Rafael Narbona
Se preguntaba si iba moriría atrapado en la grieta en la que había caído. Juan sabía que no era sensato hacer senderismo solo, pero le agradaba adentrarse en la naturaleza sin más compañía que un libro, algo de fruta y una botella de agua mineral. La Sierra Norte de Guadalajara era muy hermosa: hayedos, encinares, arroyos, rocas de pizarra. Cuando las hojas rojas de las hayas alfombraban el suelo, la tierra parecía palpitar como un ser vivo. Desde el interior de un hayedo, el cielo solo era una franja remota, pero su luz siempre recordaba que había un infinito abierto en las alturas. La Sierra Norte de Guadalajara no era un paisaje accidentado ni peligroso, pero al pisar una peña húmeda perdió el equilibrio y desapareció por una grieta. Cayó cuatro o cinco metros, golpeándose fuertemente en el tobillo. Había intentado varias veces salir de allí, pero no podía subir por las paredes, húmedas y lisas. En una ocasión, había logrado subir casi hasta arriba, pero había vuelto a resbalar y el tobillo había impactado contra el fondo de nuevo, crujiendo como una astilla. Cuando lo apoyó tímidamente, el dolor le mareó, provocándole náuseas. Gritó con todas sus fuerzas, pidiendo ayuda, pero había pasado bastante tiempo y nadie había respondido. Buscó el móvil de arriba abajo, explorando todas sus prendas, pero todo indicaba que había rodado hacia un lugar desconocido. Dentro de un par de horas anochecería y bajarían las temperaturas. Aunque iba bien abrigado, podría sufrir una hipotermia y, con un hueso roto, quizás una embolia. No sería la primera vez. A los dieciocho años, se fracturó la tibia y el peroné, realizando escalada deportiva en el Pontón de la Oliva. Poco después, tuvo una embolia pulmonar. Cuando pasó, se encontraba en un hospital. Ahora, sin ayuda médica, podría suceder una desgracia. Morir de una forma tan estúpida le parecía un escarnio. Todo el mundo debería despedirse de la vida con cierta dignidad, rodeado de sus seres queridos y con algo de consuelo.
Valverde de los Arroyos, Guadalajara.
Nunca le había contado a nadie que la lectura de San Manuel Bueno, mártir fue el último peldaño de su vocación como sacerdote. Llevaba varios meses dudando, incapaz de tomar una decisión, cuando el padre Urquiza le recomendó la novela de Unamuno. Hospitalizado en la Paz, el cura le visitó varias veces, preguntándole si podía ayudarle de alguna manera. Juan le agradeció el gesto y le invitó a quedarse un rato para charlar, lo cual agradó mucho al sacerdote, pues muchas veces se topaba con actitudes de rechazo. Juan buscaba algo. No sabía qué, pero su insatisfacción había crecido de una forma intolerable en el último año, exigiéndole un cambio de rumbo. La muerte de Borja conduciendo un coche robado le había provocado una crisis personal. Un doloroso sentimiento de vacío le había colocado al borde de la depresión, exigiéndole dar un golpe de timón. Sabía que la genética jugaba en su contra. Su madre llevaba años hundida en la tristeza, bebiendo tragos de ginebra a escondidas para aliviar su dolor, pero lo cierto es que él no se parecía a Borja. No era impulsivo ni irreflexivo. Se lo cuestionaba todo y necesitaba sentir que iba hacia algún sitio. No podía soportar la impresión de ser una hoja arrastrada por el viento.
-Cómo te calientas la cabeza, macho –le decía a menudo Borja-. Yo no podría vivir así.
-Cada uno es como es. Yo creo que eso no se elige.
Borja era un amigo del barrio. Habían pasado juntos varios cursos. Alto, delgado, pelirrojo y con unos ojos azules henchidos de malicia, nunca desperdiciaba la oportunidad de molestar a los profesores. Solía sentarse en la primera mesa para crear situaciones incómodas. Hacía ruiditos con la boca, miraba fijamente al profesor, apenas se daba la vuelta pegaba un chicle en su mesa o le quitaba la botella de agua, escondiéndola bajo su silla. Algunos profesores se encaraban con él, pero ninguno con mucha determinación. Casi todos le tenían miedo, especialmente doña Julia, la profesora de historia, una mujer diminuta que había sido monja. Tímida, amable e insegura, su voz era un hilo que apenas lograba abrirse paso entre el barullo reinante en sus clases. A Juan le gustaban sus clases. Siempre sacaba buenas notas y si se cruzaba con ella en el pasillo o el vestíbulo, la saludaba con amabilidad. Ella respondía con un gesto imperceptible. No sabía si por miedo o por guardar las distancias.
