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Sueños letales

Andrés Canedo

Solía soñar que escribía un libro absurdo, dentro de un cilindro de cristal desplegado en una espiral casi infinita y cuyo interior estaba revestido de espejos. Escribía sobre vidas ajenas, cuyos episodios que se transformaban en imágenes como las del cine, quedaban retenidos en un fragmento del tubo, y que los interesados podían posteriormente ver. También, en alguno de esos espacios que reflejaban lo que él creía realidad, se mostraba su propia vida e igualmente sus sueños. Cada mañana, al despertar, le quedaba apenas un retazo de lo soñado, apenas una sensación; no recordaba esos fragmentos de historias que había escrito en el soñar y que se convertían en imágenes vivas de esas acciones. Entonces, él se decía que todo eso que los fantasmas de su mente creaban durante el dormir, era incoherente, ridículo.

Pero el sueño era imperioso y se repetía, tal vez con nuevas historias, cada noche, durante meses. Por esos trucos mágicos del inconsciente, fue adquiriendo cierta práctica para hilar la continuidad de lo soñado la noche anterior, con lo de la siguiente, pero siempre, al intentar recordarlo al día sucesivo, los recuerdos eran mínimos, apenas algún hueso suelto e insignificante, de aquellas humanidades construidas durante la noche y la inconsciencia. No obstante ello, en las noches breves, pero entregado a Morfeo, las imágenes volvían y él podía continuar las historias, actualizarlas con nuevos hechos, la mayoría de las veces banales, otros graciosos, otros de infidelidades y desengaños, enriqueciendo historias desde el presente y construyendo así un pasado para aquellas personas-personajes. No podía, no, ver el futuro, sino sólo presentes que se iban sumando. Aprendió así a amar a esos seres de la noche, a cuidarlos, a delinearlos cada vez con más precisión, a entender la verdad de sus sentires y el origen de sus imposturas.

Con el pasar del tiempo, ya los recordaba durante la vigilia y la multitud de ellos y de sus vidas personales, abarrotaban su pensar durante parte del día. Sin embargo, debía obligarse a salir a buscarse el sustento o para ir a ver a una muchacha a la que amaba, a Susana, secretamente. Secretamente para los demás, pero no para ella, por supuesto, ya que ella, con su fino instinto de mujer no sólo lo había descubierto, sino que además, lo alentaba con miradas lánguidas, con la ostentación de partes de su cuerpo, para luego hacerle entender, con claridad meridiana que nunca tendría nada con él. No eran palabras las que expresaban eso, sino simples o elaborados desdenes. También, con el tiempo, en las noches del soñar, pudo ampliar el universo de sus personajes, pues lo onírico ubicó el territorio del país en el que estaba su cilindro espiralado. País donde las gentes no eran libres, pero no se daban cuenta de ello, pues con habilidad, sus autoridades los hacían pensarse hasta relativamente felices. En ese país de su creación nocturna, entre las diversiones luego del trabajo implacable, estaba la posibilidad de asistir gratis al cilindro de vidrios espejados que él había creado entre la peripecia del dormir, y ver allí sus propias vidas. Multitudes se internaban cada fin de semana a observarse a sí mismos haciendo lo que ya conocían o lo que acababan de vivir, y finalmente, viéndose en el espejo que les correspondía, viviendo el presente exacto de sus vidas, o viendo, de reojo, la vida de otro en el espejo anterior o posterior al suyo propio. Y claro, había algunos interesados también en la vida del prójimo.

Y él, Mario, veía en esas alucinaciones del soñar, las reacciones de cada uno, mientras se contemplaban en aquellos espejos de sus vidas. La mayoría, simplemente reía al contemplar sus vidas pequeñas, y su risa, que cumplía con el bien de alegrarlos, a él le parecía simplemente idiota. Otros, en cambio, se avergonzaban, algunos se entristecían, unos pocos, lloraban; otros, se enojaban porque entendían que la revelación de sus secretos era una obscena violación a su privacidad, ya que sabían que sus vecinos, los parados cerca de ellos, podían también ver la historia ajena, la que solamente le concernía a su propia persona. Hubo uno, un marido infiel que se encolerizó al verse fornicando con su amante, y empezó a preguntarse quién sería el que manejaba ese artilugio que tanto agradaba a la gente y juró vengarse de aquella felonía que podría causarle daños enormes. En ese correr de los días, mientras las historias se seguían actualizando, Mario se admiraba de la verdadera pasión que su libro (así lo llamaba él) podía causar en la gente y no se explicaba cómo podían sentir arrobamiento al observar sus propias vidas mediocres y aburridas. Miraba, desde la magia del soñar, sus reacciones, la mayoría decepcionantes, aunque sentía cierta lástima por los avergonzados, los que lloraban, ya que eso, entendía, podía significar la posibilidad de un cambio. Pero los pocos que más le apasionaban, eran aquellos rebeldes, los enojados, entre ellos el adúltero que había jurado vengarse.

