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Ramón Rocha Monroy – La música del sordo

Óigase el partido con el fondo musical de la Novena. No es obligatorio.

Juro por Dios que el cielo ya no era celeste y no porque hubiera nubes: el sol caía como un fardo de brasas, como lluvia sodomita, como granizada de hongo atómico sobre la tribuna, sobre mi cabeza, sobre todo el público: todos tostados, negros de tan morenos y untados de manteca rancia con olor a sopapo y a burro muerto. Vistas desde mi lugar las tribunas en construcción parecían jirafas o saltamontes: curiosas malformaciones del cemento. Entre jirafa y jirafa, graderías de vidrio. Esto al norte y al sur del campo de juego. Como para pensar en las esfinges transparentes de la cordillera: desde Preferencia se podía ver las patas de las esfinges transparentes. Entre un dedo y otro de la esfinge estaba, por ejemplo, la Taquiña como un ladrillo plástico en manos de un niño. En otra de las patas, la Cervecería Colón, tableta blanca para el dolor de cabeza de la esfinge; y, para mayor coherencia, encima de la esfinge, la Pirámide. Mi médico me decía: si le duele la cabeza, córtesela. A la esfinge, al parecer, se la habían cortado, porque solo se le veía la pechuga y las patas. (Como en esas pinturas influidas por Dalí en las que columnas hechas de cielo y nube sostienen el cielo, y porque son de cielo y nube, claro, son invisibles. Incluso no están ni pintadas: todo es cuestión de interpretación. Si yo decidía que en el vientre de esa Paloma—Picasso, en su buche, mejor, había un diamante, podía o no creérseme, pero yo lo veía así. Además el cubismo se presta a la creación mental de este tipo de poliedros. En Guernica, por ejemplo, yo veía animales heridos, sí, pero también andamios: después de la destrucción la reconstrucción; ni quién me prohíba de pensarlo. ¿Quién dudaría, por otro lado, que el mecanismo de los relojes de Dalí estaba descompuesto? No hay sistema mecánico o electrónico que aguante semejante forma. En cambio, hay asados de carne aplastada, que aquí se llaman silpanchos, que cumplen las reglas morfológicas de los relojes daliescos).

Se llenaba el Estadio en sus dos gradientes y hasta las tribunas en construcción, los andamios y los compases abiertos, las jirafas de hormigón, albergaban figuras de espejismo, sentadas hasta una altura de cincuenta metros, sobre sus graditas estrechas. Entre jirafa y jirafa, es decir, entre los futuros sostenes de la tribuna, otra multitud de espejismos colmaba toda la medialuna sentándose sobre bolitas de oxígeno, sobre el aire para que se me entienda, tejiendo un abanico de ñandutí sin cimientos. Todo era bello, aun el sol que nos condimentaba en nuestro propio sudor y nos cocía como parrillero experto. Ahora con vestido, la Fanática esperaba, nadando en sus jugos dérmicos, la irrupción de los puntos de colores sobre el césped. Vestía de rojo la Wilstermanista y agitaba sus brazos de callapo cuando yo me di cuenta que el sol tenía hemorragia y que once gotas de sangre caían sobre la cancha, gotas que avanzaban en hilera, de a dos en fondo y en dirección al círculo central rayado con tiza parvularia, y ya en su centro las bermejas se desplegaban en una fila que alzaba brazos a la Aurora y al Poniente, uno de los hombres de blanco y el resto con calzones azules manchado de rojos inconstantes los dos cuadrados del césped. Temblaba la tribuna cuando la Hincha percibió a los once de su equipo: abría las fauces y en la caverna abierta nacía el eco de los altavoces que anunciaban: Bilbao en el arco; Olivera, Villalón, Jimmy Lima y Navarro en la línea de zagueros; Torrico y Vargas en el mediocampo; Sánchez, Cabrera, Milton y Heraldo en la línea de ataque; y al propio tiempo un sapito chillón pronunciaba lo mismo en el receptor portátil de la Oyente: ——Bipibapaopo Opolipiveperapa Vipillapalópon Lipimapa Napavaparropo, Toporripicopo Vapargapas Sapanchepez Capabreperapa Mipiltopon ypi Heperapaldopo –menudo y chillón el sapito por la inclitorítica Radio Centro, y entonces dos, perdón, tres cuervos descendían Poéticamente al centro del verde y el camarín norte paría once gotas de cielo que repetían los gestos de sus rivales: ¡Wister! ¡Wister!, gritaba la Vozarrona cuando comenzó el partido: Vargas lo abrió con un taquito tempranero que chocaba en el botín de Cabrera: Sánchez partía en dos el aire con su golondrino vuelo; Cabrera empalmaba un trancazo en la de cuero y aire; una multitud celestial oteaba la trayectoria eleática de la esfera: Aquiles y la tortura descorrían el velo de la historia y del mito para ver, instantánea y eterna, la esfera en el pie de Sánchez, el viento en los cabellos del aquilénida Limbert Cabrera, la acometida craneana de Limbert, la esfera proyectada en otra elipse y el frentazo final de Sánchez y ¡Goooool!, y rota la telaraña del arco aurorista, pero entonces…

