Carlos Battaglini
A pesar de que está auto clasificada como novela, resulta difícil considerar a Sin nombre, como la muerte como una novela “al uso”. Evidentemente, sería imposible adoptar una posición absoluta respecto a las características únicas del género novelesco. No llegaríamos a un acuerdo, pero es cierto que a pesar de la imprecisión de sus rasgos, el lector medio se ha acostumbrado a un texto de unas doscientas páginas compuesta de un planteamiento, un nudo y un desenlace cuando de la novela se trata. Más o menos.
Sin embargo, Sin nombre, como la muerte, va por otro camino. Es otra cosa. Si la aceptamos como novela (no tiene por qué no ser admitida como tal si reconocemos la flexibilidad e indefinición del género) tal vez Unamuno la calificaría como ‘nivola’, es decir una obra particular y muy propia del autor.
En efecto, estamos ante una obra que parece llevarnos a través de unos poemas que no llegan a ser del todo poemas, unos poemas que se metamorfosean en una prosa dispersa, lírica y fragmentada y a veces hasta filosófica, que nos va conduciendo a través del desgarro y un cierto existencialismo por un túnel que quizás carezca de luz al final.
La idea es tan sencilla como trágica: un padre pierde a su hijo. El padre conduce por toda Buenos Aires, pero le cuesta enterrar a su hijo porque no quiere “perderlo”. Esa es la historia. Una historia que motivada por la pérdida del hijo, provoca en el protagonista la explosión de un camino repleto de minas de dolor.
Dolor y más dolor van desgranando las diferentes páginas de la novela, salpicándola con obsesiones que han inquietado siempre al ser humano como el tiempo, el recuerdo, el olvido, la renuncia a la vida, la felicidad, la eternidad, los sueños, el miedo, la imposibilidad de salvarse… Es así, como la obra está siempre marcada por un marco trágico, donde domina el pesimismo de un padre que ha renunciado a todo mientras se pregunta todo.
Junto al padre, o lejos del padre, encontramos a su mujer con la que vive una relación muy tensa marcada por una incompatibilidad entre dos mundos. Apenas hay personajes en el libro, lo que hace aumentar el brillo de los pocos que pululan por sus páginas, como el gato Pascal, el cual puede mirar como un perro a través de las ventanas.
Ocurre algo parecido con el paisaje. Como un cuadro de Goya o como el Raskolnikov de Dostoyevski, Sin nombre, como la muerte se centra en el hombre, en el individuo, antes que en el minimalista paisaje, lo que hace que éste se vea claro y grande las pocas veces que se nombra, agradecido del adjetivo y la descripción justa. Se ve Buenos Aires, brilla el semáforo. Es clara por tanto la intención introspectiva del autor, la prioridad de lo humano por encima de los alrededores.
A pesar de tanta tragedia, la novela también contiene ciertos trazos de ternura, acercamiento y reconciliación con uno mismo, lo que la hace muy humana, bastante real. Es importante poner de relieve también la capacidad retórica de Isnardi.
En este sentido, el escritor argentino consigue rellenar páginas y páginas alrededor de un único tema que aunque se multiplica como una bomba racimo en cientos de sugerencias (la mayoría desoladoras, pero acariciadas de estética) vive bajo el yugo de la hegemonía de un único tema visible: la muerte del hijo.
Por último, decir que me llamó la particular organización de las páginas de esta particular novela. Así, uno se encuentra con bastantes páginas en blanco, acompañadas al final de algunos capítulos con notas al margen, como por ejemplo la 01 que empieza con un “Soñé que te soñaba y así me alejé de vos dos veces”… y demás bellos componentes poéticos que van nevando sobre la obra.