De esta manera, su atención se fue desviando de la multitud y enfocándose en la del vengador y también en el espejo que reflejaba su propia vida. En las horas de la vigilia, de la vida real, seguía buscando, a pesar de que intentaba no hacerlo, a la muchacha desdeñosa que lo enloquecía con su juego de tentarlo y luego rechazarlo. Su razón le había hecho comprender, que él no era lindo, que pretender a esa mujer joven y bella era una insensatez, pero siempre terminaba cayendo en la esperanza y en la sucesiva derrota, pero aprendió también que la pasión puede mucho más que la razón. Lo peor de todo, es que no había podido establecer un espejo de ella en la noche de sus sueños, para poder observarla en el túnel, para poder entenderla. Si ella aparecía, eso sucedía únicamente en el propio espejo de Mario, del cilindro donde bullían cientos de imágenes. La había conocido tiempo antes y ella nunca había motivado su atención hasta que en una noche de soñar, se había visto besando las piernas largas y perfectas de una mujer a la que no le veía el rostro, hasta que levantó la cabeza de entre los muslos de ella y vio la cara maliciosa, extática y burlona de la muchacha ignorada. Ese recuerdo sí permaneció vivo y completo. Ese sueño revelador fue el gatillo que desencadenó una explosión de verdades hasta ese momento ocultas, las apariciones de la noche, en la intensa claridad de su significación, le trajeron una epifanía radiante a su vida, hasta ese tiempo carente de emociones que no fueran las del pensar. Entonces, durante el día, ya perdido de amor o de pasión, o de ambas cosas, fue a buscarla, y ella descubrió en la mirada de Mario, la fuerza erótica que lo movilizaba, e inmediata e impiadosamente, empezó el juego de seducción, cruzando los muslos, abriéndolos, haciendo mohines con la boca, colocándole su pie desnudo sobre los zapatos de él, como al descuido, mirándolo desde sus ojos incendiados, para luego hacerle entender que nada podría pasar entre ellos. Las palabras dichas en esa situación, no tenían nada que ver con la realidad ni con la intensidad de las acciones, las de él, veladas; las de ella ostensibles, pero sin demostrar intención, como si fueran simples movimientos de acomodación de su anatomía inquieta, ante un amigo de confianza que no osaría mirarla impúdicamente.

En tanto, el hombre infiel, el vengador insatisfecho, los primeros días intentó olvidar, pensó que tal vez nadie había visto su historia de traición. Pero, no era así. Sí, alguien había visto y se lo había contado maliciosamente a otro, y este a otro, y aquel a su vez a un cuarto, que no vaciló en contárselo a su esposa, que como se arma la sucesión de aparentes coincidencias, no vaciló en contárselo a la mujer del infiel. Esta última, primero, le armó un escándalo descomunal a su marido y luego, sin vacilaciones, lo abandonó. Era así la verosimilitud que la gente le atribuía a las imágenes de los espejos del cilindro, que creían en ellas como si fuese una religión. El hombre abandonado, rumiando su amargura y su rencor, empezó a buscar al responsable de tal malévola invención. Habló con amigos, y gracias a ellos, con unas autoridades, pero nadie sabía nada. La respuesta de un alto funcionario fue que el cilindro espiralado que mostraba vidas, simplemente había aparecido ahí, y que desde el gobierno habían decidido aprovechar esa aparición en beneficio de la diversión del pueblo, y que muchos de ellos acudían tarde de la noche, a observar sus propias vidas, en sesiones reservadas. Desesperado, el vengador, una noche soñó que todo eso era el producto de otro que soñaba, y al cabo de varias noches de soñar, logró visualizar el rostro del soñador culpable de su desgracia, e insistió tanto en la imagen de ese rostro, que al despertarse al nuevo día, lo recordaba con meridiana nitidez. Entonces, empezó a buscarlo. Mario vio todo esto en sus propios sueños, y estando sumergido en ellos, vio también como esas imágenes se incorporaban al espejo de su posible malhechor. Ante todo eso, sintió un poco de orgullo, se sintió poseedor de un poder sobre los demás, no obstante, no pudo evitar una pizca de temor. Pero en la propia lógica irresponsable del soñar, dedujo que no tenía nada que temer, pues todo aquello, no eran más que imágenes fantásticas que no tenían correspondencia en el mundo real.