-¡Qué pelota eres! –exclamaba Borja.
-Déjala en paz –contestaba Juan-. No es una mala mujer. Suspende muy poco.
-A mí me pone ceros.
-Le entregas los exámenes en blanco. ¿Qué esperas?
-Hablas como ellos, joder. Son el enemigo y al enemigo ni agua.
Borja se burlaba del aspecto de doña Julia, diciendo que parecía una seta cruzada con Mary Poppins. Bajita, gruesa, con unas gafas enormes y el pelo abombado, caminaba por los pasillos con pasos diminutos, como si aún se encontrara en el claustro de un convento. Sus manos, pequeñas, infantiles, sostenían los libros con la vacilación del que soporta un peso desmedido. Parecía que echaba de menos sus años de monja, cuando el contacto con el mundo era menos intenso y no tenía que enfrentarse con jóvenes sin ningún interés por aprender. Borja advirtió su debilidad desde el primer día y desplegó todos sus recursos para destruirla. No le quitaba el sueño suspender su asignatura. Tenía casi dieciséis años y arrastraba veinte asignaturas suspensas. Era su último año. Se marcharía con un simple certificado de escolaridad. No tenía nada que perder. Ya había sufrido varias expulsiones temporales. Si le echaban definitivamente, aprovecharía para dar un corte de mangas al instituto. En dos meses, cumpliría los dieciséis y no tendría la obligación legal de seguir calentando la silla. Así que podía aplicarse a fondo con doña Julia. Mientras hablaba con su voz frágil y leve como el susurro de una niña enferma, hacía pedorretas y sacaba la lengua. El sonido intermitente cursaba con una lluvia de saliva que alcanzaba la mesa de la profesora. Incapaz de limpiarla, doña Julia bajaba la mirada, buscando una huida imposible. Desde hacía mucho tiempo, no usaba la pizarra, pues sabía que dar la espalda a la clase implicaba un riesgo tan grande como pasear por un espigón en mitad de un huracán con altas y feroces olas dispuestas a tragarse al primer incauto. De espaldas, el profesor era especialmente vulnerable. Podían escupirle y no darse cuenta. O arrojarle una moneda, golpeándole en la cabeza. Le habían sucedido ambas cosas. No era el único peligro. En muchas ocasiones, habían colocado el borrador en el filo superior de la pizarra, sabiendo que era una altura inaccesible para ella. Las tizas desaparecían enseguida. Solo quedaban restos que se escurrían de los dedos cuando intentabas escribir. Todas esas calamidades hicieron que doña Julia decidiera prescindir de la pizarra. Detrás de su mesa, se sentía más segura, como si ocupara una trinchera o un búnker. Al menos había una barrera que la mantenía separada del enemigo.
Borja disfrutaba contemplándola sufrir. Si sus ojos se humedecían y las lágrimas parecían inminentes, experimentaba la euforia del cazador furtivo que se acerca a un conejo atrapado por un lazo. Aterrorizado, el animal lucha por huir, pero sabe que se acerca su final. Sus chillidos son música celestial para el hombre que se dispone a desnucarlo con un enérgico golpe. En varias ocasiones, había estado a punto de lograr que doña Julia llorara, pero siempre se quedaba a las puertas. Por pudor, la profesora se contenía, mordiéndose los labios o fingiendo luchar contra un minúsculo cuerpo extraño alojado en sus ojos. Borja obtuvo el éxito que anhelaba un día en que se acercó a la mesa con el libro de texto, simulando el propósito de hacer una pregunta. Alarmada, doña Julia esbozó una sonrisa, preparándose para una catástrofe. Esperaba una impertinencia o una pregunta maliciosa, como cuando Borja le preguntó por qué había tantos chinos en China y ella no supo contestar, pero no podía pensar que esta vez le enseñaría unos genitales masculinos dibujados a doble página, una imagen obscena y repugnante que le golpeó como si fuera un puñetazo. Humillada y con sensación de desamparo, hundió el rostro en las manos y se echó a llorar. La provocación le costó a Borja la expulsión del instituto, pero consideró que era un precio insignificante. Su madre le echó la bronca sin mucha convicción, pues su principal preocupación era la relación con su nuevo novio, al que había conocido hacía pocas semanas. Siempre en busca del amor de su vida, su hijo solo le causaba problemas y su ex marido, funcionario de prisiones, se encogía de hombros, afirmando que ya se había resignado a que Borja acabara entre rejas. «Es malo», repetía. «Desde niño. Acabará mal. Y no se puede hacer nada».
