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Ser significa amar: de Gabriel Marcel a Emmanuel Mounier

Rafael Narbona

La existencia solo adquiere espesor y sentido cuando se pone al servicio de los otros.

¿Se puede afirmar que la posmodernidad es la filosofía de nuestro tiempo? Creo que sí, pues aunque muchas personas no conozcan sus principales tesis, han asumido inconscientemente su visión del mundo. El relativismo, el nihilismo, el individualismo y el materialismo se han impuesto en la mentalidad colectiva, creando una sociedad insatisfecha, insolidaria, atomizada y atemorizada. Esos rasgos conviven con un existencialismo primario: el ser humano es un mero producto de la evolución, una criatura finita arrojada a un universo carente de sentido, una pasión inútil que soporta una angustia insuperable ante el espectáculo de un cosmos hostil y sin finalidad. No hay que esperar nada de los otros, pues los otros -según Jean-Paul Sartre- son el infierno: “Cada uno de nosotros es un verdugo para los demás”.

Ante ese panorama, la tentación del suicidio es inevitable. Si nuestra existencia es un reflejo del castigo de Sísifo, condenado a repetir sin descanso una rutina inútil, ¿quitarse la vida no constituiría la única liberación posible, un acto de libertad que al menos salvaría nuestra dignidad? Albert Camus resuelve este dilema con un argumento de Pascal: saber que somos frágiles restituye nuestra dignidad, pues la mera conciencia del absurdo de la vida, nos sitúa en la cúspide del ser. Vivir, pues, es una elección heroica, pero inevitablemente trágica, pues esa decisión no nos eximirá de nuestro destino fatal.

Frente al pesimismo ontológico de Sartre y Camus, Gabriel Marcel desarrolla un existencialismo místico que plantea la superación de la exégesis del ser como un conjunto de hechos verificables mediante la constatación de eventos como el amor, la fidelidad o la esperanza. Ninguna de esas vivencias puede explicarse en términos puramente materiales. La verificación empírica se revela inútil para comprender los aspectos más valiosos de la vida. La ciencia ha degradado el mundo en un simple taller de trabajo donde no hay lugar para el misterio, la alegría creadora o el amor gratuito. En ese paisaje, el deseo de poseer ha remplazado al anhelo de compartir. Ya no se aspira a ser, sino a tener, sin comprender que la ambición material nos convierte en siervos de nuestras posesiones, tristes baratijas que nos esclavizan de forma tan perversa como inadvertida. Gabriel Marcel define su pensamiento como “neosocratismo” y postula una apertura espiritual que libere al ser humano de la mirada cosificadora del materialismo.

Emmanuel Mounier también invoca la herencia socrática. Nacido en 1905 en Grenoble, una ciudad del suroeste de Francia, en el seno de una familia de orígenes campesinos, a Mounier no le agradaba la palabra “intelectual”. Prefería definirse como “un montañés” enemistado con la afectación académica y la ampulosidad burguesa. Siempre tuvo muy presente que sus cuatro abuelos se levantaban a las tres de la mañana para cultivar la tierra y volvían a casa con los zapatos embarrados. Mounier comenzó a estudiar filosofía en su ciudad natal con Jacques Chevalier, discípulo de Henri Bergson. Completó sus estudios en La Soborna de París y en 1928 obtuvo el segundo puesto en el examen de habilitación para la docencia. El primer lugar lo ocupó Raymond Aron. Después de dar clases en liceos y colegios, fundó la revista Esprit en 1932, dejando de lado la docencia para consagrarse a la tarea de escritor comprometido.

Amigo de Gabriel Marcel y Jacques Maritain, en 1935 publica su primer libro, Revolución personalista y comunitaria, una recopilación de artículos. Contrae matrimonio con Paulette Leclercq y tiene tres hijas. Una de ellas, Françoise, enferma gravemente poco después de ser vacunada contra la viruela. El filósofo afronta la situación desde la fe, afirmando que su hija es un “pequeño Cristo”, una pequeña forma sagrada, una inmensidad de misterio de amor. En su correspondencia con Paulette, describe el amor como una experiencia espiritual “que no conoce ni hombre, ni mujer, ni medida, sino el de las personas unidas en la caridad de Dios” y que no es otra cosa que “echar la vida de uno en brazos del otro, hasta la carne de su alma y esta carne de sus días que ya no tienen precio para uno fuera de la transfiguración que trae a ellos el Otro”. Cuando el amor se vive de este modo, “la voluntad de Dios pasa en adelante por aquel a quien se ama”.

