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Robert Redford: El hombre que filmó su vida en voz baja

“Las personas son más importantes que sus principios.” — Tal como éramos (1973)

Murió en silencio. En su casa de Sundance, rodeado de árboles, de arte, de memoria. A los 89 años, Robert Redford se despidió del mundo sin estridencias, sin titulares ruidosos, sin alfombras rojas. Se fue como un viejo sabio que ya lo había dicho todo, que ya lo había hecho todo, y que entendía que el verdadero final no necesita aplausos.

Pero para entender ese silencio, hay que volver atrás. Hay que recorrer el camino que lo llevó hasta allí. Porque Redford no fue solo un actor. Fue un hombre que convirtió el cine en conciencia, que usó su fama como plataforma, no como pedestal. Que eligió contar historias que incomodaban, que iluminaban, que resistían.

El chico que dibujaba en los márgenes

Charles Robert Redford Jr. nació el 18 de agosto de 1936 en Santa Mónica, California. Creció en un hogar de clase media, con un padre contable y una madre que lo alentaba a mirar el mundo con curiosidad. Desde niño, Redford mostró una inclinación por el dibujo, el deporte y la rebeldía silenciosa. Destacó como jugador de béisbol, pero su alma buscaba algo más que estadios y trofeos.

A los 18 años, la muerte de su madre lo desarmó. Abandonó la universidad, cayó en el alcohol, y luego se reinventó. En 1957 emprendió un viaje iniciático por Europa. Vivió en París, Florencia, Londres. Pintaba, caminaba, observaba. Descubrió que el arte no era un lujo, sino una forma de entender la vida. Ese viaje moldeó su sensibilidad estética y su visión del mundo.

A su regreso, se formó en la American Academy of Dramatic Arts en Nueva York. No buscaba fama, sino expresión. El teatro le dio voz. La televisión lo puso en pantalla. Y en 1962, con War Hunt, comenzó a escribir su historia en cine.

El actor que eligió contar, no brillar

Hollywood lo quería como galán. Él quería ser narrador. En Butch Cassidy and the Sundance Kid (1969), junto a Paul Newman, redefinió el western. En The Sting (1973), se convirtió en estafador elegante. En All the President’s Men (1976), fue el periodista que persigue la verdad. En Out of Africa (1985), el hombre que ama sin prometer. En Tal como éramos (1973), el pragmático que se enamora de una idealista.

Cada papel tenía peso. Redford no actuaba por actuar. Elegía historias que incomodaban, que iluminaban, que resistían. Nunca ganó el Oscar como actor, aunque fue nominado. Pero en 1980 dirigió Ordinary People, y ahí sí: Oscar a Mejor Director. Porque detrás de cámara también sabía mirar.

Dirigió A River Runs Through It, Quiz Show, The Horse Whisperer. Historias íntimas, éticas, bellas. En 1981 fundó el Sundance Institute, y con él el festival que cambió el cine independiente. Dio voz a quienes no la tenían. Apostó por lo auténtico, por lo marginal, por lo necesario. Gracias a él, cineastas como Quentin Tarantino, Steven Soderbergh, Chloé Zhao y Damien Chazelle encontraron su espacio.

Recibió el Oscar Honorífico en 2002, el Globo de Oro, el BAFTA, la Medalla Nacional de las Artes, el Premio Cecil B. DeMille. Pero nunca dejó que los premios definieran su camino.

Clímax: El hombre que se volvió refugio

Redford no solo hizo cine. Lo defendió. Lo protegió. Lo transformó. Su activismo fue constante: medio ambiente, derechos indígenas, libertad de prensa. Habló ante la ONU. Se opuso a megaproyectos. Fundó el Redford Center con su hijo James.

Vivió pérdidas profundas: su madre, dos hijos, amores que no sobrevivieron al tiempo. Pero nunca dejó de crear. Nunca dejó de creer. En el arte. En la naturaleza. En la verdad.

Se retiró oficialmente en 2018. Pero apareció brevemente en Avengers: Endgame. Produjo la serie Dark Winds. Como si dijera: “aún estoy aquí, pero ya no necesito estar en el centro”.

En sus últimos años, vivió rodeado de silencio, de árboles, de memorias. Pintaba. Leía. Caminaba. Su casa en Sundance no era una mansión, era un refugio. Un lugar donde el arte y la naturaleza convivían sin ruido.

El susurro que permanece

El 16 de septiembre de 2025, Robert Redford murió como vivió: en voz baja. No hubo escándalo. No hubo espectáculo. Solo silencio. Solo árboles. Solo legado.

Y si hay una frase que puede recordarlo, es la que pronunció en Tal como éramos: “Las personas son más importantes que sus principios.”

Porque Redford siempre eligió a las personas. A las historias humanas. A la verdad por encima del dogma.

Su legado no está en los premios. Está en cada plano honesto. En cada cineasta que encontró su voz gracias a Sundance. En cada espectador que entendió que el cine puede ser más que entretenimiento.

El plano final

Volvemos al inicio. Al chico que dibujaba en los márgenes. Al joven que se perdió para encontrarse. Al hombre que construyó su casa con sus propias manos. Que caminaba descalzo. Que convirtió su vida en una película sin efectos especiales, pero con alma.

Robert Redford no se fue. Se quedó en cada historia que eligió contar.

Y si esta es su película final, que sea contada como él la habría contado: Con belleza. Con verdad. Con humanidad.

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