Juan recriminó a Borja lo que había hecho con doña Julia.
-Te has pasado, macho. No es una mala persona.
-Es una profesora. Que se joda. No lo reconocerá, pero seguro que le ha gustado. Me juego lo que sea a que no ha visto una de verdad en su vida.
A Juan no le parecían bien muchas de las cosas que hacía Borja, pero se conocían desde niños y habían compartido muchas cosas. Ambos habían nacido en el barrio de la Ventilla. Vicente, el padre de Juan, trabajaba en una gasolinera. Había conseguido un piso de protección oficial gracias a un general que le había tomado afecto durante el servicio militar. Buen tirador, el regimiento había ganado varias copas gracias a su puntería. En su pueblo, antes de ser llamado a filas, Vicente cazaba con una vieja escopeta y se había hecho famoso por su buen ojo. Con la mirada aguda y precisa de un cernícalo, casi siempre acertaba a las liebres o los conejos que se ponían a tiro. No podía permitirse el lujo de desperdiciar cartuchos. Su familia era pobre y había que aprovechar bien los recursos. No era un señorito, que caza por diversión, sino el hijo de un jornalero y en su casa solo algunos días entraba dinero. Por la noche, los vecinos se congregaban en la plaza y el manijero seleccionaba quién trabajaría al día siguiente, segando o cavando hoyos. Todos trabajaban, desde el más pequeño hasta el más viejo, y, entre todos, apenas reunían lo necesario para preparar unas migas. De niño, Vicente le tiraba de la chaqueta al manijero para llamar su atención y conseguir que lo seleccionara. A los catorce, ya cazaba con la escopeta de su abuelo. Cuando aparecía con un conejo, se celebraba por todo lo alto, pues la matanza del cerdo apenas proveía de carne unos meses. Ya en Madrid, Vicente había intentado inculcar en Juan la pasión por la caza, pero no lo había conseguido. Su hijo se aburría y cuando había que rematar una pieza sentía lástima. No podía quejarse del chaval. Sacaba buenas notas y no contestaba de mala manera si le regañaban, pero el barrio no era un buen lugar para crecer. La mayor parte de los jóvenes se metía en líos: porros, pastillas, peleas, pequeños hurtos. Y algunos pasaban a mayores, cometiendo delitos más serios, casi siempre para costear la adicción a drogas más duras, como el caballo o la coca. Borja parecía uno de los candidatos a convertirse un delincuente serio, sin otra perspectiva que la cárcel. Parecía irónico que su padre fuera funcionario de prisiones, pero hasta él se hallaba convencido de que vería a su hijo al otro lado de las rejas, cumpliendo una larga condena. Si alguien le acusaba de insensibilidad por hablar así, levantaba las cejas y decía: «Mejor eso que muerto».
Juan había participado en los actos de depredación de Borja, pero casi siempre como testigo involuntario. En una ocasión, robó una bicicleta en sus narices. Apoyada en un portal de la Castellana, se montó en ella y comenzó a pedalear. Sin pensarlo mucho, Juan se subió detrás, sentándose en el trasportín. Enseguida, comenzaron a perseguirlos, lanzándoles toda clase de insultos. Varios adolescentes y un par de adultos les decían de todo, asegurándoles que los iban a dejar para el arrastre. Hasta que llegaron a la Ventilla, Juan y Borja no pudieron respirar tranquilos. El contraste entre las casas bajas y miserables y los edificios altos y lujosos dibujaba una frontera invisible. Los niños y jóvenes de buenas familias evitaban internarse en ese lugar, pues circulaban leyendas nada tranquilizadoras sobre su peligrosidad. Los perseguidores se quedaron en el umbral de ese mundo que representaba una amenaza para su vida cómoda y despreocupada, donde no existía la escasez ni la incertidumbre. Donde se podía mirar al futuro, sin pensar que los días por venir serían ingratos, dolorosos y humillantes.
