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Raúl Teixidó / London, UK 1985

Antes de convertirme en lo que se suele entender por un “adulto responsable”, relacionarme con la gente más allá de lo estrictamente imprescindible nunca se me antojó una actitud gratificante. Estaba, ante todo, mi privacidad –sosegada, autocomplaciente—que me permitía afrontar mis días (más bien grises) de una manera digna y llevadera.

Digamos que había logrado establecer un “pacto de mínimos” con la vida real, salvaguardando, sin esforzarme demasiado, un espacio vital de mi única y exclusiva propiedad.

Pese a ello, no era inmune a eventuales ramalazos de pesimismo, que me sugerían pensamientos sombríos; por ejemplo, ¿Qué sucedería si durante alguno de mis paseos en solitario por la explanada de Colón, me atracaban con violencia y luego arrojaban mi cuerpo (probablemente malherido) a las aguas del puerto? Nadie me daría por desaparecido hasta que mi propio cadáver, en silencioso testimonio de protesta ante la indiferencia del mundo, saliera a flote, y la policía se diera a la tarea de establecer mi identidad…

En la época que pretendo rememorar, me encontraba precisamente atravesando uno de aquellos baches anímicos, traducido en una especie de “fatiga ambiental” cuya única terapia, como es bien sabido, consiste en un oportuno y saludable cambio de aires. ¿Vacaciones? Ya las había hecho (un poco de mar y montaña, ambas cosas, aburridísimas), y el nuevo curso –impartía clases de inglés en el British Institute, grados elemental y medio, 20 horas semanales—estaba casi a punto de comenzar.

Apelando a la razón, cabía pues, únicamente, aguardar a que aquella perturbación de baja intensidad siguiese su curso natural y terminase por disiparse. Me conformaba, además, comprobar que algunos colegas acusaban, por su parte, el típico síndrome post—vacacional, y parecían tan poco dispuestos como yo a reanudar su tarea. Uno de esos días, la secretaria del instituto me comunicó que el director deseaba hablar conmigo “a la brevedad posible” de un asunto que me concernía.

Mr. Wetherell era alto, espigado y tenía un acento casi idéntico al del actor James Mason. Manteníamos una relación cordial, reforzada por un sentimiento de mutua simpatía. Me estrechó la mano, indicándome que tomara asiento. Mi historial académico estaba sobre su escritorio, por lo que intuí que no se trataría de un simple asunto de orden interno.

Todos los años, durante un mismo periodo lectivo, un docente del instituto viajaba a Londres con una beca para realizar un seminario de lengua y literatura inglesa; el objetivo, ampliar y perfeccionar conocimientos y, al retorno, dictar clases de nivel superior.

El profesor designado en principio (merecidamente, por cierto) había renunciado a la beca por motivos familiares. Mr. Wetherell, había pensado que yo podía ayudarle a solucionar aquella contingencia; además de estar bien considerado, era soltero, por lo que un cambio imprevisto tal vez no me afectaría en la medida que al resto de los posibles candidatos. Recalcó que mi nombre figuraba en la lista de futuros becarios; no obstante, si se me presentaba la ocasión antes de lo previsto, lo más sensato era aprovecharla. ¿Podía iniciar de inmediato el correspondiente papeleo? De todas maneras, no tendría que viajar antes de quince o veinte días. ¿No había estado deseando un cambio de aires, pese a ser consciente de que no existía la menor posibilidad de hacerlo efectivo? “¿De acuerdo, pues?—preguntó—Vuelva la semana que viene, tendré todo a punto”.

Había estado en Londres, de vacaciones, hacía ya varios años. Mi conocimiento de la ciudad se limitaba a unos cuantos lugares emblemáticos y a visitas guiadas que me supieron a poco. Ahora tendría oportunidad de ver de nuevo todo aquello, sin prisas, y desde una perspectiva muy distinta, la del residente, no la del viajero de paso. Seminario de Literatura incluido

Éste consistía en clases por la mañana (excepto lunes) y talleres optativos a partir de las cuatro de la tarde. El último fin de semana de cada mes, visita a la casa natal de algunos destacados autores que figuraban en el programa de estudios, lo que implicaba conocer entornos tan contrastados como sugestivos: las brumas de Yorkshire, cuna de las hermanas Brontë o la apacible campiña de Hampshire, pulcramente descrita en las novelas de Jane Austen… En verdad, Mr. Wetherell me había hecho un regalo digno de los Reyes Magos.

Durante los días que precedieron al inicio del curso, solía deambular por Leicester Square; me detenía a examinar la generosa oferta de la cartelera teatral y tomaba luego un refrigerio en cualquiera de sus terrazas, contemplando a los viandantes. Incluso me atrevía con The Sun o el DailyMirror –tabloides sensacionalistas a disposición de la clientela—, cuyo estilo extremadamente coloquial a menudo se me resistía (el profesor Higgins no se encontraba por allí para echarme una mano).

Almorzaba en alguno de los steakhouses de los alrededores (alfombras color vino, asientos afelpados, solícitos camareros… y absoluta privacidad). Ocupaba una mesa con vista a la calle, que me proporcionaba una instantánea latente, tangible, de la vida ciudadana. Hombres presurosos, con aspecto de oficinistas, señoras jóvenes, con la bolsa de la compra o el cochecito de niño (a veces, ambas cosas); un grupo de personas en la parada del autobús, una chica que indagaba alguna dirección, gente que leía los titulares del periódico mientras caminaba… Por lo general, un súbito chubasco alteraba las placidez de la escena; de inmediato, todos procedían a abrir el paraguas, que los londinenses parecen llevar siempre consigo.

Por la tarde, recorría los centros comerciales, mercadillos y puestos de venta al aire libre (según se tratara de una u otra zona de la ciudad) y visitaba lugares mencionados pródigamente en las novelas policíacas que leía de jovencito: Picadilly Circus, Baker Street, la Torre de Londres y muchas callejuelas del East End, escenario de los horrendos crímenes perpetrados por Jack, el Destripador, a finales del siglo XIX.
De hecho el Soho era el barrio que transitaba con mayor asiduidad, sugerente, laberíntico, canallesco. Resultaba fácil imaginar su promiscua y sórdida vida nocturna: cada veinte metros, pubsatestados de una clientela desaliñada y de carcajada estruendosa, tiendas de libros prohibidos, sex—shops… Y, a lo largo de la estrecha acera de Brewer
Street, una hilera de portales bajos –la palabra Models escrita en el dintel— en los que chicas, la mayoría de color, fumaban o conversaban distraídamente, y cuya finalidad de reclamo no ofrecía ningún género de dudas.