Como en un rito velatorio donde la unción impone a los feligreses la gravedad del mudo, miles de brazos se alzaban, incluidos los de la Festejante, se agitaban las tribunas pero ningún ruido, ni el revuelo de una mosca deportiva, rasgaba el silencio de piedra. Al mismo tiempo, la egregia figura del gladiador futbolista volvía a sus cuarteles con los brazos volantes, la cabellera de lombrices, pero cada vez, por glorioso, más lento, hasta que la carrera devenía, por despaciosa, danza funebrera. En la tribuna del sur los espejismos, uno de ellos tomando chicha, saltaban en el aire, pero sus gritos visibles en la separación mandibularia se adelgazaban en el aire y apenas llegaban a mí como zumbidos de oídos o inspección de la fragua digestiva o de la computadora de los nervios: NADA: no se oía nada y la fiesta era un movimiento de colores en una pasta de silencio, una felicidad sigilosa, un alborozo silente donde las bocas se abrían rítmicamente bajo el agua, como en una pecera, elevándose burbujas de agua como en el agua de mar o en las bebidas gaseosas, de múltiples bolitas ascendentes. La tribuna que nos brindaba asiento y la de enfrente, como el abanico del sur, quebraban su tercera dimensión y se volvían lienzo, lienzo salpicado de los colores básicos y de sangre, de cielo y sangre por la hinchada de ambos oncenos; lienzo mudo, añadiría, como todo ejercicio de pintura; y por mi sordera, música reducida a partitura impresa, danza sin música, escultura tumbaría, prosa y verso sin lector, cine chaplinesco. Luego, las tribunas fueron partituras abigarradas que reunían en concilio ecuménico un indefinido de opus en todos los tonos. Y en medio del caos musicante algunas notas se perdían, otras se abstraían del concilio, otras miraban, inmóviles, silenciosas, el movimiento musical de los agonistas que gladiaban por el balón de vellocino: ya lo tocaban, ya escribían con él puntos, rectas, redondas, quebradas; ya lo ofrendaban al cielo pero el cielo no recibía el ofertorio; ya lo conseguían con las manos pero quemaba y con empeine de golero o talón de Aquiles, el hombre de blanco pateaba el vellocino en pos del centro, y todos los movimientos de la esfera tejían un garabato de parábolas, un avatar de planetas, una vuelta del universo al caos, un cruce suicida de órbitas y el caos total, la gresca y el hombre de negro, el cuervo poetiano que tomaba en sus garras el vellocino y lo llevaba a las puertas de Tebas o a Troya sin caballos de madera, y cuando el ánimo guerrero se hacía silencio, Freddy Vargas, fecundo en ardides, Aníbal ad portas, Aquiles solitario, pateaba a la tortuga: el Ícaro alzaba vuelo hacia la aurora pero la tortuga rompía el portal en el poniente. La explosión popular no esperaba: quince mil brazos elevaban sus preces por la conquista del vellocino y quince mil bocas hacían con los labios la O coral, pero nada se oía: el cuervo poetiano besaba la trompeta y corría con alados pies pregonando el fasto. Varguitas, Sísifo de pantalón corto, camisa bermeja y larga melena tomaba su roca de vellocino y la empujaba al centro con gesto de gato experto en ovillos. Poco después, otra clarinada del cuervo convocaba al camarín a los argonautas; las tribunas ya no disgregaban notas sino músicos dejando sus atriles para botar orines: la Sinfónica más completa del orbe dejaba bancos, instrumentos y partituras y se iba al descanso. Y nada se oía.