Otra vez Borja robó un radiocasete en El Corte Inglés. No disimuló. Simplemente, lo agarró y salió corriendo, pero al llegar a la salida un guardia jurado le cogió por el pecho y lo retuvo hasta que llegó la policía. Juan pudo huir, pero su sentido de la amistad le obligó a compartir el infortunio. Los ojos de Borja temblaban de rabia mientras lo acusaban de ser un maleante, pronosticándole que acabaría en la cárcel.
-Ya me lo han dicho muchas veces. No me da miedo.
Aquello solo habían sido travesuras. Ahora Borja se había metido en cosas más serias. Pasaba hachís, marihuana, pastillas y había comenzado a relacionarse con un grupo que realizaba alunizajes. Acabó desapareciendo del barrio, pero de vez en cuando volvía. Solía conducir buenos coches y se había tatuado los brazos con dibujos saturados de colores. Predominaban el blanco, el rosa y el amarillo:
-Original, ¿verdad? –le comentaba a Juan, con el que se reunía en algún banco del parque-. Son los colores más difíciles de borrar. Yo no voy cometer la mariconada de quitarme los tatuajes. Tengo catorce y cada uno significa algo muy especial. Me acompañarán a la tumba.
Borja había adelgazado y sus rasgos se habían endurecido. Su voz se había vuelto más grave y su mirada más afilada. Cuando Juan le preguntaba a qué se dedicaba, respondía sonriendo: «Negocios». Borja muchas veces mostraba síntomas de haberse fumado un canuto o de estar bajo el efecto de las pastillas. Pasaba de la apatía a la euforia, como si sufriera las tormentas del trastorno bipolar. A veces se ponía sentimental y hablaba con Juan de las fechorías cometidas durante la adolescencia:
-¿Te acuerdas de lo de la bici? Creí que nos pillaban. Nos habrían pegado una buena paliza, pero cuando llegaron al barrio, se cagaron. No se atrevieron a meterse aquí. ¿Y recuerdas el día en que lloró doña Julia?
-Ahí te pasaste.
-¡Qué va! Los profesores se han pasado la vida puteándome. Está bien que sufran un poco. Que yo sepa no se murió. La muy puta siguió dando clases, ¿no? Eres demasiado bueno. Quizás por eso te considero mi mejor colega. No he olvidado que te quedaste a mi lado cuando me trincaron en El Corte Inglés. No sé si yo lo hubiera hecho. Lo que digo. Eres un pedazo de pan. Tendrás que cambiar. La vida es muy puta. Si no lo haces, te darán mucho por el culo.
Poco después de finalizar el bachillerato, cuando Juan había aprobado la selectividad y aún no sabía qué estudios realizar, llegó la noticia al barrio. Borja había muerto huyendo de la policía. Al volante de un Mercedes robado, había pisado a fondo el acelerador y había perdido el control, estrellándose contra la mediana. Había muerto en el acto. Nadie se sorprendió, pero a Juan la noticia le conmocionó. No era la primera muerte violenta que se producía en el barrio. Los ajustes de cuentas por cuestiones de drogas eran frecuentes. A un chico que vivía en su misma calle lo habían cosido a puñaladas y lo habían arrojado a un vertedero. Otro vecino de su edad había sido atropellado por un autobús mientras conducía un ciclomotor. Acababa de pegar un tirón y llevaba el bolso en la mano. Se cruzó con un coche de policía, giró bruscamente para alejarse y no vio al autobús que circulaba por la derecha.
Cuando aún estaba intentando digerir la muerte de Borja, Juan se encontró en unos billares con Pajarico, un toxicómano que había acudido a clase con él. Ambos eran bajitos, lo cual les costaba muchas burlas, pero Juan creció hasta superar el metro ochenta y su compañero se estancó veinte centímetros por debajo. Eso hizo que se quedara con el mote que le habían puesto. Pajarico era muy moreno. Con la nariz aguileña, parecía una pequeña rapaz que se ha caído del nido y busca cobijo, temerosa e insegura. Los matones del barrio abusaban de su fragilidad, gastándole bromas pesadas y humillándole con cualquier pretexto. Pajarico descubrió que la única forma de conseguir algo de respeto consistía en imitar a los malotes, siempre rodeados de colegas que les reían las gracias y de chicas que querían salir con ellos. Enseguida empezó a fumar porros y consumir pastillas, pero no de forma ocasional, sino sistemática y casi suicida. Le gustaba alardear de sus excesos, extendiendo sobre un banco la docena de anfetaminas que podía tomarse de golpe.