En las proximidades, se encontraba un teatrillo, propiedad del magnate Paul Raymond, editor de una cadena de revistas eróticas que se distribuían en medio mundo. El espectáculo ofrecía la oportunidad de admirar en directo y al natural, a las chicas que posaban en las numerosas “revistas para caballeros”… e invitarlas luego a una copa: placeres reservados a personajillos con la cartera repleta de libras, respecto a los que un modesto profesor de inglés estaba obligado a observar una meritoria abstinencia.

Atardecía. La calle estaba humedecida por la llovizna y empezaba a hacer frío.
En un cruce de calles de aquel abigarrado núcleo peatonal, parpadeaba un reclamo luminoso de color rosa: Bluebelle – Pole Girls – Non Stop Show. En un exhibidor parecido al de los cines de barrio, protegido por un cristal, se veían numerosas fotografías de chicas, mínimamente ataviadas y en poses insinuantes. En la puerta, un hombre de tez oscura y complexión robusta, vestido con un desvaído toque de elegancia, intentaba captar clientes entre los transeúntes, repitiendo, de rato en rato, el mismo estribillo: las strippers más bellas, de dieciocho a veinticinco años, bellezas genuinas, el mejor show de la ciudad… En cuanto acabé de dar un vistazo a las fotos, lo tuve encima. “Buenas tardes. Charly, para servirle, señor –se presentó——. Suba y admire a nuestras espléndidas chicas por la módica suma de doce libras…” ¿Cuánto tiempo llevaría allí el pobre tipo repitiendo su cantinela? No tuve arrestos para rechazarlo y, casi sin darme cuenta, me vi con una entrada en la mano. “Gracias, señor” –dijo aún, y volvió a su posición inicial. ¿Charly era muy persuasivo o yo me había mostrado muy benevolente? Lejos estaba de imaginar, en aquellos momentos, que nos veríamos muchas veces más…

La escalera daba a un pasillo tenuemente iluminado que conducía al interior del recinto. Subsistía mi impresión de que se trataba de un cine de reestreno. El interior, de regulares dimensiones; diez o doce hileras de butacas, distribuidas en semicírculo delante de un escenario delimitado por varias barras metálicas, de fina y pulimentada superficie, que sugerían algo parecido a una jaula de lujo. En el centro geométrico del techo, una esfera recubierta por diminutos espejuelos giraba lenta e ininterrumpidamente sobre su propio eje, lanzando destellos luminosos. El conjunto era un híbrido entre discoteca y boîte de nuit lujuriosa. En la penumbra, distinguí la presencia de numerosos y anónimos espectadores solitarios.

Las pausas eran breves y el espectáculo se reanudó en seguida. Una grabación indicaba el nombre de la “estrella” que aparecería en seguida, destacando alguna característica personal que la hacía “irresistible”.

La coreografía, en su primer tramo, se ajustaba a un patrón fijo, para luego dar paso a la fase tórrida, en la que cada una de las chicas exhibía figuras y movimientos de inspiración propia, muy elaborados a lo largo de interminables ensayos, conforme lo sabría después.

Al principio, todas ellas lucían un vestuario muy ligero, repleto de pequeñas cremalleras, que descorrían con estudiada lentitud, dejando al descubierto segmentos cada vez más considerables de su pletórica anatomía. Era el warm—up o precalentamiento, acompañado de miradas felinas y mohines pretendidamente ingenuos o modosos, subrayados por la banda sonora de Pink Floyd o Tangerine Dream. Llegado el punto en el que se habían despojado por completo de su indumentaria, tenía lugar un efecto de “fundido” cinematográfico; la música adquiría un ritmo vertiginoso y el escenario iniciaba un parsimonioso movimiento rotatorio.

En total desnudez, propia de nuestra madre Eva, la chica de turno se aferraba a una de las barras y, sin aparente esfuerzo, iba desarrollando un repertorio casi acrobático de gestos y posturas de lo más explícitas, que no dejaban nada a la imaginación. Cuerpos hermosos, flexibles como varas de junco, bajo una metralla incesante de luz y color que ponía tonos espectrales en el rostro de los espectadores.
La rúbrica a cada una de aquellas desinhibidas actuaciones representaba un auténtico banquete visual para los enfebrecidos voyeurs de la “fila 0”: el paseo gatuno que las chicas realizaban, bordeando el escenario y con su exuberante belleza al alcance de la mano, con objeto de recibir una propina (por lo general, un billetito de cinco libras) que los más entusiastas les ponían en la liga de encaje que todas ellas llevaban, como único atuendo, en lo alto de la pierna.

Una de ellas, Vicky, pese a no ser opulenta ni especialmente llamativa, lucía una admirable proporción de formas que me atrapó desde el primer momento. Seguí cada uno de sus movimientos, atento, abstraído, hasta que terminó su número.

Cada una de las chicas salía tres veces a escena (coreografía y vestuario distintos), de acuerdo con un turno preestablecido. No me importó aguardar a que el carrusel diese una vuelta completa para verla de nuevo. Y así, hasta la hora del cierre, alrededor de las once.

Igual que todas las noches, Charly despedía comedidamente a los clientes, exhortándoles a regresar pronto. “Seguro que le gustaron las chicas, ¿eh? –dijo, reconociéndome en el acto——¡Ha visto el programa completo!” “Bueno, lo cierto es que todas son… muy hermosas” –acerté a responder, algo cohibido.

“¿Le gustó alguna en especial?” –insistió. “Una rubita, no demasiado alta… Vicky, ¿puede ser?” –inquirí, con expresión dubitativa. “Vicky, ¡por supuesto! –ratificó—Lleva poco tiempo aquí, pero ya tiene algunos admiradores… Pues ya lo sabe, señor, puede venir a verla siempre que lo desee… excepto lunes y miércoles” –añadió, con aire de complicidad.

