Al ampliar el campo del conocimiento no hacemos sino aumentar el horizonte de la ignorancia
Henry Miller
Ando estos días descabalgando saberes, desordenando los desordenados estantes de mis desórdenes más flagrantes, esos que me dicen que debo estar al día, en lecturas, músicas, y cosas de esas que me harán aparentar neandertal ante mi hijo, en breve, cuando a él ya le hayan crecido teclas en las yemas de los dedos y me pregunte qué cosa negra o azul (dependiendo de la tinta) es ese bolígrafo que a él se le antoja nave espacial con que recorrer espacios. Los tiempos mandan, y probablemente no llegue a saber que yo también recorría espacios en blanco, antaño, con ese mismo bolígrafo, sólo para imaginar imaginarios recorridos por entre las galaxias del verbo y la nada. Un agujero negro, o sea, esto de la literatura.
Abandono intenciones y lecturas y párrafos nocturnos de bolígrafo y libreta, para dejarme atrapar, una vez más, por la prosa despiadada y robusta de Henry Miller. De nuevo asomado al abismo electrizante de su torrente léxico y sensorial. En cada una de las ocasiones que el tiempo me permite gozar de su simple transcurso de reloj complejo, y tomo entre las manos alguno, el que sea, de los libros de Miller que enriquecen mi demediada biblioteca, me veo impelido a desahuciarme, definitivamente, del mundo… quedarme a vivir entre sus páginas.
Miller, el gran erotómano, el gran provocador, el autor de abigarradas obras en que procaces felaciones y desmedidos coitos ensucian de belleza cotidiana la tremebunda belleza de eso que hemos dado en llamar literatura. Lamentablemente, queda del autor norteamericano (de tanto repetirlo me canso) el recuerdo de su pronografía de guerrilla, y se ignora la certera escaramuza filosófica de su prosa. A Miller, como a las mujeres, tengo que decirlo, se le ama en el barro y en la gloria, o mejor se le deja de lado, que ya andamos sobrados de medias tintas como verdades parciales en estos tiempos de urgencia y absurdo.
Miller proclamó, cuando ya se asomaba al abismo del fin de la vida, funámbulo aún de la cuerda floja como cordel en que tender esta ropa mal lavada que es la vida, que deberíamos leer menos a medida que pasa el tiempo, y no por hastío visual (que también), sino para desterrar definitivamente la pueril idea de que acumular lecturas como suicidios dióptricos, en el acantilado miope de nuestra mirada, conseguirá hacernos más sabios. Él, al final de su vida, asumió que esta no es mas que sensación y frenesí efímeros. Huyó de la sobredosis de letras que, durante tanto tiempo, había rondado sus días con la premonición del desastre.
Pasamos por la vida pretendiendo, a cada paso, acumular conocimientos, amistades, amores, capitales, objetos, recuerdos, fotografías, lecturas… tal vez nos equivoquemos. Lo que más podemos almacenar es, por ejemplo, líquido en la vejiga (doy fin en este preciso instante, a la segunda cerveza). Y el imperativo biologico obliga a expulsarlo de nuevo. Me pregunto qué quedó, de la cerveza, en mi interior. Cualquier profesional de la medicina me diría que sólo nocivos protozoos, o cosas que se empeñarán en malbaratar el funcionamiento de mi organismo. Ya veo: acumular para sólo guardar lo dañino. Igual en la literatura, sí, cuando sólo la abordamos con la pretensión de reunir conocimientos, si nos olvidamos de disfrutar su periplo loco de renglones y música silenciosa, sin pretensión más allá de abandonar esta vida que no conseguimos edificar a nuestro antojo.
A medida que los años van horadándome el rostro y difuminándome el cabello, comprendo con mayor claridad que la vida es otra cosa, distinta siempre de lo que nos intentan vender y que tan onerosamente deseamos comprar. Quizás sea por ello que Miller, habiéndolo entendido, consiguió transmutar en genio de las letras: porque antes fue un genio de la vida, de la que hizo la mayor de sus obras, en plan Wilde, esculpiendo con su reflejo cada una de las páginas que debía escribir sólo por quitarse de encima la dolorosa sensación de estar muriendo antes de tiempo.
Cada día leo menos y releo más, es cierto. No lo hago por sabiduría «milleriana», no. Lo hago porque envejezco, y prefiero invertir las horas de lectura que me resten en el goce de lo seguro, de lo ya conocido. O, mejor, en mirar cómo crece mi hijo entre tecnologías como proyectiles y bolígrafos como falsos cohetes. El tictac del reloj no nos hace mas sabios, sólo más perezosos y, por supuesto, más viejos.
Y, por cierto, después de tanto renglón hueco… del acto de la escritura decía el propio Miller que debemos olvidar los libros que queremos escribir, y pensar sólo en el libro que estamos escribiendo. Miro de nuevo a mi hijo y me pregunto qué libro estoy escribiendo, y si lo estaré haciendo medianamente bien. Después, le dejo jugar con el bolígrafo y me abro otra cerveza.