-Fíjate –decía-, cada una de un color distinto. Parecen caramelos.
Con quince años se enganchó al caballo. Juan lo perdió de vista. Oyó que estaba muy mal, que parecía un cadáver. No esperaba encontrarlo en los aseos de unos billares poco después de la muerte de Borja. Cuando entró a vaciar la vejiga, escuchó ruidos en el retrete. Por los resoplidos, dedujo que había alguien pinchándose. Ya le había sucedido en otras ocasiones. Intentó aligerar, pero antes de que terminara se abrió la puerta y apareció Pajarito, acompañado de un colega. Su deterioro le impresionó vivamente. Su delgadez se había acentuado hasta convertir su piel es un finísima capa casi fundida con el hueso y el pelo, muy largo, parecía un nido de inmundicias, con el tono desvaído y enfermizo de un viejo mocho de fregona. El aspecto de su acompañante, con el pelo algo más corto, no era mucho mejor. Ambos tenían las pupilas contraídas: dos diminutos alfileres suspendidos sobre un abismo con apariencia de aguas estancadas.
Juan odiaba las drogas. Había probado los porros y las pastillas. Ambos le habían sentado mal. Los porros le provocaron paranoias. Llegó a pensar que todo lo que sucedía a su alrededor mantenía alguna relación con él. Los desconocidos que se cruzaban en su camino le enviaban mensajes ocultos mediante gestos o leían su pensamiento. La experiencia le dejó tan mal sabor de boca que decidió no repetir. Lo de las pastillas fue aún peor: una breve euforia y después una crisis de llanto. Fue suficiente para decir nunca más. El aspecto de Pajarico y su amigo corroboró que no se había equivocado. Sus rostros parecían calaveras escapadas de una tumba.
-¿Qué tal, tío? –preguntó Pajarico con un gesto de somnolencia que delataba su estado de intoxicación-. ¡Cuánto tiempo!
-¿Te has enterado de lo que le pasó a Borja?
-Sí, tío. Una putada, pero es que la vida es así. Ya he perdido muchos colegas.
-Yo no me acostumbro.
-Pues estás jodido.
Pajarico sonrió mostrando sus dientes cariados. No había uno sano. Una constelación de puntos negros corría por su boca, abriendo pequeñas oquedades.
-¿Sigues estudiando?
-Acabo de terminar el bachillerato –contestó Juan.
-Muy bien, tío. Yo colgué los libros, pero me apaño. Tengo varios asuntos entre manos.
-Es un hombre de negocios –comentó su acompañante con sorna.
Juan miró a Pajarito y se preguntó cuánto viviría. No demasiado. Con la piel deshidratada, las manos sucias y un peso que probablemente no superaba los cincuenta kilos, parecía un producto caducado que ya debería haber sido retirado del mercado. Se marchó a casa con la amargura en la mirada. Estaba harto del barrio. Deseaba marcharse, hacer algo diferente, cambiar de vida. Un domingo por la tarde vio en televisión un reportaje sobre escalada deportiva. Un joven enjuto y fibroso subía por una pared de roca, utilizando solo los pies y las manos. Se apoyaba en pequeños salientes y hendiduras, adaptándose a los accidentes del relieve. A veces se estancaba, pero siempre encontraba una manera de continuar. Parecía imparable y no exteriorizaba ningún signo de miedo. Juan decidió que quería probar esa sensación, sentir que podía enfrentarse un reto y superarlo. Husmeó en la biblioteca del barrio, buscando libros sobre la escalada y se asesoró en una tienda deportiva, adquiriendo el material necesario.
-No se te ocurra ir solo –le dijo el dependiente-. No es suficiente leer unos cuantos libros. Hazte socio de un club. Alguien tiene que enseñarte.