Me sentía confuso y sofocado. ¡Había permanecido en el interior del local más o menos desde las siete de la tarde! Eché a andar con la agradable sensación de estar recuperando mi libertad de movimientos.

La brisa nocturna contribuyó a despejarme… No acababa de asumir el hecho de que una muchacha de apenas veinte años me hubiera causado un efecto de prolongada y solícita admiración, por su aspecto inocente, su cuerpo de ninfa y un sex—appeal que desarmaba. Un “flechazo” en toda la regla. ¿Qué otra razón explicaría mejor lo sucedido? Al mismo tiempo, me mortificaba la idea de haber hecho el ridículo ante un tipo resabiado como Charly, que parecía adivinar mis intenciones con solo ponerme el ojo encima. ¿Valía la pena preocuparse? La culpa no era suya si encontraba divertido mi súbito apasionamiento por una de las chicas del espectáculo.

Decidí, en mi fuero interno, confiar las cosas al paso del tiempo. Es decir, consagrarme a las obligaciones académicas del curso que me había traído a Londres, sin pensar más en lo acontecido, hasta que se redujese a una pura y simple anécdota. ¿Qué pintaba un sujeto docto y circunspecto, como yo, en un lugar como el Bluebelle? Sin mencionar a un portero anglo—indio y a una vulgar stripper que atendía por Vicky… ¡Fantasmas de una noche!

Se dice que el culpable termina siempre por regresar al lugar del delito. Yo lo hice, y no solamente una vez.

Subía la escalinata de madera, me internaba en la sala y ocupaba, sin más, una butaca de la fila 0, como cualquiera de los patéticos y miserables voyeurs que frecuentaban el Bluebelle. La fascinación de contemplar a Vicky, desnuda y a un metro escaso de distancia, anulaba mi voluntad. Un ratoncillo en garras de un águila hubiera tenido más posibilidades de salir indemne. Pronto, aventajé en propinas a la clientela habitual, si bien todas –en mi caso— iban destinadas a la misma chica. Ligueros púrpura, rosa, violeta, negro –Vicky los lucía de todos los colores— donde fijaba el billetito de cinco libras, al final de cada una de sus actuaciones. Mis dedos rozaban fugazmente su piel fría y sudorosa, bajo la fina capa de talco que la cubría, escuchaba su respiración agitada, captaba el aroma desvaído de su perfume. Levantando la mirada, encontraba invariablemente una sonrisa de chica mala en su rostro terso y sonrosado. No me hubiera extrañado escucharle decir ¿tú, otra vez?

Mi asiduidad convirtió a Charly en un amigo de circunstancias. Durante los largos intervalos en los que Vicky no salía al escenario, bajaba a la calle y conversábamos, junto a la puerta. Me tranquilizaban sus comentarios, respetuosos, y sobre todo, que pareciera convencido de que no existía nada de morboso o descabellado en mi proceder. Por lo demás, las chicas se lo contaban todo, eran su “pequeña familia”. Vicky era pobre, sencilla y de buenos modales, y se había ganado muy pronto la estima de sus compañeras; en general, ninguna de ellas andaba sobrada de recursos, y se ganaban un plus enseñando lo que la naturaleza les había dado gratuitamente. Admiradores ocasionales les obsequiaban flores o bombones. Vicky también se había ganado alguno (aparte de mí). Según el bueno de Charly, ella me llamaba Mr. Tip (el señor Propina) y se preguntaba de dónde había salido. Es profesor o algo así, le había dicho Charly. ¿Profesor? ¡Si sus colegas lo vieran en el Bluebelle! Mi situación les había costeado la risa, pero no me sentí ofendido. Una noche, Charly me sugirió que la invitase a tomar algo. “Lo digo sin segundas intenciones, por supuesto –matizó——. Si a uno le gusta una chica, es natural que busque su amistad…”

Los domingos, el espectáculo terminaba a las diez. Llevaba un rato esperando, al pie de una farola, en la parte posterior del inmueble, que Vicky apareciera por el portal que ponía “salida de artistas”.

Abrigo beige, zapatos de tacón y un bolso en la mano izquierda. Supuse que le debía una explicación por encontrarme allí, aguardándola, sin habérselo anunciado, pero no me dio tiempo a formularla. “Hola, muchacho ——saludó, tendiéndome la mano——. ¿No deberías estar ya en cama a estas horas?” “¿No te importa hablar con un desconocido…?” –repuse, cautelosamente. “¿Desconocido? Yo diría que te he visto muchas veces, ahí dentro –reía, igual que lo habría hecho con Charly——. A propósito, gracias por las propinas…” “El hecho es que… deseaba conocerte”. “De pronto, me siento como una estrella de cine” –dijo. “Podrías serlo, perfectamente –repuse—. Según Charly, tienes unos cuantos admiradores”. “¿Tu amigo Charly? No creas todo lo que te dice –desmintió——. Te aprecia mucho, me habló muy bien de ti”. “¿Te apetecería tomar alguna cosa?” –pregunté, recordando la sugerencia de Charly. “Con una condición: invito yo –propuso——. Dispongo de… cuarenta y cinco minutos” –añadió, mirando su reloj. Lo de pagar el gasto sería una pequeña compensación por las propinas que le prodigaba en el Bluebelle. Sus compañeras lo habían observado y se encontraban un poco celosas. “Lo siento por ellas, pero eres mi chica favorita” –declaré, cogiéndola del brazo.

