscos y sueno y resueno a dos grandes orquestas: la Víctor y la Brunswick (las grandes compañías disqueras guardaban orquesta propia, para grabación, no para el público: la RCA, la Odeón). La Orquesta Típica Víctor (1925-1945), de notables músicos, Cayetano Puglisi y Elvino Vardaro entre ellos, con una cronología que pasa del instrumento al estribillo y del estribillo a la gran orquesta, y la efímera Brunswick (1929-1932), dirigida en inicio por el soberbio bandoneonista Pedro Maffia.
El listado es infinito. Extraigo unos nombres al azar, como en tómbola, y caen D’Arienzo, el rey del compás; Ada Falcón, Imperio Argentina, Ferrazzano, Edgardo Donato, Rufino, Príncipe Azul, Irusta y Demare; Alfredo de Angelis, Rosita Quiroga… Y sobre el crepúsculo, como en aquel adiós del valle cochabambino, se recuestan las figuras de mis padres bailando en la fanfarria de carnaval tangos con Antonio Bisio, mientras los hijos, seis, hasta las diez con permiso, contemplábamos un encuadre fascinante y majestuoso.