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¿Qué leer, qué escribir?

De: Claudio Ferrufino-Coqueugniot / Inmediaciones

Comienza a crearse en Bolivia una controversia acerca de si lo que leemos ayuda o no en el desarrollo de una literatura boliviana, ¿nacional? Importa, por supuesto, el influjo de tendencias distintas, de puntos de vista nuevos, diferentes, hasta opuestos. Negarlo sería absurdo, no en vano curas y dictadores prohibían el ingreso de libros considerados herejes. No en vano nazis y garcíamezistas los quemaban alumbrando de ignorancia la noche.

Hay que partir de que el ser humano es uno y que pese a todas las ambigüedades el hombre comparte ciertas, que son muchas, razones, sensaciones y sentimientos en común. Hablamos así de una única y gran literatura, patrimonio colectivo. Creer que una novela de corte «costumbrista» (malamente se considera costumbrista a todo aquello que apunte a épocas pasadas, a costumbres propias o tradicionales) sea ajena o de escaso interés para miembros de otras culturas es error. Escribir acerca de un novel universo cibernético, incluir Volskswagen blancos o Vaio laptops en nuestras letras es aceptable, pero no implica un cambio de marcha en el proceso generativo de una literatura original.

Se habla de cine y de fusionar su dinámica de arte con la de la letra escrita; son rostros de una misma medalla. Andrei Tarkovski hace «Solaris» -o «Stalker»- como «Andrei Rublev»; Coppola mistifica a Conrad en su inolvidable apocalipsis vietnamés y se adentra, con cierta falta de poética en mi opinión, en la gótica de Bram Stoker. Eisenstein es vanguardista y clásico al mismo tiempo, prosista y poeta («Octubre, «¡Qué viva México!»), cineasta y escritor. «Rinconete y Cortadillo», de Miguel de Cervantes, así anciana destaca como obra maestra de contemporaneidad.

Me decía en 1986, en la Sorbona (yo no estudiaba allí, pero cruzaba los bulevares por los pasos a nivel, caminaba y agarraba el subterráneo para almorzar en su comedor), un amigo, doctor en Astrología, que para conocer la literatura bastaba con leer a los clásicos: a Cervantes, a Shakespeare, a Goethe, a los griegos. En ellos estaba todo, lo antiguo y lo actual, incluso el porvenir. Tenía razón: el «Quijote» es fuente inagotable de enseñanza y en él se resume la novela moderna. Pero los autores jóvenes, hablando de lo que conozco en Bolivia, no leen estos libros, no conocen a Montaigne ni a Plutarco, creen que concentrándose en la magia de libros actualísimos han descubierto lo que nos falta para progresar como literatos. Se equivocan; lo que falta es leer más y dejar de crear mitos.

La mitificación propia de nuestra manera de ser es obstáculo al parecer insalvable. Mientras no reconozcamos lo poco que somos, lo mucho que necesitamos, no surgirán entre nosotros grandes novelistas, serios poetas. En Bolivia todavía se juega con la afectación y la vanidad. Hay que observar al gran Kapuscinski cuando retoma al también grande Heródoto para cubrir sus mágicos viajes literarios.

La temática no importa, puede ser la guerra de las galaxias sita en los cielos altiplánicos, o volver, como lo hizo y lo sigue haciendo Adolfo Cáceres, a los primeros días de la guerra independentista. Cuando Adolfo me escribe y relata que su segunda novela comienza en Tucumán, con un Belgrano apesadumbrado de lo que ocurre en el Alto Perú, estamos hablando de arte, de literatura, y no es Cáceres anacrónico en ningún sentido, capta con perspicacia que en aquellos oscuros días de Huaqui, Potosí, Vilcapugio, Sipe-Sipe duerme y ha de aflorar una esencia nuestra, universal pero también privativa, que le permitirá crear una obra artística y a nosotros apreciarla.

Hay que leer todo, desde periódicos hasta recibos de compra, carteles de los buses (los micros del país tienen literatura aparte), cada libro que caiga en mano. La globalización y, triste decirlo, hasta la piratería permiten hoy un acceso mayor a la información. Jamás podremos abarcar la totalidad, pero si se intenta restringirse al verbo generacional, a leer a autores en boga si no de moda, se cae en la incertidumbre del vacío, porque las bases que apuntalan a esos mismos escritores son posiblemente vastas y de amplia cronología. Borges es el mayor ejemplo cercano a nosotros y a nuestro tiempo, y nada mejor que una conversación entre Piglia y Bolaño para comprender cuán importante es beber de las fuentes, de Plauto como de Petrus Borel, de Horacio como de Saint-John Perse, de Cecco Angioleri y del Dante, de Villon y Schwob, de José Eustasio Rivera y de Martín Luis Guzmán, de Ricardo Palma, José María Arguedas, Nataniel Aguirre, Pamuk, Lem, Schulz, Kafka. Juntos, y a la vez.

Dialogar acerca de lo que carecemos es positivo. Despreciar lo que somos, no. Nuestro crecimiento difiere de otros e intervienen historia, educación, geografía, religión, etnicidad, economía en delinear las producciones de un pueblo. Afirmar que en Bolivia no hay grandes poetas es prematuro. Nuestra herencia, la de la poesía nativa, es rica; hallaremos que en ella, indígena y vieja como es, hay tanto de talento, tanto de universalidad como en los poetas mayores. Heredar de Tristán Tzara mientras nos nutrimos de los ignotos vates ancestrales.

Lo que se necesita es amplitud, autocrítica; mucha, hasta excesiva lectura, y promocionar sin mezquindad el surgimiento de genuinas voces nuevas. Bolivia es todavía un país que vive escondido, sus letras también.

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