Su obsesión con la muchacha de la realidad continuaba, sin embargo, en cada visita que le hacía, se repetía el juego maligno de ella y la consecuente congoja para él. Algunas veces, cuando él, a fuerza de voluntad dejaba pasar varios días sin ir a verla, era ella la que aparecía en la casa de Mario, con cualquier pretexto, y encontraba poca resistencia en él y lo hacía caer de nuevo en sus trampas y, por ejemplo, se sentaba en la cama de él, asentándose sobre sus piernas y el vestido se le subía casi hasta las ingles, mostrando sus muslos ebúrneos, dorados y perfectos y sentía la ardida mirada de él recorrer todo ese territorio de delirio. Mario, que además de tímido era cobarde, sentía la voluntad imperiosa de su mano, por ir a recorrer aquella piel tersa que envolvía esas colinas de placer, pero se sofrenaba. Entonces, ella colmada de secreto regodeo, daba paso a la crueldad, y le contaba, al “amigo”, su última aventura sexual con algún muchacho lindo que acababa de conocer, y luego, culminada su tarea de demolición, partía aludiendo que tenía cosas que hacer. Y allí quedaba él, sumido entre la reminiscencia de esas visiones recientes, el dolor de su cobardía y la certidumbre de su fealdad.  Pero, en su dominio de las imágenes oníricas, había aprendido a soñarla casi a voluntad, y entonces, en el prácticamente ya abandonado túnel de las vidas, podía verla y sentirla con una intensidad, tan próxima a la evasiva realidad, mientras la besaba y se embriagaba con sus labios, con el sabor inefable de su lengua y su saliva, mientras se deleitaba también con su mano, acariciándole el rostro. Sin embargo, cuando quería dirigir esa mano hacia el sexo de Susana, recorriendo su abdomen de perlas convulsas, con deleite y con el placer evidente de ella, al llegar a la encrucijada de sus muslos, irremediablemente se despertaba y todo quedaba inconcluso, menos el galopar agitado de su corazón, esa taquicardia paroxística y difícil de reducir, con que su miocardio ya antiguamente enfermo, solía sorprenderlo y angustiarlo. Sin embargo, a pesar de esto, una sensación de felicidad lo colmaba y podía volver a dormirse, ahora sin soñar.

Una tarde, también en el mundo de los fantasmas que a ratos se le confundía con el mundo real, mientras Mario cumplía algunos de sus quehaceres, vio desde lejos, aparecer al vengador, con el rostro desencajado, y aunque no se sorprendió de esa superposición de los sueños y la realidad, sintió temor y se ocultó. Supo, de sólo verlo, que este lo andaba buscando y que lo querría matar.

No obstante, volvió a la tarea ahora limitada de los sueños, pues se reducía a la muchacha, aunque a veces reaparecía, siniestro, su perseguidor y él no se atemorizaba por esa circunstancia. Era ella, la que ocupaba sus noches, y así, varias veces, la vio, la sintió hondamente, cuando la besaba, cuando le quitaba la ropa, cuando ella abría las piernas dándole paso al núcleo ojival y ardiente, pero él cuando llegaba allí, con su ariete encendido, la rozaba, pero no la podía penetrar, como si la entrega de ella no pudiera ser total o él fuera incapaz de realmente poseerla. ¿Es que ese muro de clausura estaba en su alma, tan apta para soñar y tan inepta para realizar? Entonces se despertaba con dolor, con frustración, con el goce otra vez insatisfecho y con la taquicardia amenazante y aciaga. Por otra parte, en las breves visiones que tenía de su galería de historias, vio que la gente ya casi no acudía, pues las personas, veían que la reproducción de sus vidas se había quedado varios días atrás y no se renovaba.

Mario volvió, durante la realidad, a la casa de ella, y esa vez Susana se superó a sí misma. Estaba con unos shorts cortísimos para alardear de su enorme belleza, y con una camiseta liviana a través de la cual se visualizaba el diseño obnubilador de sus pezones y le pidió que se sacaran una foto “selfie”. Al pasar por detrás de él, que todavía estaba de pie, para ir a buscar la cámara, le refregó ostensiblemente con uno de sus pechos en la espalda. Al sacar la fotografía, se puso en una posición que determinaba que la mano de él quedara sobre el muslo de ella y, terminada esa tarea, ella, gozosa e implacable, le pidió que se fuera. Y él se fue, con la suma de la esperanza y la decepción renovadas. Pero sabía, y de esa estrella se colgó, que esa noche la soñaría.

Y más tarde en el sueño, Mario la vio llegar, disfrutó de sus besos florales, la miró arrobado mientras se desnudaba haciendo aparente toda la perfección de sus formas. Ella lo ayudó a quitarse la ropa y se tendió en la cama, abriendo las compuertas de su sexo que brillaba como un topacio rosado, y él pudo por fin entrar en ella, sentir toda la estrecha calidez de su oquedad y su leve gemido al sentirlo dentro de ella. Pero en ese instante se interrumpió el sueño que fue súbitamente reemplazado por otro, o tal vez por la realidad misma, pues vio cómo el vengador ingresaba a su casa, se acercaba con un puñal en la mano a su dormitorio, que lo divisó y se aproximó hasta él. Pero tampoco pudo ver ni sentir más, porque su corazón exacerbado desde el primero de los sueños, de pronto se detuvo y la muerte llegó con esa detención.

En la sucesión increíble de imágenes de su vida que vio en el momento de morir, estando despierto o durmiendo, eso no se sabe, observó cómo el cilindro de los espejos, se esfumó, y sólo quedó el campo vacío como lo había sido antes. Y vio, asimismo, algo de futuro por primera vez, pues a la gente, al día siguiente, pareció no importarle la desaparición del túnel, ya que, sus imágenes que antes tanto los regocijaban, se habían detenido en el tiempo. Además, en una curiosa mezcla de realidad y fantasía, vio que la muchacha de sus amores, cuando se enteró de la muerte de Mario, o sea la de él, el soñador, le dijo a una amiga: “Qué pena. Era un buen tipo, pero bastante feo”.

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