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Silvio en el Zócalo

El viernes 10 de junio el Zócalo de la Ciudad de México se llenó con aproximadamente cien mil almas. ¿Quién puede convocar a tanta gente? Silvio Rodríguez. Durante toda la semana estuvo dando conciertos en el Auditorio Nacional con lleno total -a precios de oro-, y cuando anunció la fecha en que lo haría en el centro del país, y encima gratis, no dudé en bloquear mi agenda.

La primera vez que escuché a Silvio fue por los setenta, en discos de vinilo y casetes. Vibraba con cada una de sus melodías que mi tío se encargaba de compartirme. Fue en 1983 cuando pude verlo en un concierto en La Paz. Era un momento especial, recién se había recuperado la democracia y su presencia era un soplo de esperanza. Se abría un nuevo horizonte político que nos hermanaba con gente de muchos lugares del continente. Cuba y su canción eran una referencia.

Muchas veces me he preguntado dónde está la magia de Silvio. Me da la impresión que su éxito responde al menos a tres razones. Por un lado, es un ícono de la Revolución Cubana y muchos lo escuchan como a un profeta, para reforzar su posición en el campo ideológico; vale, es de los pocos que, como dice un amigo, hasta cuando es panfletario no pierde la elegancia.

Por otro lado, aún en el marco del discurso doctrinario cubano, ha sabido abrir pliegos sutiles que van más allá de la retórica oficial. Recuerdo una canción en la que dice “hoy mi deber era cantarle a la patria… pero tú me faltas”. Con ingenio pone en la discusión sentimiento pequeñoburgués ampliamente criticado por los guerreros amantes de la selva que pregonaban que nada por encima de la revolución, sin caer en la cursilería que también es reprobada en una de sus letras.

Finalmente, tiene una serie de canciones que se abstraen de cualquier contexto y adquieren una dimensión universal. ¿Qué es exactamente el Unicornio Azul? ¿Ojalá qué? Recuerdo alguna discusión años atrás: varios amigos interpretaban el Unicornio de manera exactamente opuesta. La indefinición y adaptación libre es su fuerza.

Es asombroso el éxito de Silvio transnacional y transgeneracional. En la enorme plancha del Zócalo, estaban varios de mis estudiantes de licenciatura de la UNAM que no tienen más de 24 años, y de ahí para arriba. El septuagenario cantante conmueve a grupos etarios distintos que quizás comparten pocas cosas aparte de su canción; y más: es de los pocos compositores tan conocidos que nunca -o casi nunca- se escuchan en la radio.

El concierto de aquel viernes estuvo extraño. Ver al mito hecho carne es simplemente mágico; escuchar miles de personas coreando Ojalá es impresionante, conmovedor. Eso no le quita que su capacidad interpretativa está notoriamente disminuida, casi no cantaba, la claridad y precisión que caracterizó siempre su voz ahora estaba opaca, y cambiaba los tonos de sus propias canciones porque ya no llegaba a las notas altas. Además, invitó a una pariente de Vicente Feliu al escenario, y cuando la escuchamos, quedó claro que el talento no se hereda; la chica simplemente no sabe cantar.

También tuve cierta suspicacia cuando dedicó su canción “El necio” a López Obrador. A ratos da la impresión que una parte de la izquierda latinoamericana -la que yo llamo la izquierda de Estado, la que le gusta, disfruta y aprovecha del poder- miró a un lado frente a las atrocidades de lo que suceden en Venezuela, a la represión de Nicaragua, al fraude de Evo y su afán obsesivo por mandar. Prefirió evitar los datos incómodos, ocultar el muerto en el ropero y construir un relato pontifical que todavía funcione como si no hubieran pasado décadas de ejercicio de gobiernos abusivos y antidemocráticos en distintos lugares con lemas llenos de miel y dogma. Silvio no escapa de esa prisión, pero es otro tema.

El caso es que pasé unas horas inolvidables que ni la lluvia ni el frío pudieron impedir. Silvio es un maestro de la palabra hecha canción. Mis respetos.

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