Maximiliano J. Benitez
Aquella noche, todos padecimos.
Desde la penumbra, como si surgiera de ella, con los primeros acordes del dúo de guitarras, las palmas de los cantaores marcando el compás, y al tiempo que los focos iban tenuemente iluminando la madera del tablao, Rafael Peral subió, con gesto adusto y la mirada vuelta hacia el interior, los seis peldaños al escenario. Subió lentamente, midiendo cada paso, como si la escalera fuera el tránsito a la presencia de ánimo o a la transfiguración. Era la primera vez que le vería actuar y no sabía con qué iba a encontrarme. Le había conocido tan solo un par de horas atrás, su imagen aún estaba fresca en mi mente, pero admito que me llevó unos minutos caer en la cuenta de que el hombre de traje gris y actitud ensimismada que ahora pisaba el escenario era el mismo que, al llegar, nos había saludado a todos amablemente, risueño y campechano.
Era la primera vez que iba a verle actuar, sí, pero también lo sería para las cincuenta sesenta personas que formaban el público expectante de la noche; un público nutrido de turistas ávidos de regresar al terruño con un recuerdo, el que sea; un vídeo grabado con el móvil de última generación, o quizás con algo de suerte, una foto con alguno de los artistas. Los anhelos del foráneo (también del público local ya ajeno a todo esto) están labrados en tópicos y lugares comunes, en arquetipos que forman el paradigma. Y si no llega a suceder nada de lo que se da por hecho, ya se encargará la imaginación de cincelar el recuerdo. Así, mientras los turistas acaban sus platos de comida tradicional, el cuadro flamenco se prepara para entrar en escena entre flashes y charlas inoportunas de los comensales. Una rutina ajena a este género musical de raíces tan diversas e inescrutables. Insondables por la distancia insalvable del tiempo.
Porque ha llovido mucho desde que los primeros gitanos llegaran a la península, unos seiscientos años dicen los entendidos; y más de medio milenio desde que partieran de las tierras del norte de la India, atravesaran Afganistán y Persia, y bordearan el Mediterráneo para instalarse en el sur, en el crisol de razas que es y será Andalucía. De ese viaje, de partidas y penurias, de rechazos e infinita tristeza también se nutriría lo que hoy conocemos como flamenco.
Y también para el flamenco (especialmente este género nutrido de incontables culturas) ha llovido desde entonces, espoleando de alguna manera a sus intérpretes primigenios a adaptarse a la magnitud de los cambios que se generaban, ya no en el entorno sino en el cerco de la historia universal. Y si en su prehistoria, cómo género, involucraba a muy poca gente en un ámbito más bien íntimo, de corte familiar, “un quejío entre unos pocos”, con el garrote del tiempo y la llegada de los cafés cantantes llegaría para los desheredados y denostados gitanos la oportunidad de emerger (circunstancialmente como todo salvoconducto) de la miseria enquistada valiéndose de sus propios lamentos, ahora cristalizados en arte popular; y hacerlo además a cuenta del rico del pueblo o de los reclamos del público que progresivamente se congregaba en estos recintos probablemente muy distintos a lo que consideraríamos hoy en día un local de actuaciones. Creo que esto no ha cambiado sensiblemente, pero podríamos llamarlo justicia poética sin dejar de lado la precariedad del colectivo.
Pero, sin lugar a duda, el cambio drástico fue en la percepción que el público tenía del arte flamenco, de la cultura gitana y de su arraigo ya evidente y tan fructífero con el sur de España. Puede que la popularidad no fuera un bálsamo para los artistas de entonces, obligados a actuar en jornadas agotadoras que mermaban la calidad de la actuación, pero no es menos cierto que fue ampliando su espectro y el esquema de expresión en la medida que fue profesionalizándose. De los cafés cantantes a los tablaos en las ciudades hay un paso de gigante de unos cien años, un salto de época que dibuja un escenario de profesionales que viven desarrollando un género cada vez más minoritario y por eso mismo infinitamente valioso.
Pero a ese flamenco íntimo, anterior a los tablaos y cafés cantantes, cerrado al exterior, dolido y metafísico por clamar en el tiempo un dolor ya tan distante como cotidiano, es cada vez más difícil acceder (a menos, claro está, que se pertenezca a alguna de las familias que aún llevan de manera ortodoxa los rasgos propios de su cultura); de la misma forma que es arduo discernir entre un autor que escribe para lucrarse y otro que lo hace para no perder la cordura. En los pocos pero intensos años que trabajé en uno de estos grandes tablaos de ciudad, he visto (como en botica) de todo y de todos los colores y, como aquellas lecturas importantes de mi primera juventud guardo en la retina de la memoria aquellas que realmente, sin florituras ni gestos impostados fueron cruciales en mi vida, mientras que echo en el olvido las que no me han aportado ni la media sonrisa de una anécdota.
