Roberto Navia Gabriel
Están escribiendo historias. Están eternizando el mundo con ojos de narradores de buena madera. Lo están haciendo bajo la coraza de sus viviendas, ahuyentando a la sombra macabra de la pandemia. Escriben para no olvidar, para encontrar un sabio momento, para inmortalizar una trama nacida en el vaivén incrédulo de la vida cotidiana, para alivianar el tedio de los días enclaustrados bajo siete llaves, para usted, para mí, para nosotros. Para descubrirse como talentos, para consolidarse. Para que entre todos nos distraigamos, nos acompañemos. La gente está escribiendo. Y eso, hay que celebrarlo, disfrutarlo, dejarlo que haga su vida por el ciberespacio y que toque las puertas de las casas cerradas de este mundo.
Están leyendo. Quizá, como nunca. En papel y en la pantalla. Reportajes y noticias, novelas y cuentos. Y aunque ahora cueste identificar: ficción y realidad. La gente está desempolvando los libros de los abuelos, de los padres olvidados. Están leyendo a Albert Camus, a José Saramago, a Víctor Hugo, a Daniel Defoe, a Giovanni Boccaccio. Quizá en algunos de ellos está revelada la respuesta para vencer a la peste que tiene a la humanidad durmiendo a medias.
Están viendo por otras ventanas. Por las de la televisión, de las computadoras y de los teléfonos. Películas y series y documentales. En la cama, en el sofá, en la hamaca. Muchas empresas han abierto sus compuertas y hecho saber que mientras el virus esté suelto, ponen a disponible parte de sus catálogos a costo cero. Solo hace falta levantar la mano para cazar una gran historia, para verla, para contarla, para escribirla, para soltarla.