Aquí la Festejante aceptaba una tutuma y deglutía la leche de maíz. Yo pagaba. La Bebiente concluía su libación y sonreía con sus treintaidós castillos de luna; eufórica, tonante, echaba la vida en manchas oscuras que amorataban el punzó de su vestido; en los sobacos y en las nalgas, manchas obispales derrotaban las tonalidades de la chicha vertida por descuido entre sus dos tetas. Sudaba la Bacante menos por el sol que por el sándwich de locotos cáusticos y un poquito de carne porcina. Pedía tres y se los zampaba en enormes bocados. Pedía nuevamente chicha y la echaba, mitad al gaznate y mitad al vestido. En el extremo de la tribuna, el comensal gordo mimaba todos sus gestos. Mientras, desalojados de orines, los músicos tomaban asiento en sus atriles; verdaderos expertos, afinaban miles de cornos, timbales, cellos, flautas dormidas, violines, trompetas, platillos, triángulos, xilofones, trombones, panderetas, maracas, bongós, baterías, chulluchullus, tubas, cornetas, flautas pánicas, zampoñas, quenas, instrumentos miles. El sol salpicaba sudor sobre el verde, y otra vez, gotas de sangre y de cielo. Volvía el vellocino cuando, a un toque de batuta en el atril, a una clarinada del cuervo poetiano comenzó la partitura en todo su vigor, en doble estallido que se diluía ominosamente y desembocaba en nuevo torbellino: las dos huestes asediábanse en juego táctico de muto reconocimiento. Un pizzicato de Milton era rápidamente desbaratado por la corambre escudaria de la defensa celeste, y en las tribunas, por una frase dulce, tranquila, pero tranquila a medias porque el fondo de cellos guardaba el peligro, el peligro que luchaba con la calma preludiando el estallido de la alegría, tomando del estallido frases sueltas. Aquí los cellos mugieron una melodía perezosa, bucólica, como de vacas tocando a Bach, en un continuo crescendo apoyado, paso a paso, por el chillido coral de los violines, plagiando éstos la frase esbozada, mugida, reforzándola a veces pero siempre pergeñando una pareja armonía, incluso durante el estallido de toda la orquesta en un repetir vibrante del mismo mugido: Limbert, del linaje de los dioses, dios él mismo de las fuerzas rojas, del Abajo y de la Izquierda; y Denis Claure, pálido guerrero esbozado apenas por la tinta casi invisible del propio Arquero Celeste dirigían, con sabiduría aquea y fervor iliónida, los movimientos preparatorios del ataque. Llegaban los frutos y ora los del peto cárdeno, ora los del celeste, manejaban el vellocino con destreza de ballet del Bolshoi interpretando las puntuales variaciones del cisne. Pero la paz efímera rompíase con un temible accionar del capitán celeste; y en la tribuna levantábase el comensal gordo de copularios recuerdos para mí y mi Pareja y convocaba, tenor tirolés en cumbre nevada, Oh freuuude…! A la barra del equipo celeste. ¡Freude! Y Freude schonner goterfunken dachter aus elisseum… tenorizaba su rapsodia de guerreros del cielo y de la aurora, despertaba el valor y el talento, incitaba a las coribantes del campo celeste que, en exquisita polifonía y solo aparente caos, tejían un reclamo cada vez más multitudinario y completo. No obstante, los guerreros de la aurora se veían impedidos de luchar frente a la escuadra de cárdeno peto: la defensa roja despedía llamas propias solo del infierno. Desfallecían las coribantes y los efectos del coro tomaban el último suspiro del mensaje y convocaban el final del acto, el clímax del ejército celeste. A ratos insistía el comensal gordo, y su barra, reanimada a medias, sopranizaba tímidamente la arenga solitaria, crecía luego y los efebos cimbraban sus bordonas vocales y elevaban, menos por fe que por entusiasmo, los brazos en letra de victoria. Pero no tardaba la reacción bermeja: como una sístole diástole oído por sabio chino comenzó un ritmo marchante, casi percusivo, casi tamborilero, tenue como si viniera de Lejos, hasta que las flautas espartanas, por corredores termopilitas, impusieron su marcha al ejército de argonautas rojos. Y ahora el silbido parcial era recogido por todos los instrumentos y ampliado hasta el clímax, para volver al ritmo marchante: para que alguien, como en una liturgia coplera, inaugurara la polémica musical a milímetros de mi cuerpo, irguiéndose en toda su estatura: era la Inflada baritoneando con el culo –para decirlo rabelescamente——, con el culo y la boca en el Habla de Schiller, en la Letra de Schiller y en la Música del Sordo; mágica la Cantante, conmovedora y carismática, pues las huestes de la aurora volvíanse adonde emergía el renacimiento rojo y ya quince mil voces se apropiaban del Baritoneo a la Alegría en una coral de fin de tercer acto, mejor, de Cuarto Movimiento. Animados los guerreros hendían el aire con sus afiladas narices, golpeaban, sabios, el vellocino bordando un ñandutí como si las agujas mismas bailaran una polca en los quintos infiernos, merced a la complejidad de sus pases, al cuerpo agónico, al ágora que se posesionaba de los once de la fama.