Bebió una taza de café americano, con sacarina. Unos kilos demás podrían hacer peligrar su trabajo; cuando los “admiradores” que había mencionado Charly le enviaban chocolatinas, las llevaba a casa o se las daba a las chicas. “Bajita y gorda, ¿te imaginas? ¡No me contratarían ni en un circo!” Exageraba, obviamente. “Eso no debería preocuparte –argüí——, ¡estás de maravilla!” “Es posible, pero de puedo descuidarme” –porfió. Me parecía un sueño, estar allí, conversando con ella, como si se tratase de una amiga del Instituto. “Bien mirado, tienes razón –concedí——. Sería imperdonable que estropeases una obra de arte…” “Bueno, tanto como eso… Soy solo una chica de barrio que se las compone para conseguir unas pocas libras y comprarse de vez en cuando unos trapitos. La verdad, no hay mucho que decir en mi favor…——Y como si de pronto hubiera advertido que la conversación iba adquiriendo un sesgo demasiado personal, preguntó, frunciendo el ceño——: Y a todo esto, ¿tú quién eres?” Hablar de mí carecía de interés; bastarían pocas frases para resumir mi perfil: becario del British Institute, estudiaba literatura inglesa y tenía previsto permanecer en Londres alrededor de seis meses. Antes de eso –y luego, también—— continuaría dando clases en el instituto que me había otorgado la beca… “La verdad, no hay mucho que decir en mi favor”——concluí, repitiendo sus palabras. “Pues yo creo que sí, y bastante –me contradijo——. Literatura inglesa… O sea, lees novelas y todo eso…” “Y también poesía, antigua y moderna”. “Debe de ser muy interesante estar siempre en medio de libros, conocer un montón de historias –consideró——. A mamá le gustaba mucho leer… cuando podía. Ahora se conforma con las telenovelas. Le encanta ver a los personajes en carne y hueso… Bueno, a los artistas que los interpretan, quiero decir…” “Las versiones de los clásicos son excelentes. Y seguirlas por la tele requiere mucho menos tiempo que leer las novelas originales” –añadí. “Ella es de la misma opinión” –certificó.

El tiempo pasó casi tan inadvertidamente como una brisa primaveral. De pronto, me encontré acompañándola a la estación de metro más cercana. “¿Estás segura de que tu reloj no adelanta?” –protesté. Íbamos a buen paso, Vicky llegaría a tiempo. “Quizás en otra oportunidad podríamos conversar un poco más…” –sugerí. “De día, trabajo. Y por la noche, también. Bueno, ya lo sabes –repuso—. La única posibilidad…” Los lunes, dormía hasta las nueve, ¡vaya lujo! Y hacía luego la compra semanal, entre otros menesteres; los miércoles por la mañana, estaba libre hasta las tres.

Sin detenerme a pensarlo, me puse “a su disposición”. “Te aburrirás de muerte” –previno. “Cuando toque supermercado, al menos no irás tan cargada” –argumenté, mientras bajábamos la escalinata de la estación. Dos minutos después, el tren que Vicky aguardaba se detuvo junto al andén.

La halagüeña perspectiva de vernos dos veces a la semana se vio muy pronto desfigurada por las “inconveniencias” de la realidad: los lunes, le surgían a menudo imprevistos de naturaleza doméstica que alteraban el horario de sus actividades; por mi parte, los miércoles por la mañana tenía clases de 9 a 15 horas (hasta que dejé de asistir). Cuando conseguíamos atrapar una buena porción del tiempo que tan generosamente nos habíamos asignado aquella noche, lo consumíamos sin dejar ni las migajas.

Nuestras “citas” –de las que nadie, a excepción de nosotros, estaba al corriente— adquirieron cierto carácter de aventura, que nos entusiasmaba. Y, en cuanto respectaba a Vicky, me permitieron conocer íntimamente a la verdadera persona que se escondía detrás del turbador reclamo sexual que me había encandilado en el escenario del Bluebelle.
Llevaba casi un año allí; igual a todas las que le habían antecedido en ese trabajo, al principio le dominó el pudor y el retraimiento, superados gracias a los consejos de las “veteranas” (por así llamarlas, pues ninguna había cumplido aún los treinta años). El “aprendizaje” implicaba seis horas al día de extenuantes prácticas, durante tres semanas, a las que se añadía una prueba en directo (el dictamen del público era inapelable). Para considerarse una buena stripper hacía falta soltura, espontaneidad, y mucho atrevimiento, para crear en el espectador la engañosa impresión de que cada una de ellas se desnudaba solo para él, jugando a fondo el rol de juguete erótico, de objeto de deseo, que colmaba los momentos de evasión y fantasía de aquellos sujetos que, en la penumbra, seguían todos sus movimientos con calenturienta devoción. Entre bambalinas, cuando tocaba descansar, volvía a ser ella misma, sin luces ni música estridente, igual que las demás: guardaban las propinas, se mudaban de trapitos, comían un bocadillo o bebían una taza de café. Algunas optaban por fumarse un porro o un trago de ginebra, pero a Vicky le habían advertido de las consecuencias de habituarse a ingerir estimulantes.

Suzie, Leona, Sugar Cake, Golden Star, todas tenían un nombre “artístico”, pero Vicky había mantenido el diminutivo del suyo propio; al fin y al cabo, si alguien reparaba en esa minucia, pensaría que era falso. ¿Qué utilidad suponía cambiárselo?
Vicky trabajaba en una fábrica de envases de cartón, hasta las cinco de la tarde; su paga, añadida a la de su madre (ocho horas diarias delante de una máquina de coser), les permitía llegar a fin de mes sin demasiados apuros. Lo que ganaba en el Bluebelle iba destinado a gastos personales; ah, por cierto, en casa creían que trabajaba de camarera en turno de noche en una cafetería de la zona de Marble Arch.

Su modesto hogar era uno de tantos miles, anclados en un entorno económicamente deprimido. Su padre había sido estibador; un accidente laboral lo jubiló a los cincuenta y cinco años; Alec, su hermano menor, tenía antecedentes penales desde los quince años, por infracciones de todo tipo (que un mal día podían convertirse en delitos graves). Sin embargo, gracias a sus aficiones musicales –y, sobre todo, a Jeremy—se había integrado en un conjunto de rock urbano, liderado precisamente por Jeremy. Éste y Vicky se conocían de la escuela, si bien no asistían al mismo curso. Poco a poco, su amistad había ido consolidándose a través de guateques de mala muerte y discotecas, los fines de semana. Todos les tenían por “novios”, aunque no habían establecido aún ningún compromiso al respecto. Cada uno iba a su aire, pero, en el fondo, estaban casi seguros de que un día vivirían juntos, igual que muchas parejas jóvenes, compartiendo estrecheces y pequeñas alegrías. Jeremy había cumplido ya los veinticinco; hacía tiempo que se había mudado, con unos amigos, a un departamento en alquiler. Con instrumentos de segunda mano, adquiridos en casas de empeño que vendían género “no recuperado”, ensayaban, por las noches, cuatro veces a la semana, en un local vacío del extrarradio, en Spitalfields, antiguo taller de reparaciones donde había trabajado el padre de uno de los chicos.