En 1939, el ejército moviliza a Mounier para luchar contra el invasor alemán. En ese momento, se hallaba en Bruselas, impartiendo clases en un liceo. Apresado por los nazis, recupera la libertad al cabo de pocos meses y, no sin muchas dificultades, vuelve a publicar la revista Espritentre 1940 y 1941. No tarda en enfrentarse al gobierno de Petain y su beligerancia le cuesta ser encarcelado. Se prohíbe la publicación de Esprit y, aunque Mounier es liberado, regresa enseguida a la cárcel, acusado de ser uno de los principales instigadores del movimiento clandestino de resistencia Combat. Inicia una huelga de hambre y un tribunal lo absuelve de los cargos de conspiración e insurgencia, pero al recuperar la libertad adopta un nombre falso y se incorpora de nuevo a la resistencia. Después de la liberación de Francia, reaparece Esprit y Mounier publicar varios ensayos, como Introducción a los existencialismos o ¿Qué es el personalismo? Aunque fallece en 1950 con solo cuarenta y cuatro años a causa de un infarto agudo de miocardio, aún tiene tiempo de pronunciarse en contra del colonialismo y a favor de la independencia de los pueblos sometidos al yugo europeo.

El personalismo de Mounier surge como un esfuerzo para superar la crisis de la civilización europea en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Las ciencias naturales han reducido la condición humana a biología, obviando su dimensión espiritual. Ignoran que la peculiaridad de nuestra especie reside en su capacidad de elegir libremente una vocación y realizarla en comunión con sus semejantes. El personalismo no pretende huir de la vida sensible, sino transfigurarla mediante el compromiso. La existencia solo adquiere espesor y sentido cuando se pone al servicio de los otros. La vida es una búsqueda ininterrumpida de nuestro centro, pero esa búsqueda no nos lleva al aislamiento, sino a la comunicación y el diálogo. Existir significa coexistir y, al coexistir, se abren las puertas de la comprensión. Dejamos de ser individuos para transformarnos en personas y las personas siempre buscan el encuentro. “La experiencia personal originaria es la experiencia del tú -escribe Mounier-. El acto de amor es la certidumbre más firme del hombre, el irrefutable cogito existencial: amo y, por lo tanto, el ser es y la vida merece ser vivida”.

El capitalismo es una estructura económica que no atiende a las necesidades fundamentales de la persona, abocándola al desamparo, la angustia y el desarraigo. La avaricia, la desigualdad y el consumismo compulsivo deshumanizan, degradando a la persona a la condición de individuo abstracto y desligado de sus semejantes. El capitalismo nos hace creer que las otras personas nos limitan, ocultando que en realidad son las que nos permiten ser y crecer. “Ser significa amar”, advierte Mounier. “Yo existo únicamente en la medida en que existo para los otros”.

Mounier suscribe el análisis crítico del marxismo, pero repudia las alternativas que propone por su carácter deshumanizador y totalitario. Las ideas de Marx se mueven en una línea similar al capitalismo: exaltan el primado de la materia sobre el espíritu, concentran el poder económico y político en manos de una elite, subordinan a la persona a un colectivismo sin rostro. Al negar la trascendencia, el marxismo anula la vida interior del ser humano, rebajado a simple pieza del engranaje histórico. Su concepto de la sociedad se funda en un consenso gestado por el egoísmo práctico y no por la comunión solidaria con los otros. La determinación de ser copartícipes del dolor y la alegría ajenas quizás nunca se plasme en la historia, pero es un ideal regulador que puede impulsar cambios sociales y políticos.

Defensor de los derechos de la mujer, firme opositor de cualquier forma de racismo o xenofobia y de una escuela comprometida con los valores democráticos, Mounier abogaba por un socialismo democrático y renovado que acabara con la desigualdad y la explotación mediante el primado del trabajo sobre el capital. El poder del Estado siempre debería estar limitado. Solo la descentralización, la división de poderes y la libertad de expresión podrían garantizar que las instituciones no se utilizaran para consolidar privilegios injustos y reprimir la disidencia.

Lejos de planteamientos ingenuos, Mounier opta por un “optimismo trágico” que cree en el triunfo final de la justicia, pero que no ignora el enorme poder de los enemigos de la libertad y la solidaridad. La destrucción de los viejos ídolos que oprimen al hombre siempre estará expuesta a la aparición de nuevos fetiches, como la divinización de lo material y contingente. Un personalista jamás se resignará a la injusticia de la muerte. Frente a la finitud, que no ofrece un mañana a las víctimas ni garantiza la perduración de lo bello y bueno, siempre postulará la utopía del reino de Dios, donde ya no habrá servidumbres ni límites.

En una carta escrita durante sus estudios universitarios y dirigida a Jean Guitton, Mounier manifestó: “Tengo una idea muy nítida, sí, del sentido de mi vida. Entiéndelo como un impulso y una luz, más que como una dirección trazada […] Quiero recibir y dar, eso es todo”. Mounier dio mucho y quizás recibió poco, especialmente de la posteridad, que casi le ha olvidado, pero su filosofía no ha perdido su condición de impulso utópico. Cuando nos dice que “ser significa amar” algo se remueve en nuestro interior, recordándonos que nos hacemos humanos al crear vínculos con el otro. La naturaleza nos limita, pero la persona nos expande. Existir para los demás, apunta Mounier, es la única forma verdaderamente humana de vivir.

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