Márcia Batista Ramos
Los muros no son muy sólidos, por eso, siempre hay una manera de traspasarlos y el coyote lo sabe, pero, el coyote es malo porque primero les cobra una buena suma, después, los abandona. Tiene corazón de piedra. El coyote es una especie de mamífero no humano que no se importa con la vida ajena, ya que, él aprendió desde muy pequeño que, la muerte acecha desde el nacimiento hasta que llega el momento de su propio triunfo. También, sabe que la muerte siempre gana. Es obvio, que el coyote tiene algunas virtudes ya que desarrolló un instinto salvaje que le ayuda a sobrevivir, sumado a su mirada de halcón y a la capacidad de leer las huellas en la tierra como la de quien lee un libro sagrado.
De día el sol calienta la geografía, rajando la piel de las tierras desérticas. De noche, las estrellas brillan impasibles sobre los cuerpos agotados de aquellos que lograron avanzar en su marcha forzada sobre la arena que arde como una promesa quebrada.
En la búsqueda de la línea invisible que separa la tierra del hartazgo de las tierras del hambre, muchos no resisten y mueren en el camino. La tierra abrasadora quema los pies, mientras el sol cocina de la cabeza para abajo. Caminar por el desierto es como caminar en el infierno, ya que la lengua se seca dentro de la boca seca y las ideas se cocinan dentro de la cabeza calcinada. Es en el desierto que los hombres pierden sus esperanzas y entierran para siempre su fe.
Para morir no se necesita fe, basta estar vivo. Por eso, en el desierto uno muere porque estaba vivo y el coyote lo abandonó antes de llegar al punto combinado, justo cuando su agua se había acabado y la esperanza colgaba de los labios partidos. El coyote traiciona y abandona a un ser vivo con la garganta llena de polvo.
El desierto no perdona y los hombres mueren por el miedo y por la sed en el inmenso desierto, el animal coyote, el de cuatro patas, aúlla en las noches sin luna para guiar el alma de aquellos que secaron como hojas deshidratadas por el sol y no llegaron. El aullido, es como un canto ancestral, que anuncia la muerte y su lamento eterno.
Las piedras resecas no cuentan historias ni manifiestan piedad por los autoexiliados que quieren cruzar la frontera, apenas los miran marchar o morir.
Cuando el coyote abandona a una persona en el desierto, mientras la persona termina de secarse, descubre que cruzar el desierto en busca de la frontera, no era su única salida. Se percata de que no era necesario transformarse en arena y que podía haberse quedado con los suyos y sembrado un terreno, cosechado su propio trigo para hacer su pan. En medio a las ultimas alucinaciones, hay el dolor del arrepentimiento de haber cruzado mapas para morir tan lejos y tan solo.
En la inmensidad del desierto el calor es más fuerte y la muerte llega con sus vestidos rendados, con brillos fosforescentes y se sienta a mirar a los ojos que saltan y a las lenguas que se oscurecen de tanta sed. La muerte agradece a los coyotes por tantos abandonados, hombres-mujeres-niños que no sabían que las fronteras son heridas abiertas y cada paso adelante, una cicatriz.