La banda –apropiadamente denominada The East Enders se había dado a conocer en emisoras locales, pegando fuerte desde sus inicios. Un éxito a pequeña escala que les animó a probar suerte en una discográfica, con el auspicio de un disjockey amigo del grupo. En 1982 había salido a la venta su primer álbum, Estoy hecho de metal líquido, letra y música de Jeremy Coates.

Precisamente en aquellas fechas, el conjunto se encontraban de gira, en calidad de “teloneros” de figuras importantes del mundillo pop: una buena manera de adquirir experiencia y entablar relaciones profesionales que podrían resultar beneficiosas en el futuro. Las “relaciones sociales” de Vicky, por lo demás, se reducían a Jeremy y a los cuatro integrantes de su banda (exceptuando al “redimido” benjamín de la familia, Alec). “Ya lo ves, de estrella de cine, nada” –dijo, a modo de conclusión. “A lo mejor eres mucho más que eso –argüí——. A las personas no se las juzga solo por lo que tienen, ni por su apariencia externa…”
Para Vicky, “ser feliz” no era lo más natural del mundo, sino todo lo contrario; el bienestar, sencillo, sin pretensiones, le parecía un objetivo más realista. Podías dejarte la piel empeñándote en conseguir algo fuera de tu alcance (y no solo en lo concerniente a la posición económica). “Ser culto debe de ayudar mucho a entender estos problemas –estimó——. La vida, en general, quiero decir”. En todo caso, contaba más la actitud que los conocimientos; las personas ilustradas tendían a ser dubitativas, les costaba adaptarse a las exigencias de la vida cotidiana. “En mayor o menor medida, suelen considerarse frustradas” –declaré. “Eres el único intelectual que conozco, así que no puedo compararte a otros, pero me pareces muy superior en todo a las demás personas…” Me dio la impresión de estar ante una colegiala que acababa de lanzarme los tejos. “En el fondo, te envidio, Vicky” –repuse escuetamente, casi sin proponérmelo. “¡Vaya tontería! –replicó, desconcertada——¡Si no soy nadie!” “Verás cómo lo entiendes en seguida…” –prometí, buscando la forma de rectificar lo que había sido punto menos que un exabrupto. Vicky se mostraba atenta a lo que iba a decir, como una buena alumna.

La capacidad intelectual, por muy apreciable que fuese, servía de muy poco por sí sola; era preciso el concurso de otras cualidades: cierta dosis de pragmatismo era una de las más importantes. Ella misma podría ser un buen ejemplo, pese a que tal vez no hubiera tenido oportunidad de reflexionar sobre el tema: no confundía sus deseos con la realidad. Por una parte, estaban los atractivos galanes y las jovencitas casaderas de las series televisivas y, por otra, la vida real, que debía afrontar todos los días. En cambio, los mencionados intelectuales, a menudo encontraban problemático conciliar ambos mundos, y empleaban la mayor parte de su existencia intentando discernir cuál de ellos era el suyo propio, mientras la vida –la única que existe— pasaba junto a ellos, como un sueño. La cabeza estaba hecha para pensar, pero los pies nunca debían perder contacto con la tierra firme, a fin de no extraviarse en especulaciones que no resolvían el dilema… “Grandes pensadores de todas las épocas han escrito al respecto –añadí——. Ya puedes figurarte la importancia que tiene esta cuestión”. “Creo que también tú podrías hacerlo, de verdad…” –sugirió. “Al menos, no pierdes el sentido del humor –repliqué——. ¡Ni por asomo!” “Chiquillo, ¡vaya rollo que te traes! –reaccionó, con inusual determinación—.

Te consideras fuera de juego sin más, como si… Espera, es mi turno –acotó, anticipándose a mis palabras—. Tienes cuarenta y dos años –me lo has dicho un montón de veces, como si se tratara de una enfermedad contagiosa—, eres un buen profesor, muy bueno, seguramente, porque no a todos les dan una beca de estudios. A tu regreso, ocuparás un puesto de mayor categoría, mejor remunerado… Si no has escrito aún ningún libro, estoy segura de que más adelante lo harás, y lo leerá mucha gente… Y a pesar de todo eso, sientes envidia –acabas de decirlo—de alguien como yo, sin talento ni cultura, que solo puede presumir –y no por méritos propios— de tener veintidós años y de ser muy sexy… ¿No te parece que eres un poco injusto contigo mismo?” No atiné a responder. El desencuentro era manifiesto.

“Me hubiera gustado terminar al menos el bachillerato, pero tuve que dejarlo –continuó, sosegadamente——. No sé nada de arte, de política, de literatura, de casi nada… Debo de resultarte aburridísima y, sin embargo, me acompañas a todas partes. Me agrada estar contigo, que veas en mí algunas cualidades y todo eso, pero, de ahí a que pienses que soy mejor que tú… ¡chico, hay un mundo! Y tampoco entiendo que te sientas frustrado, según dices, que no aceptes el mundo real, en el que estamos todos porque no podemos estar en otra parte, supongo… He oído decir que sentirse desdichado es una enfermedad de niños ricos, ¡lo que no significa que seas uno de ellos ni muchísimo menos!” “Mi caso es distinto, en efecto –constaté, dando por perdida aquella imprevista batalla dialéctica——. Tal vez debí limitarme a decir que tú eres lo mejor que me ha ocurrido en la vida”. “Es tu faceta galante, mi favorita –respondió, halagada—. Viéndolo bien, ha sido bueno conocerte: eres gentil, caballeroso, me acompañas a la compra, pagas el café, los helados… y conversas conmigo como si yo también fuera una intelectual. Y eso no es todo: si he oído bien, acabas de darme a entender que me amas… ¡No puedo quejarme, chiquillo!” Cogió mi mano y la retuvo, calurosamente. Nos detuvimos junto a la verja de un parquecillo. “Los pies, en tierra firme, la cabeza… para pensar con claridad –dijo, tratando de recordar mis palabras——. Estoy de acuerdo, pero olvidaste algo muy importante –me rodeó con sus brazos, atrayéndome hacia ella——. Los labios, ¿para qué sirven?” Me besó apasionadamente durante unos segundos. A mi filosofía le salieron alas y se fue volando por los aires. Aquel contacto íntimo, su persistente y ardorosa dulzura, me acompañaron el resto del día.