Le hizo caso y, quince días después, ya se encontraba en el Pontón de la Oliva, con un grupo de escaladores novatos. La suerte no le sonrió. Apenas subió unos metros, resbaló. La cuerda que lo sujetaba evitó una caída de consecuencias imprevisibles, pero no que se rompiera una pierna. Hospitalizado, sufrió una embolia pulmonar. Casi no lo cuenta, pero los médicos le salvaron la vida. Pensó con rabia que se había mantenido alejado de las drogas y los líos con la ley, y, sin embargo, un accidente lo había puesto al filo de la muerte. Durante la convalecencia, conoció al padre Urquiza, un sacerdote vasco que había pasado dos décadas en El Salvador. Tras haber estado cerca de morir, celebró su aparición, pues pensó que era la persona indicada para hablar de las cosas verdaderamente importantes. El sacerdote le habló de Óscar Romero, Rutilio Grande y los mártires de la UCA, todos asesinados por su compromiso con los pobres. Además, le prestó varios libros: El camino, de Miguel Delibes; Tiempo de silencio, de Martín Santos, y San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno. El primero le hizo pensar en su infancia y en la muerte de Borja. No se parecía en nada a Germán, el Tiñoso, pero ambas tragedias evidenciaban que la irrupción de la muerte en la conciencia pone fin a la niñez. Las chabolas de Tiempo de silencio se parecían mucho a las zonas más deprimidas de la Ventilla: interiores oscuros y mal ventilados, familias resignadas a malvivir, desesperanza y tedio. San Manuel Bueno, mártir fue el que más le impresionó: un hombre que busca la felicidad olvidándose de sí mismo y sirviendo a los demás. Su falta de fe solo acentuaba su grandeza, pues mostraba que no pensaba en su salvación, sino en la felicidad de sus feligreses. Juan pensó que la vida se hace mucho más tolerable cuando hay una meta. La historia de los sacerdotes asesinados en El Salvador reforzó esa impresión. Palmarla por culpa del caballo o por escalar una pared le parecía una estupidez, pero morir por algo que merecía la pena justificaba una vida.
Cuando les dijo a sus padres que iba a probar suerte en el seminario, no reaccionaron mal. Esa decisión le alejaría del barrio y las malas compañías. Desde entonces, habían pasado veinte años. Había conseguido su objetivo. Era sacerdote de varias parroquias de pueblos de Guadalajara, pero no sabía consolar a la gente ni orientarla. Ni siquiera estaba convencido de la existencia de Dios. Estaba orgulloso de haber respetado sus votos. Renunciar al sexo no había sido fácil, pero no habría soportado mirarse al espejo y pensar que era un farsante. No era bueno ni mártir, pero se parecía a Manuel, el sacerdote de Unamuno. Pensaba que se vivía mejor con fe y jamás exteriorizaría sus dudas, creando inseguridad y zozobra entre los pocos que asistían a misa. Sin embargo, se sentía muy frustrado cada vez que hablaba con alguien y no sabía qué decirle. Había sido buen alumno y leía bastante, pero era tímido y poco elocuente. Cualquiera que argumentara con convicción le desarmaba. Ni siquiera sabía cómo encauzar las ideas de Ana, pese a que era una niña:
-Dentro de poco, moriré y resucitaré –le dijo un día con una convicción sorprendente.
-¡Qué cosas dices!
-Resucitaré, como Jesús y Lázaro. Y caminaré sobre las aguas hasta llegar al mar.
-¿Por qué quieres hacer eso?
-Yo no lo he decidido. Vino un ángel a mi habitación y se sentó en la cama. Me dijo que la muerte se parece a los sueños. Duermes un tiempo y vuelves a abrir los ojos. Y cuando has pasado por eso, puedes hacer cualquier cosa, como caminar sobre las aguas.
Consuelo, la madre de Ana, se llevaba las manos a la cabeza:
-¿Está loca, padre? Dígame la verdad.
-No, no. Son cosas de niños.
-¿No puede decirme nada más?
-¿Qué quiere que le diga?
-Su oficio es hablar y dar consejos. Tiene que darme una solución.
-Se le pasará. No se preocupe.
Consuelo siempre se separaba de Juan lamentando que hubiera sustituido a don Antonio, un cura de verdad, de los de antes, siempre con las cosas muy claras y sin miedo a que le acusaran de entrometido. Le gustaba meterse hasta la cocina, interviniendo en la vida de las familias, pero Juan ni siquiera se atrevía a traspasar el umbral sin pedir permiso, a pesar de que las puertas solían estar abiertas durante el día.