Aquella noche que Rafael Peral pisó el escenario fue, precisamente, uno de esos momentos que no se me olvidarán.
Hubo un primer taconeo, seco, firme, al tiempo que los brazos alzados parecían descifrar, en una oda labrada en el compás, la voz rota del cantaor. Dejé de atender las mesas para abandonarme a la contemplación de lo que estaba sucediendo. Fue como si de repente, emergiendo de la sombra, de los rostros dramáticamente iluminados por los focos del escenario, pudiera percibir a través del sonido de la voz del cantaor, las guitarras y el baile de Rafael, el ensamble terrenal del viaje milenario que iniciaran aquellos primeros gitanos, trémulos de pura incertidumbre, abnegados al exilio eterno.
Durante su actuación nadie fue capaz de articular palabra, o coger un vaso o apartar la mirada. Todos, yo incluido, pudimos acercarnos con fascinación al dolor hecho baile, un baile cuya raíz era más lejana, por diversa, de lo que creíamos. Rafael danzaba y todo Oriente bailaba con él, como en una suerte de ritual; y la voz dolorida del cantaor fue, por un instante en el que el tiempo no puede medirse con agujas, comprendida, asimilada y atravesada en la pulsión que hacía de Rafael su más noble vehículo. La actuación acabó con un fuerte taconeo que golpeó directo al corazón, encogiéndolo en la sabiduría que no se aprende en academia alguna que no sea la del mismo devenir, de las tribulaciones de la vida sin artificios. Rafael Peral no es gitano pero, como muchos de los artistas que actualmente se dedican a este noble arte, ha sabido descifrar, con modestia y entrega, el verdadero significado de una emoción tan abigarrada, y mejor aún: poseer la virtud de poder encarnarlo en cada nueva actuación.
Y así, como en la más poderosa de las poesías, aquella madrugada regresé a casa con la certidumbre de que todos, horas atrás, sin proponérnoslo, habíamos padecido junto al bailaor el más arraigado de todos los sentimientos, el de la conmiseración. Porque los sentimientos más profundos no se viven, se padecen.
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Rafael Peral Vázquez es un bailaor y coreógrafo nacido en Barcelona, España.
Comienza su carrera con el maestro José de la Vega, titulado en Danza Española por el Conservatorio Profesional de Danza Instituto del Teatro de Barcelona. Su formación continua con maestros como el Toleo, la Tani, la Chana, Manolo Marín, la China, y Antonio Canales entre otros… En 1996 se incorpora a la compañía de Antonio Canales interpretando el papel del toro en su espectáculo Torero, participa en los montajes de Gitano, y Bengues bajo la dirección de Lluís Pascual. Posteriormente entra a formar parte en diversas compañías como María Pagés (La Tirana), Güito y Manolete ( Puro Jondo ), Adrián Galia ( Paso a paso ), Eva la Yerbabuena ( Eva y 5 mujeres 5 ), Sara Baras ( Juana la loca y Sueños ), Juan Andrés Maya ( La Pasión ) y El Flamenco Vive ( 4 Estaciones) entre otras… Colabora como artista invitado en el espectáculo de Víctor Monge “Serranito”. Trabaja en diferentes tablaos como El Flamenco (Tokio), Corral de la Pacheca, Café de Chinitas, Corral de la Morería, Las Tablas, Torres Bermejas, Las Carboneras y Casa Patas. Presenta, junto con Marisa Adame, sus propios espectáculos, Jonda Emoción, en el Auditorio de Nerja, en el Ciclo Distrito Artes y en las XII Jornadas de Cante Flamenco de Candeleda. Y Raíz de 4, estrenada en la Cátedra de Flamencología de Félix Grande de San Sebastián de los Reyes y con la Fundación Casa Patas gira por Argelia (Orán, Constantine y en el Teatro Nacional de Argel) y gira por CUBA-EUA (Teatro Nacional de La Habana, Historic Asolo Theater de Sarasota, Miami Dade County Auditórium de Miami, Teatro Gala de Washington D.C.
En el siguiente enlace podéis disfrutar de una de sus actuaciones en Casa Patas, Madrid.
https://www.youtube.com/watch?v=2LlRg1zQeDM
Fotografías de Alberto Romo