No country for old men, traducida como “sin lugar para los débiles”, es un largometraje de 2007, en cuya trama, bastante criticada por cierto, subyace, a mi juicio, un tema esencial, la implacable dinámica de competencia que subyace a toda forma de organización de la vida humana y animal en contextos de escasez, llevándose por delante a los menos dotados. Es una realidad cruel pero indiscutible pues, aunque suene políticamente incorrecto, negar que unos sean más aptos o mejores que otros para determinadas tareas o actividades resultaría poco menos que ingenuo.
Es, sin duda, un tema que radicaliza posicionamientos ideológicos, básicamente relacionados con la asignación y distribución de los recursos, pivotando entre socialismos y liberalismos. En este orden de ideas, la necesidad de nivelar las desigualdades emergentes de la competencia, en la medida de lo posible, es por demás evidente, de eso ni duda cabe, aplicando acciones de afirmación en favor de los menos favorecidos (igualdad material y de derechos), y no por razones filantrópicas o buenistas, sino por el simple hecho de que todo constructo societal requiere de los equilibrios mínimos que permitan su mantenimiento, siempre bajo un complejo sistema de tensiones e intereses contrapuestos.
Eso es lo que justifica la aplicación de mecanismos redistributivos y de solidaridad que apuntan hacia la media, es decir, hacia un balance intermedio entre pobreza moderada y riqueza controlada, evitando así el crecimiento de brechas socioeconómicas que impliquen riesgos desintegrativos, medidas necesarias pero que mal enfocadas pueden degenerar en situaciones de mediocridad extendida, pues no es menos evidente que el desarrollo y los avances en todos los ámbitos del quehacer humano son producidos por quienes sin ser necesariamente “especiales”, adoptan una actitud distinta al resto, pugnando por salir de ese espacio intermedio de confort con el que se conforma la mayoría, mereciendo por ello la atención estatal. No es suficiente con pensar que ellos son los “aptos” y en tal virtud no requieren de incentivo alguno. Eso solo quiebra las iniciativas e incita a retornar al espacio de confort. A la mediocridad del medio.
Esto se visualiza en todos los ámbitos de la vida social, pero tomemos como un esclarecedor ejemplo el que se produce en las aulas universitarias, donde no es extraño encontrar al menos dos tipos de estudiantes, unos centrados en el mínimo esfuerzo académico y abocados más hacia los aspectos lúdicos de la vida universitaria, lo que no está mal siempre que sea en la dosis justa (entradas folclóricas, campeonatos deportivos, encuentros estudiantiles, fiestas, política universitaria, etc.), y otros, los menos claro, realmente interesados en volcar su mayor esfuerzo hacia la formación, el conocimiento y la investigación. Ambos importantes, por supuesto, pues las sociedades precisan tanto de profesionales de rango medio, con el conocimiento aplicativo suficiente para desarrollar un determinado trabajo (los más), como también de profesionales altamente especializados, aptos para la investigación y la generación de conocimiento nuevo (los menos).
Pero esta realidad no se ve reflejada en la asignación de los muy escasos recursos universitarios, pues los primeros reciben por lo general los mayores beneficios al sintonizar con un sistema que ya desde la idea del co-gobierno docente estudiantil se hace proclive a lo “popular”, lo masivo, pues ello representa votos y apoyos, lo que hace que se prioricen aspectos ajenos a lo estrictamente científico y se reduzcan la exigencias académicas, disminuyendo con ello la calidad del producto final. No es así extraño que proliferen las segundas instancias, los cursos de verano e invierno, las cátedras paralelas, las múltiples y cada vez más cómodas modalidades de graduación, además de los famosos programas de antiguos egresados. Y ojo, que las sobrevaluadas “graduaciones por excelencia” no aportan mucho, sino todo lo contrario, pues privan al egresado destacado de una edificante experiencia investigativa: la tesis.
Al final, los desplazados del sistema resultan ser los segundos, sí, los alumnos que lejos de ser “superdotados”, son los más interesados en aprender, esos pocos para quienes las notas altas no son suficientes y que están dispuestos a invertir su tiempo y esfuerzo en ir a por más, para, a esos pocos, que son la verdadera simiente del desarrollo del país, los perdemos, ahogándolos en la indiferencia, restregándoles el rostro con una realidad en la que el mérito no vale nada y destacar en lo académico no tiene rédito ni sentido real, que la máxima aspiración no es aprender más, investigar, publicar y debatir. Parece que no nos cansáramos de repetirles que vivimos en un ambiente en el que el título no es más que un documento habilitante para ingresar a un mundo en el que tranza, la militancia política y ciertas “habilidades sociales” son la clave para la prosperidad y el reconocimiento.
¿Y cuál es la incidencia del profesor universitario en esta realidad? Pues escasa, ya que la masificación de las aulas, la dedicación a tiempo parcial y sin titularidad, además de la carestía de recursos materiales y tiempo, hacen de la docencia una ocupación poco atractiva, dando como resultado, primero, que no siempre los mejor calificados opten por la enseñanza y, segundo, que los pocos competentes que ingresan al sistema, se ven por lo general obligados a compartir su tiempo con otras actividades para llenar sus necesidades alimenticias, cayendo también, aún sin intención, en la lógica del mínimo esfuerzo.
En este contexto de valores invertidos, los más aptos y laboriosos se convierten en los hechos en los más débiles, en los menos favorecidos por un sistema que los posterga e incluso aplasta, sacrificando y acaso ridiculizando sus iniciativas e impulsos frente al interés de las grandes masas de rasero medio. Así, un país que opte por no apoyar a sus “mejores” rompe con una de sus simientes más importantes para promover cambios duraderos, suicidándose lentamente. De ahí el título de esta columna.
El autor es doctor en Gobierno y administración pública