A pesar de las rarezas de Ana, Juan se sentía cómodo con ella. También le agradaba la compañía de Julián, el ateo del pueblo. Con él podía relajarse, pues no le pedía nada y apreciaba mucho que no hiciera proselitismo, pese a su profesión.
-Para ser cura –solía decir- es usted majo. No da el coñazo a la gente y la deja respirar. Mi mujer le apreciaba mucho. Más que a don Antonio, un pájaro de cuidado.
-Pues debía ser la única.
-Me temo que sí. Rosa era especial. Beata, pero incapaz de hablar mal de nadie. No le gustaban los chismes.
Julián sufría mucho por la ausencia de su mujer. Todos los días se acercaba a la iglesia y encendía una vela en su memoria. Se quedaba mirando la llama, como si allí se encontrara su mujer, intentando comunicarse con él. A Juan le hubiera gustado saber qué decirle, ser capaz de aliviar su dolor, pero no le salía nada, salvo sonreír y saludarle discretamente. Tampoco sabía qué decir a Alejandro, con la mente cada vez más estragada por las pastillas y los porros. Pensaba que en el pueblo no se toparía con esa calamidad, pero las drogas habían llegado todas partes, como una madreselva particularmente resistente que vuelve a brotar pese a los intentos de acabar con ella con veneno, sal o cualquier otro medio. Alejandro había desaparecido hacía seis meses. Nadie conocía su paradero. Muchos lo habían celebrado, pues estaban hartos de que se sentara a la entrada de su casa con la música a todo trapo, su gorra de los Chicago Bulls y su barba de náufrago.
-Menudo loco –decían-. Espero que no vuelva. Que se pierda por ahí.
¿Le habría sucedido lo mismo que a él? ¿Se había caído en una grieta y había muerto? ¿Sería también su final? Una muerte absurda. En el seminario había fantaseado con ser un mártir, como Óscar Romero, pero ahora le acechaba un final estúpido y miserable. Si moría en aquella grieta, ¿cuánto tardarían en encontrar su cadáver? Al menos, el frío del invierno impediría que el cuerpo se corrompiera demasiado deprisa. No se hacía ilusiones. No se momificaría. Antes o después, se lo comerían los bichos. Ya se imaginaba a las hormigas entrando por las orejas y saliendo por la nariz. Y los gusanos escarbando en los intestinos. Menudo festín.
Juan había intentado salir de la grieta varias veces, pero solo había logrado desollarse los codos y caer otra vez, golpeándose de nuevo contra un fondo de piedras. El tobillo se había roto y el dolor le producía náuseas y mareo, pero el instinto de sobrevivir le impulsaba una y otra vez a luchar por librarse de aquella trampa, buscando la forma de subir y salir al exterior. De vez en cuando gritaba, pero nadie le respondía. Había escuchado pasos, pero no eran humanos. Por el ruido, pensó que sería jabalíes o quizás algún corzo. Un zorro había asomado su cara, investigando la grieta. Le había observado con desinterés, comprobando que no se trataba de comida. En cualquier caso, no se hubiera aventurado a bajar, pues se habría quedado atrapado. Afortunadamente, no había lobos en la sierra. O eso le habían dicho. Mirar al cielo le consolaba, recordándole que el mundo exterior seguía ahí, esperándolo, pero cuando oscureció y vio aparecer las estrellas pensó en las velas de los candeleros de la iglesia, ardiendo en recuerdo de los muertos. La temperatura bajó por debajo de los cero grados y empezó a temblar. Los huesos se movían como si experimentaran sacudidas eléctricas. Había pensado que morir de frío sería algo dulce e indoloro, pero se había equivocado. El frío le mordía como una alimaña furiosa, ensañándose con su carne. Sintió que el pánico avanzaba por su interior como una ola dispuesta a devastar una frágil embarcación. Cerró los ojos e intentó dormir. Pidió a su mente que le trajera un sueño compasivo. No tardó en comprobar que la mente no podía nada contra un cuerpo atormentado por los escalofríos. Notó que las lágrimas corrían por sus mejillas. Se avergonzó de haber perdido la entereza, pero al menos no había nadie para presenciarlo. Solo Dios y si realmente existía, no le haría ningún reproche. El decoro no era una virtud moral, sino estética. Algo que tenía sentido ante los demás, pero en la soledad de un agujero un hombre podía relajarse y gimotear como un niño. Perturbado por el miedo, pensó que la muerte tal vez era un ser vivo, alguien que se sentía muy solo y que quizás buscaba su compañía. Muchas veces se había sentido solo, rodeado de feligreses que no le apreciaban y sin el consuelo de la fe, pero ahora especuló que quizás existía una forma más radical de soledad.