Un hombre gordo, protomulato, asmático, tortugón amoratado, en perenne ofertorio del humillo de sus hojas habaneras envueltas en ritmo, en espiral rumbera me miraba y quería decirme algo que se le olvidaba: sus labios develaban el afán de citarse a sí mismo: ——La esfera de cristal en manos de uno de aquellos guerreros, decía, tiene fuerza suma para si se toca con ella el ajeno cuerpo, cincuenta mil hombres de asistencia prorrumpen en gruñidos de alegría o rechazo. Aquí sobrevenía la calma repentina del asedio y de pronto el estallido por la arremetida personal de Milton, vellocino en sus pies, despidiéndolo como un presente griego que abriera un boquete en las puertas de Tebas. El cuervo poetiano negaba el contento, cortaba la partitura, hurtaba el vellocino del pozo central y lo fijaba junto a la puerta. La reacción del coro de guerreros no esperaba: anulaban la ofrenda, surgían, en el verderol y en las tribunas, las amenazas, las advertencias, el desasosiego de saber perdido el óbolo y con el vellocino en manos del Arquero Celeste. Para colmo, un artero iliónida hería de lejos el talón del Aquilénida Limbert; caía Limbert, poco afecto a picardías o a falsas lesiones y desde el suelo pedía a los dioses la nube salvadora o el carro de fuego que lo llevara al paraíso o a la muerte. Las coribantes ululaban temerosas de lo que viniera; a mi lado, la Solista aguardaba el momento del despliegue, seguía el huracán de las discusiones, de las disputas por el combate suspendido o del combate suspendido por las disputas. Alguien tocaba el corno y, entre el fragor de las quince mil coribantes, la voz de la Aquilénida perdíase sin remedio. La muerte y el asedio rondaban el campamento rojo; nada se definía; cundía el desconcierto en las filas del peto cárdeno; enredábase el combate; la victoria no era de nadie; ululaban las coribantes aun en el momento en que se dejó sentir el tímido renacimiento de los cantores. Ahora, los comentarios a gritos, los ayes, el caos y el fragor y el canto enredoso, temeroso el cuervo poetiano de haber perdido pito y batuta, y nuevamente el desasosiego, los asedios furtivos, y solo al influjo de la Carismática, la marcha triunfal no sin ayes momentáneos. Callaba la Nerviosa oyendo los lamentos de las mujeres. Llamaba, la Tácita, a la organización férrea y cuando menos el coro recogía su proclama y unía sus voces vibrantes viendo en el verde la esperanza y en el blanco la pureza de la acción.

No se perdía el combate; se reaccionaba vigorosamente, pero tarde; Samotracia no era de nadie; ya el cuervo poetiano tomaba por enésima vez su clarinete y convocaba a las huestes, para siempre, a los camarines.

La Música del Sordo se diluía; las coribantes vaciaban la tribuna y escondían celosas su cuota de letra y música: la llevaban a sus casas oculta entre sus cuerdas vocales. Los músicos enfundaban sus instrumentos; desaparecían los atriles, volvía el silencio; y si el ataque de sordera me había poblado con la Música del Sordo, las tribunas vacías me daban, ahora, el sonido del silencio. La Enardecida movía los labios en un fraseo silente; se fastidiaba al no hallar eco en mis caracoles, vociferaba con los ojos, braceaba como aspas de molino y yo no escuchaba absolutamente nada.

¿Qué decirle?

——Te invito a la Quinta de Beethoven. Sus platos sirven, de lo barroco criollo lo exquisito.

(De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)

Ramón Rocha Monroy, Cochabamba, 1950. Escritor y periodista. Uno de los grandes novelista de Bolivia. Su novela El run run de la calavera integra la lista de 15 novelas que seleccionó una reunión de 40 expertos convocados por el Ministerio de Culturas. En 1975, ganó el Premio de Ensayo Franz Tamayo con “Pedagogía de la liberación” y en 1977 obtuvo el segundo premio de cuento con “La salvación dela muerte perenne”. En 1996 se adjudicó el Premio nacional de Novela Erich Guttentag con “Ando volando bajo”.  Ha publicado también las novelas ¡Qué solos se quedan los muertos!, Potosí 1600 Premio nacional de Novela, Ladies Night, La casilla vacía, Ando volando bajo y Allá lejos. Es columnista de Los Tiempos, Opinión y La Prensa.

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