Vicky poseía la espontaneidad propia de las personas que nunca encubren segundas intenciones; el cálculo o la malicia le eran ajenos. A veces, bastaba con mirarla para adivinar sus pensamientos. No obstante, cierto día mencionó un asunto que, sin duda, se había propuesto de antemano sacar a la conversación.

Hacía ya un tiempo, dos compañeras de trabajo del Bluebelle, con las que acostumbraba salir algunos fines de semana, le habían pedido que participase en un proyecto del que sería, a la vez, lo mismo que ellas, socia y beneficiaria: alquilar una habitación —aportando cada una su parte correspondiente—, donde podrían reunirse o estar en compañía de alguien, si se daba el caso; una especie de espacio de libertad, utilizable a conveniencia de todas, las veces que hiciera falta. Vicky había aceptado, por compañerismo, si bien la idea resultó buena, a la postre. Las tres amigas habían pasado muchas tardes allí, ensayando nuevas coreografías para el show, por ejemplo, o conversando, simplemente. A sus socias les había servido, además, para llevar a cabo encuentros románticos (motivo primordial de la iniciativa). Vicky nunca había ido allí con ese objeto, y las chicas le gastaban bromas, alabando la fidelidad que mantenía respecto a su novio rockero…

Luego de este obligado preámbulo, Vicky insinuó que podríamos disponer de la habitación en alguna oportunidad, tomar una copa, escuchar música… Estar juntos, en definitiva. Me vino a la mente el impetuoso transporte afectivo que me había dispensado en el parque y asentí, sin demasiada convicción. “A ninguna le importa la compañía que llevas, les basta con saber si estás allí o no” –añadió, algo forzadamente, como si temiera haber dado un paso en falso. “Un lugar en la cumbre” – dije——. Es el título de una novela que estoy leyendo, ¿te gusta?”
Se trataba de un bloque de viviendas de renta módica, sin ascensor, la fachada llena de graffiti y la escalera poco iluminada. En cambio, la habitación (en el tercer piso) se veía limpia y ordenada: cada una debe dejar las cosas tal como las encontró, regla de oro en todo espacio compartido. Vasos, botellas –bebida de calidad— en la estantería, sillas, una mesa, un ropero, varias perchas vacías, un lecho de una plaza, cubierto por un edredón nuevo. Piso alfombrado, cortinas… Nuestra habitación cerca del cielo.

Todas las veces, experimenté la extraña impresión de estar repitiendo los mismos gestos –subir las escaleras y entrar “en casa”——, como si Vicky y yo formásemos una pareja estable desde mucho tiempo atrás.

Después de la habitual “conferencia” (así les llamaba Vicky a mis improvisadas explicaciones sobre un determinado tema), el ginger ale o el café y los bollos que comprábamos en una pastelería cercana; después de las bromas y las caricias, Vicky se desperezaba, dirigiéndose al lecho con estudiada lentitud. “Voy a dormir un rato –anunciaba—. Tú puedes hacer lo que quieras…” Una inocente broma que siempre terminaba de la misma manera y en el mismo lugar. Mis dedos recorrían su cuerpecito de sirena, tibio, sedoso, sin polvos de talco ni lentejuelas; ella me estrechaba fuertemente, como si de un momento a otro fuera a desvanecerme en el aire. Una vivencia dulce, auténtica, poderosa. Nunca creí que los mezquinos límites de tiempo y espacio pudieran desaparecer, aunque solo fuese por unos instantes, ni imaginé cuán juntas podían llegar a estar dos personas cuando sus almas se tocan, se entremezclan y se funden, creando la imaginaria sensación de haberse convertido en una sola.

Después… ella apoyaba la cabeza en mi pecho y mis brazos la rodeaban delicadamente. Permanecíamos en silencio, escuchando la lluvia o el lejano rumor del tráfico: habíamos aprendido, juntos, que en el amor tan importante es el apasionamiento como el sosiego. Una pregunta me acosaba con dolorosa insistencia: ¿qué ocurriría cuando el destino dejara de comportarse tan desacostumbradamente pródigo conmigo

A nuestros habituales recorridos por las zonas comerciales, añadimos Hyde Park, los domingos por la mañana. Un oasis en medio de la metrópoli, donde tan solo era perceptible el trino de los pájaros y el rumor de la arboleda mecida por la brisa.

La primera vez, elegimos un asiento al azar que luego, curiosamente, siempre encontrábamos disponible. “Saben que es nuestro, por eso nadie lo ocupa” –dijo Vicky. En efecto, así lo parecía.
Ella se levantaba temprano para llegar a la hora convenida, por lo que, en algunas ocasiones, el cansancio la traicionaba. Acurrucada junto a mí, para recibir mejor la caricia del sol, se adormilaba. Me ponía a contemplar a mi antojo su cabello color de miel, sus mejillas, blanquísimas (con un toque de colorete), sus labios, ligeramente entreabiertos. “Si la felicidad existe, pensaba, no creo que sea algo muy distinto a esto”.

En un momento dado, Vicky volvía en sí, muy despacio; ahogaba un bostezo con la mano, fijando en mí la cristalina profundidad de su mirada. “Perdona, me he quedado dormida” –se disculpaba.
Le agradaba ir de tiendas –solo por pasar el rato, advertía—con objeto de disuadirme de comprarle alguna cosa. Todas las veces impuse mi voluntad y ella la acató, reticente y algo avergonzada. Le regalé un billetero, un colgante de fantasía, un reloj de pulsera, un par de zapatos, fragancias de Avon o Lancaster… quizá algo más. “Estaría más contenta si no compraras nada para mí –manifestó en cierta ocasión——. No soy digna de tantas atenciones”. “¿Y lo son las demás? ¡No te creerás inferior a ellas!” –repliqué, un tanto fuera de tono——. ¿Dónde dejaste tu autoestima?” Una sombra de contrariedad afloró en su rostro. Nos trajeron lo que habíamos pedido; Vicky tenía las manos en los bolsillos del abrigo y miraba a los transeúntes, ignorándome. Un enfado de colegiala. “¿Vas a estropearme el día porque te acabo de recordar que vales igual –o más— que cualquier famosilla que sale en las revistas del corazón?” –le reproché. No se dio por enterada. Cogí con la cucharilla una porción del helado que le habían servido y se la alargué. Aguardó unos segundos antes de abrir la boca. “Esta es mi chica” –murmuré. “Un día conseguirás que me enoje de verdad” –anunció, dando a entender que su “rendición” no era incondicional. “La autoestima es lo último que podemos permitirnos perder los que no vivimos de las apariencias –apostillé——. Es incluso más importante que la esperanza”.