De repente, escuchó pasos de animal. No se trataba de algo pesado. ¿Otra vez el zorro? Un ladrido despejó sus dudas. Un perro. Se trataba de un perro y si había llegado un perro hasta allí, su dueño no podía estar muy lejos. Chilló con todas sus fuerzas y una voz le contestó:
-Tranquilo. Estoy aquí para ayudar. ¿Eres tú, Juan?
Era la voz de Julián. Desde hacía unos meses, tenía un perro, un chucho abandonado que había adoptado. Se trataba de un mestizo con mil cruces y una apariencia sumamente curiosa. Negro, pelo largo, cara de lobo, una oreja caída y otra erguida, cada ojo de un color distinto –el izquierdo azul, el derecho castaño- y una cola esponjosa con la punta blanca. Julián lo había bautizado «Tolstói», pues admiraba mucho al novelista ruso.
-«Tolstói» te han encontrado –dijo Julián, asomando el rostro-. Ya te dije que no era sensato caminar solo por aquí. Menos mal que Martín me contó que habías salido de excursión. Ya sabes que todo lo que se dice en el bar tarda pocos minutos en circular por el pueblo.
«Tolstói» parecía sonreír, mientras observaba a Juan. El cucho meneaba la cola satisfecho de su hazaña y Julián le recompensaba con caricias.
-Voy a por el coche. He dejado el Land Rover en la carretera. Si fuera más joven, tiraría una cuerda y te subiría, pero ya sabe que tengo el corazón jodido y no puedo hacer esfuerzos. Ataré la cuerda al gancho de remolque y te alzaré despacito.
Cuando volvían al pueblo, Juan, que ya había entrado en calor gracias a una manta y la calefacción del coche, le preguntó a Julián por qué había salido a buscarlo:
-Me marché esta mañana. No había pasado mucho tiempo.
-Fue cosa de Ana. Esa cría me recuerda a Juana de Arco. Vino a hablar conmigo y me dijo que su ángel le había contado que te encontrabas en peligro, que te habías caído a un agujero y que podías morir. ¡Demonios! Al principio, no le hice caso, pero insistió tanto que no quise quedarme con la duda. Cuando Martín me dijo que te habías marchado a la sierra de excursión, solté un me cago en Dios… Ay, perdona. La costumbre.
-No se preocupe.
-Bueno, a lo que iba. Me asusté. Ana es muy especial. En otra época, habrían dicho que era una bruja.
Juan se rio.
-¿Qué es lo que le hace gracia? –preguntó Julián.
-Que un grupo de anarquistas mató al cura del pueblo durante la Guerra Civil y que ahora un anarquista ha salvado la vida del párroco.
Ambos soltaron una carcajada, despertando a «Tolstói», que alzó las orejas, expectante. Durante el resto del camino, apenas hablaron. «Tolstói» dormitaba en el asiento de atrás, lanzando suspiros. Cuando llegaron al pueblo, cayeron los primeros copos de nieve. Juan miró hacia la sierra y pensó que la muerte se había quedado allí, encajada en la grieta donde había pasado más de diez horas. Diez horas no son mucho tiempo, pero el tiempo es una medida relativa y lo efímero o breve se vuelve eterno bajo circunstancias adversas. ¿Cómo viviría la muerte el tiempo? ¿Dónde estaba su reino? ¿Qué era en realidad? ¿Un gran mar de materia evaporada? ¿Un cúmulo de partículas aisladas en el atroz silencio de una oscuridad total? La muerte le inspiró lástima. Quizás no existía una criatura más solitaria. Los ojos de Juan se fijaron en las casas de pizarra, negras como una tierra arrasada por el fuego, y pensó que eran sombras abrazadas a la noche, temerosas de que el sol despuntara y su existencia se disipara.