Carlos Battaglini
¿Sirve de algo encestar un triple si quieres escribir? ¿Tiene algún sentido haber metido un gol por la escuadra a la hora de teclear una historia? Pues bien, la temática de las obras literarias (ya en español ya en cualquier otro idioma) rebelan un aparente acuerdo tácito entre la comunidad escribiente consistente en el descarte del deporte por defecto como asunto central de una obra. Deben sospechar la mayoría de ellos (consciente o inconscientemente) de la existencia de una norma tan sutil como vinculante que los obliga a evitar en todo momento la cuestión deportiva.
La explicación es tan lógica como variada. En lo que a lógica refiere nos encontramos con aquellos escritores que no han hecho deporte nunca sencillamente porque no les gusta, experimentando por tanto un rechazo natural al mismo. Entre las elucidaciones más variadas, confusas, la inspiración sociológica nos podría confesar que un escritor cree que nunca debe hablar de deporte o al menos hacerlo puntualmente si quiere ser considerado un auténtico intelectual.
Por eso el deporte, el fútbol, el baloncesto siempre aparece de manera esporádica, marginal en los artículos de la inteligentsia española, latinoamericana y también global. Yo mismo he solido tratar el ejercicio físico, los deportes con un cierto desdén pensando que de esa forma cumplía con las normas literarias.
Caía y caigo sí, en ese rumor ininteligible que insinúa que la novela, el relato, la poesía o un ensayo son los únicos bisturíes que pueden escarbar en los asuntos cotidianos. El deporte se deja pues para los periodistas deportivos, aun para la prensa amarilla.
Se trata sin duda de un craso error porque los que escribimos olvidamos o ignoramos que el deporte es un semillero de vida tan rico como otros. Sensaciones como la euforia, la variabilidad del ego, la zozobra de la autoestima, el esfuerzo, el compañerismo, el egoísmo, la traición, la envidia, la alegría o el enamoramiento planean a diario sobre una cancha de parqué, alrededor de un campo de césped, dentro de un gimnasio o en una pista de hielo. Ya decía Albert Camus que había aprendido sobre la moral con el fútbol. Es el deporte por tanto un surtidor claro y acreditado del factor humano y por ende una necesaria fuente de inspiración literaria que a día de hoy busca su reflejo consolidado.
Pero el deporte no solo sirve para contar historias, para irradiar la vida del día a día, también es un utilísimo maestro: si uno está despierto le revela una importante cantidad de secretos. Por ejemplo, si uno aplica la lógica del deporte, pongamos la del baloncesto (deporte que practiqué durante muchos años) a la de la literatura, a buen seguro que obtendrá valiosas pistas. Un mundo tan disperso como el de las letras, más confuso aún por la presencia de las histriónicas redes sociales que nos presenta a diario a toda una serie de escritores, libros y gente a los que uno muchas veces no sabe dónde situar.
Surgen pues una serie de cuestiones, ¿quién es aquí el buen escritor? O lo que es lo mismo, ¿quién juega en la NBA? ¿quién juega en la ACB? ¿quién lo hace en la liga EBA? ¿quién practica en el patio de su casa? Atentos: resultados esclarecedores sobrevendrán al resolver la ecuación literatura-baloncesto. Veremos así por ejemplo como un escritor puede ser muy activo en internet pero un auténtico indocumentado para las verdaderas catedrales de la certificación literaria: léase las grandes editoriales o los grandes medios de comunicación, he ahí el patrón, el podio (guste o no) No es Facebook o Twitter.
Es cierto que hay una importante cantidad de escritores o “intelectuales” que ocupan unas tribunas privilegiadas sin que su pluma sea ni muchos menos deslumbrante, como también es verdad que pululan por ahí un importante número de escritores interesantes que parecen haber firmado un contrato de por vida con el silencio, como también es innegable que la demanda rebasa a la oferta. Sea como fuere, no hay ninguna duda de que haber seguido el deporte le ayuda a uno a entender y a ver mejor el mapa literario.
Pero una cosa es seguir un deporte y otra practicarlo. ¿De qué sirve jugar o haber jugado al baloncesto o al fútbol a la hora de escribir? De mucho si de nuevo uno sabe observar e interpretar.
Si sabes quién es Michael Jordan podrás llegar a la conclusión de que el 23 de los Bulls fue tan superior no solo porque hacía las cosas bien (seguía al pie de la letra los conceptos baloncestísticos) sino también porque su sabiduría (muchas lecturas, muchos entrenamientos) le permitía quebrantar los cánones del juego. Es decir, en lugar de meter dos puntos con una simple bandeja Jordan prefería en muchas ocasiones una filigrana que lo mantenía suspendido en el aire durante varios segundos antes de anotar los dos puntos. En realidad Jordan era un poeta de los buenos: con ese tipo de canastas imposibles escribía poemas distintos cada noche.Nunca se cansaba de explorar los acertijos de la incertidumbre. Se inventaba.
Lo mismo ocurre en literatura. Se puede estar escribiendo siempre el mismo cuento, la misma novela o lo que es igual: se puede hacer siempre el mismo movimiento baloncestístico (penetrar siempre por el mismo lado, no moverse) con unas consecuencias nefandas para dicha obra que llevará al aburrimiento o para ese movimiento telegrafiado que conducirá al tapón. Debe por tanto el escritor que se precie, debe el baloncestista que se precie (debe la cocinera que se precie…) armarse de una pléyade de recursos que lo hagan imprevisible, que le doten de nuevos registros y de la capacidad de intentar nuevos movimientos a la hora de enfrentarse a la hoja en blanco, a la canasta.
Debe también saber el escritor, el baloncestista que no debe abusar de la filigrana, de la innovación mal entendida so pena de alejarse irremediablemente del lector, ergo pasarse un partido entero intentando meter canastas espectaculares cuando el partido no lo demanda. En la combinación y el término medio se encuentra la virtud.
¿Y a ti lector? ¿Te ha servido el deporte a la hora de escribir?