Un domingo, Vicky cambió su turno con una compañera de trabajo, pues teníamos pensado ir a la habitación.

Almorzamos en un céntrico restaurante. A la salida, me detuve para recoger un paquete que había dejado en la recepción. Vicky me miró interrogativamente.

“Encargo de un amigo, no pude negarme –expliqué——. Lo entregaré más tarde”. “No te creo –respondió con suspicacia——. Dime qué contiene”. “Ni idea. Me dio la dirección a la que debo llevarlo, no sé nada más”.

Cuando llegamos a la habitación, lo deposité sobre la mesa que había cerca de la entrada. Ella mantenía un desconfiado silencio. “Puedes abrirlo, si quieres, siempre que vuelvas a ponerlo todo en orden” –concedí. Naturalmente, a Vicky le pudo la curiosidad. Y descubrió un pequeño tesoro que haría las delicias de cualquier chica joven y coqueta: cuatro juegos de prendas interiores de seda, en diferentes tonos y un deshabillé, como el que lucen las actrices en escenas de dormitorio, todo de marca. Vicky palpó con dedos expertos la textura de las braguitas, de los sujetadores, sin disimular su satisfacción. “Pruébatelos, ¿a qué esperas? De todos modos, ya deshiciste el envoltorio –manifesté——. Si te van bien, hasta podrías quedártelos…” “Son de mi talla”—verificó, examinando las etiquetas.

“Asegúrate de que te van bien, por si acaso”—insistí. Sentado, en mangas de camisa, la corbata aflojada, la contemplaba con expresión risueña. Me miró para asegurarse de que no estaba gastándole una broma y empezó a quitarse la ropa; en unos instantes, semejaba una Venus bajo la incontaminada luz de media tarde. Se probó un juego, y otro, y otro, y otro, doblándolos cuidadosamente conforme se los sacaba. “Olvidas el deshabillé –advertí, sin darle tiempo a exclamar “ya te lo dije” o algo por el estilo——. Va sin nada debajo, por algo es francés…” Ligero como una pluma, con encajes bordados en los puños y el ribete inferior, transparentaba maravillosamente sus formas. “Perfecto –dictaminé——. ¡Puedes quedártelo todo!” “¿No tenías que hacer la entrega hoy mismo?”—me recordó. “Ya se me ocurrirá alguna excusa” –repuse en tono despreocupado, recostándome en el lecho, completamente vestido, la mirada en el cieloraso. “Mentirosillo –le oí murmurar——.Pensé que el paquete era para otra persona”. “Por supuesto que lo es –porfié——. Creo que me he metido en un buen lío, chica”. Adiviné que había dejado caer el deshabillé y que se aproximaba a la cama. “Un buen tirón de orejas es lo que necesitas tú, diablo de chiquillo”—advirtió. Cerré los ojos bajo su dulce peso. “¡Qué haces! –dije aún—Aquí hay sitio solo para uno…” Sus labios estaban a la altura de los míos. “Nunca me había puesto nada igual –susurró—. ¿Hasta cuándo seguirás tratándome como a una reina?” “Hasta que dejes de serlo” –respondí, acariciando las cálidas ondulaciones de su espalda. Sus fogosos besos me impidieron decir nada más… No me hubiera importado que aquellos momentos fuesen los últimos de mi vida.

Días después, Vicky insistió en acompañarme a mi alojamiento. “Las chicas no pueden entrar, es una residencia de estudiantes” –le previne. “Simple incursión de reconocimiento” –explicó, tomando nota de la dirección. En caso de hacerme una visita sorpresa, quería estar segura de llamar a una puerta que, efectivamente, fuese la mía.

A media semana, el conserje me entregó un voluminoso paquete que venía a mi nombre, sin remitente. En su interior, una nota manuscrita: Para mi perfecto caballero. Puse a la vista un traje, camisa y corbata a juego (adquiridos en una tienda de Oxford St., donde los precios rozaban las nubes) y un par de zapatos Clarks. Obviamente, un gasto muy por encima de sus posibilidades. “¿Te ha gustado mi regalo? –fue lo primero que preguntó cuando volvimos a vernos, adelantándose a un más que seguro reproche por su excesiva generosidad——.El domingo quiero verte de punta en blanco”. “Vicky, no debiste…” Acalló mi protesta poniendo su mano sobre mis labios. “¡Parecerás un profesor de la universidad!” –añadió aún.

El día más espléndido está inexorablemente abocado al ocaso. Minuto a minuto, con sigilo criminal, el tiempo feliz se evapora, como las gotas de rocío. Revoloteaban en mi mente unos versos leídos hacía mucho tiempo: hojas arremolinadas en un presagio de viento…
A medida que se aproximaba la conclusión del seminario, el comportamiento de Vicky, pese a ser solícito y cariñoso, como de costumbre, iba cediendo terreno, casi imperceptiblemente, a un cierto retraimiento. ¿Qué objeto tenía alimentar una pequeña llama destinada a extinguirse? Después de todo, pronto saldría de su vida de la misma manera en que había llegado, a hurtadillas, como un ladrón furtivo.

Algunas circunstancias personales que le concernían, contribuyeron a que el inmediato futuro no representase un giro en exceso traumático. En la fábrica, le habían ofrecido un contrato a tiempo completo, y el correspondiente incremento salarial –el Bluebelle dejaría, por fin, de ser un recurso extremo y poco digno para llegar a final de mes——. Por otra parte, Jeremy y su banda rockera habían concluido su ciclo de actuaciones, a remolque de nombres famosos, en pueblos y ciudades de mediana importancia, y pronto estarían de regreso.

