A manera de prólogo
Daniel Averanga Montiel
Leer a María Cristina Botelho no significa disfrutar únicamente de sus historias o de su poética, significa ir más allá del papel del lector y aterrizar en eso que la misma literatura ha llamado versatilidad.
Para ilustrar este punto debo primero explicar lo que yo creo sobre el fenómeno literario y la versatilidad.
Estoy seguro que todos tenemos, implícito en nuestra sangre, incluso en nuestro ADN, un instinto que nos hace comunicarnos con los demás para contarnos historias. A este fenómeno lo he llamado “impulso narrativo”; lo usamos cuando nos encontramos con algún amigo o pariente, y se activa cuando ese alguien pregunta cómo nos fue o de dónde estamos viniendo. Nuestras respuestas casi siempre incluirán alguna historia, un antecedente narrativo o una anécdota. Casi la mayoría de las veces la explicación valdrá la pena, porque sabemos cómo contar aquello que nos pasó. Hemingway decía: “Escribe sobre lo que conoces”, y contar una situación a un amigo o pariente, se aproxima a ese acto de compartir algo a otra persona.
De principio hay que aclarar que este “impulso narrativo” lo desarrollamos todos constantemente; unos lo pulen con los años, mientras que otros (y en este grupo me incluyo) lo dejamos evolucionar poco y eso nos pasa factura al momento de escribir realmente; hay personas que perfeccionan su “impulso narrativo” desde varias dimensiones, al menos cuando esas personas escriben como oficio primordial. Y de este selecto grupo, muy pocas logran abarcar más de dos géneros narrativos.
Pocos escritores pueden hacerlo bien en tres géneros como el cuento, la novela y la poesía. Los afortunados, al menos desde mi contexto, los que abarcan estos tres géneros de manera coherente y profunda, pueden contarse con los dedos de una mano (y me sobrarían dedos, les juro).
No obstante, María Cristina sí demostró que puede navegar en estos tres géneros de manera extraordinaria, pues sus libros de cuentos, microficción y prosa no le tienen nada que envidiar a los suyos de poesía, y que, ahora, tampoco carecen o superan en calidad a esta su primera novela, que mantiene su legado de escritora, sin tener que llenar cientos de páginas de manera barroca. La novela de María Cristina demuestra, una vez más, su versatilidad, que es de la buena y de la que vale la pena leer.
La presente novela me hizo recuerdo que la literatura puede ahondar temas delicados y explorarlos con más riesgo que otras disciplinas, sean ciencias o artes… las relaciones humanas, afectivas y hasta sexuales en la tercera edad son, por decirlo así, temas delicados, pero María Cristina las toma y las convierte en literatura de la humanidad.
Literatura humana, de la cual podemos aprender a asir las primordiales fuentes de lo que nos convierte en seres humanos; ese es el agregado que bien podría darnos un libro como el de María Cristina. ¿Cómo comprender una actitud o una decisión, si no se han pasado por experiencias previas parecidas? ¿De qué manera ser feliz cuando no se sabe cómo será nuestro futuro? ¿Cómo negar nuestra vulnerabilidad ante el tiempo y su faceta de destrucción sobre todo lo que amamos? El Adagio de Albinioni (o quizá, “El soñador” de Iberia) está dispuesto a soñar sobre nuestro motor emocional en cualquier momento; pero hasta mientras, ¿de qué manera vivir, sin esperar que todo nos salga bien o que no podamos controlar lo que deseamos?; la novela de María Cristina va más allá de estas interrogantes; si Sheherezade creaba historias cada noche para no ser ejecutada, los personajes de esta novela, las mujeres de la tercera edad recluidas por el destino, lo hacen para seguir viviendo, para demostrar que siguen acá, que aún no se han ido; aquello último (la demostración de permanencia de los personajes) ya es una demostración contundente del valor de esta novela como un aporte significativo al término “humanidad” dentro de la narrativa actual. Cabalgando entre la novela picaresca, creativa y humana, y desenvolviéndose como una narradora sencilla pero nunca simple, María Cristina ha logrado exponer su versatilidad y, con ello, derribar cualquier frontera, sea generacional o literaria para contarnos, hasta que ella lo decida, historias dentro de otras historias, y para que aprendamos su valor como el de una persona que escribe por el mero hecho de que le apasiona. Así todos debieran escribir: por pasión al oficio y a seguir el “impulso narrativo”, tan esencial y a veces ajeno a nosotros.