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Somos nuestros miedos

Somos el virus, la bomba de tiempo. En la película que se te viene ahora a la mente, el rehén con el explosivo adherido al cuerpo. Y hay gente alrededor. ¿Es posible evitar la natural desconfianza entre todos los que protagonizan esa tremenda escena? ¿Es posible evitar la desconfianza entre nosotros en tiempo de pandemia? De otra película es la escena en la que llegas de la calle y te reciben con chisguetes de alcohol en las manos y con los ojos desorbitados, como si estuvieran —y lo están— ante la presencia de la peste misma.

El coronavirus ha llegado muy lejos. Ha tenido el atrevimiento de arrebatarnos personas, muchas de ellas, las que más queríamos. También se ha quedado con nuestra libertad de salir y hacer lo que queramos y a la hora que queramos. Pero, siendo todo eso irremplazable, o vital, o hasta políticamente democrático, del odioso covid-19 tendría que dolernos, además, el hecho fáctico de que nos haya ido quitando la confianza en los demás.

¿Qué somos si no confiamos en nadie? Salvo los que viven hace meses encerrados y sin tener contacto más que con su pareja, su madre, su padre o sus hijos y hermanos, ¿quién puede confiar ciegamente en que alguien —cualquiera, aun cercano— no le pasará el virus? Si no somos el virus todavía, somos la sospecha, la duda permanente, la desconfianza.

Somos nuestros miedos y los miedos ajenos. Los miedos de los miedos. Un cúmulo de inseguridades dentro de pobres gentes pensando solo en su sobrevivencia. (¿Qué clase de mundo es este? ¿Qué destinos insospechados nos han puesto a todos en un mismo camino? ¿No era acaso que cada cuál tenía el suyo y que ninguno se parecía a otro?).

Sostengo que la desvinculación física viene a ser la nueva normalidad de un amor sin ajayu. Esa película en la que un impersonal coronavirus verde y peludo te arranca el corazón, lentamente, casi sin que te des cuenta, en ciento veinte días. La pulsión de tu vida anterior (normal) chocando de frente contra la rudeza de la pandemia que bajo la apariencia del contagio, con pasmosa naturalidad, se lleva de tu lado a familiares y amigos.

En ese contexto, es inevitable la desestabilización. A unos les pega con una inocente incertidumbre; a otros, la soledad (que no es necesariamente una persona viviendo sola) les llega con angustia, con tristeza, con melancolía… y, el desafecto ya está pasando factura en mucha gente que no puede con su depresión. Hay un silencioso desmoronamiento de la vitalidad que se debería revisar para que el coronavirus no nos mate, también, de pena.

Por lo demás, la certeza de que el aislamiento funcionara como arma de los gobiernos y de la ciencia para mitigar el impacto del covid-19 es una prueba de que el mundo de las nuevas normalidades nos quiere individuos, no sociedad; separados, aislados, no juntos. Alguien dirá que solo es por un tiempo, hasta que alguien logre espantar al virus. Pero el virus somos nosotros, como en la película.

Nunca, hasta ahora, habíamos tenido esta desconfianza presurosa al cruzarnos con amigos; ni siquiera cuando pasábamos junto a desconocidos. Les tememos a nuestros amigos; o, si te parece un poco fuerte, a eso que podrían tener nuestros amigos dentro y que no vemos. Les tememos a nuestros familiares; o, si quieres, a que nos transmitan el virus invisible. Físicamente, todo aquel que no sea uno, aunque cueste admitirlo en público (sería mucha incorrección social), se ha convertido en un ser —no digamos “indeseable”— fumigable.

La película no podía terminar de otra manera. Estás volviendo de la calle y un ejército de familiares te espera tras la puerta que, como siempre, se abre. Ellos, sin previo aviso, con premeditación y alevosía te atacan a mansalva. Empuñan una increíble variedad de chisguetes que arrojan olorosos gases, lavandinas y alcoholes de diversos porcentajes. Una operación bélica que, para mayor ironía, por salud, terminas agradeciendo. Final feliz.

Oscar Díaz Arnau es periodista.

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