Sin duda, el destino, luego de haberme favorecido con inusitada prodigalidad, me enviaba una señal inequívoca, como la Naturaleza nos advierte del cambio de estaciones.

En el fondo, lo único que me importaba era Vicky, y no la vida mediocre a la que estaba a punto de regresar, me apeteciera o no. Ella, en cambio, no carecía de perspectivas, afortunadamente; tenía más que suficiente para conseguir lo que se propusiera: juventud, vínculos afectivos (Jeremy recuperaría protagonismo en su vida), esperanzas. Llevaría una existencia más desahogada que sus progenitores, formaría una familia, saldría adelante. Otra frase, retenida en la memoria desde mis años jóvenes, se me antojaba muy apropiada para la ocasión: “olvida al fantasma que soy y sé feliz…”

De acuerdo en todo, ¡cómo no íbamos a estarlo en la manera de despedirnos!
Nos vimos por última vez en una cafetería próxima a Trafalgar Square, en la que nunca habíamos estado antes. Un acuerdo tácito pareció condicionar nuestra actitud, a fin de que aquella cita no tuviese, en absoluto, visos de un adiós definitivo.

Pedí café y ella, un botellín de agua. Y conversamos un rato, como simples conocidos que intercambian información circunstancial. El segundo álbum de The East Enders saldría al mercado dentro de dos o tres meses; quizá no llegarían a ser importantes ni famosos, pero la gente compraba su música y asistía a sus conciertos. En cuanto a Vicky, ya había firmado el contrato de trabajo fijo que esperaba; su nuevo horario, de mañana y tarde, empezaría a regir el primer día del mes entrante. “¡Eso está muy bien!” –aprobé, con sincero entusiasmo. “¿Y tú, ya hiciste los deberes?” –preguntó, a su vez. Tenía deseos de decirle que nada me importaba en el mundo, excepto ella, pero debía, ante todo, cumplir mi parte del “acuerdo”. “Obtuve un ‘notable’. No me lo esperaba”. “¿Lo ves? Aunque no te lo propongas, terminar siempre por destacar”—esbozó la sonrisa de los días felices. “Nadie me llamará ‘chiquillo’, nunca más…” –murmuré, sin poder evitarlo. “Será que no te conocen bien…” Abrió su bolso y se llevó a los ojos un pañuelito de papel. “No es así como quiero recordarte” –dije, recuperando el tono neutro que hasta ese momento había presidido nuestra charla. “Es que… lo que acabas de decir me ha puesto triste, de pronto” –reveló. Nos miramos a los ojos por vez primera desde que llegamos.

“¿Tiene algún sentido prolongar esta situación?”—pregunté. “Creo que no…” –repuso en voz baja, tras un leve titubeo.
Salimos. En la esquina más próxima, un grupo de personas aguardaba a que el semáforo les diese vía libre. Un abrazo breve, de inusitada intensidad, un beso en cada mejilla. “Cuídate, chiquillo. Y anímate –dijo, aún——. Serás feliz, importante…” Se giró, despacio, uniéndose a los peatones que empezaban a cruzar la calzada. Eché a andar sin rumbo preciso, abrumado por la certidumbre de que cada paso que me alejaba de ella, me hundía un poco más en el oscuro fondo de mi propia nada.

Epílogo

Han transcurrido veinticinco años desde entonces.

A lo largo de ese tiempo, he pensado muchas veces en Vicky, en su talante ingenuo y bondadoso, en la belleza de sus formas, en los días que pasamos juntos y los lugares que frecuentábamos… En nuestro extraño “noviazgo”, para ser breve. (Incluso conservo, casi nuevo, el traje que me regaló).

Estoy persuadido de que acabó casándose con Jeremy; responderá ahora por Mrs. Coates y será madre de un par de adolescentes más bien problemáticos, como lo son casi todos a esa edad, en todas partes… Tal vez, en determinados momentos, haciendo la compra o sola, en casa, se acordará de nuestras mañanas de domingo en Hyde Park o de nuestras tardes en la habitación, preguntándose qué habrá sido, finalmente, de aquel singular e imprevisto amigo, gentil, ocurrente, afectuoso, que en muchos aspectos parecía no haber alcanzado aún la edad adulta, proclive a ver el lado triste de las cosas, y a quien ella —una muchacha inculta, pero de alma noble—había conseguido devolver la alegría de vivir, aunque fuese por poco tiempo.

El Bluebelle habrá cambiado de nombre, o de propietario, o se habrá convertido en un rincón de ocio para clientela dudosa. El bueno de Charly, jubilado, malvivirá en algún cuartucho del Soho; tampoco él habrá olvidado a la pequeña Vicky y a su obcecado admirador.

Ayer leí una frase (la cito fuera de contexto) en un periódico de tantos: “Pese a la presencia temporal de algunas variables, en el fondo la situación es la misma de antes”. Pensé, con ironía, que se acomodaba muy bien a mi caso, sobre todo si iba acompañada por la imagen de sucesivos círculos concéntricos, de mayor a menor radio –en gris o azul marino sobre fondo negro—compacta, sin fisuras—— cuya razón de ser radicaría precisamente en su propia vacuidad.

Si en lugar de un simple dibujo, se tratara de un cuadro expuesto en algún museo de arte moderno, un experto quizá se aventuraría a otorgarle algún significado

(De la Antología Cuentos extraordinarios de Bolivia, compilada por Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)

Raúl Teixidó (1943) Escritor y periodista. En 1965 obtiene el Premio Nacional de Cuento “Fundación Edmundo Camargo” (Cochabamba) por “El sueño del pez”. Su primer libro de relatos, Los habitantes del alba, publicado con el auspicio del Departamento de Cultura de la Universidad, data de 1969. El mismo año, la revista “Aportes”, editada en París para América Latina, incluyó un ensayo (que tendría amplia difusión dentro y fuera del país, en razón de su tema): El minero en la novela boliviana. Su obra narrativa incluirá seguidamente tres volúmenes de cuentos, La puerta que da al camino, En la isla y Vuelos Migratorios, en los que –a la reseñada predilección por el subjetivismo y la introspección — se añadirán referentes cinematográficos, derivados de su vocación de cinéfilo, que asimismo data de los años de infancia y adolescencia. Su libro de memorias A la orilla de los viejos días es, a este respecto, una lectura casi obligada.

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