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Prólogo / Caspa de Ángel

Prólogo a Caspa de ángel, Antología de cuentos, crónicas y testimonios del narcotráfico, compilada por Márcia Batista-Ramos y Homero Carvalho Oliva

Prólogo de Homero Carvalho Oliva

El narcotráfico en Bolivia llegó a institucionalizase en el poder político, de tal manera, que a nadie sorprende que los gobiernos de turno sean cómplices de productores y exportadores de la droga; la razón es muy sencilla el negocio deja inmensas cantidades de dinero que enriquece a muchos y es lavado para mejorar la economía nacional. Sin embargo, el tema no ha sido analizado aún con la suficiente seriedad para comprender el fenómeno en su verdadera dimensión integral: Social, política, económica y cultural.

Recuerdo que, en un debate acerca de la realidad nacional en una de mis clases de Sociología del Derecho, un estudiante, que se identificó como capitán de policía, nos aclaró que el verdadero problema de Bolivia no es político ni ideológico, “el verdadero problema de nuestro país en el narcotráfico y cualquier gobierno que suba va a tener que pactar con ellos. Ustedes no tienen idea del volumen de droga que se mueve en el Chapare”.

Veamos un poco de historia. En los ochenta, mientras grandes sectores de la sociedad norteamericana caían adormecidos por el influjo de la cocaína, y los mafiosos y pandilleros se enriquecían con la distribución y venta al raleo de la cocaína, la farándula de artistas, actores, pintores, poetas y gente millonaria, era la principal consumidora y promotora de su consumo, que alcanzó su paroxismo en la discoteca Estudio 54, donde el lema era un verso de William Blake: «El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría» y en una pared se podía ver, en neón, el perfil de una nariz inhalando estrellas. En Bolivia, en la década de los ochenta, la maquinaria del narcotráfico estaba en su apogeo, pero nunca imaginamos lo descomunal y dramático que llegaría a ser para la vida del país, ya que hubo fragmentos de la sociedad que se rindieron ante el poder económico de la droga, algunos, para incrementar sus patrimonios económicos, y otros para hacerse ricos de la noche a la mañana. Se generaban fortunas de un día para el otro, literalmente, porque eso era lo que tardaban en viajar las avionetas: Entregar la carga, cobrar y regresar a Bolivia. Tanto fue el auge de la cocaína que hasta sectores de lo más granado de la sociedad cayeron en su sombrío encanto. Los narcos se metieron al bolsillo a la oligarquía y también a otros sectores sociales que competían por recibir las migajas del negocio.

Los grandes operativos de la agencia norteamericana contra las drogas se iniciaron justamente en esa década, cuando ya la adicción a la cocaína se extendía por los Estados Unidos como una plaga para la cual parecía no existir antídoto posible. La consumían actores, actrices, artistas y bohemios; así como los veteranos de Vietnam, con el fin de intentar olvidar sus crímenes, para dejar de ver los rostros de las niñas asiáticas violadas, las aldeas arrasadas o, simplemente, aliviar el sentimiento de culpa por haber participado en algo tan siniestro como la guerra misma; la inhalaban para no escuchar los gritos de hambre de sus propios hijos, para no sentir la angustia de quedarse sin casa, de ver el futuro sin esperanza y, también, la consumían los negros perdidos en las grandes ciudades como New York, a quienes su color los condenaba a la miseria, como si eso fuera una maldición congénita de la que querían huir con la primera droga que encontraban en la calle. Todos, dependiendo del dinero que poseían, pedían mayores dosis de sulfato base para fumar en los callejones o clorhidrato de cocaína para inhalar con billetes de diez de dólares mientras se veían a sí mismos en el espejo en el que desplegaban las líneas del polvo de las estrellas.

Estados Unidos fue y es el espejo en el que todo el mundo mira el consumo de cocaína; sin embargo, hoy, como ayer, los ricos de todo el mundo siguen volando en las alas de la mosca y los pobres habitan sus propias sombras cuando fuman pasta base; los primeros mueren lentamente y pueden sobrevivir décadas, los segundos se aniquilan en pocos años. En Estados Unidos hubo dos reyes de la droga, el negro Frank Lucas, a finales de los sesenta, que llevaba heroína a los Estados Unidos desde Asia y que, a punta de coraje y asesinatos, logró imponerse en el peligroso y despiadado mundo del hampa norteamericano. Años más tarde aparecería un colombiano, mestizo, gordito y de bigote bien cuidado, Pablo Escobar, que en los ochenta ahogó a los gringos con toneladas de cocaína, mientras las plantaciones de coca y la producción de cocaína se multiplicaban geométricamente en Bolivia, Perú y Colombia.

En Bolivia, esa época la podemos catalogar como “una época romántica”, porque incluso teníamos un “Rey”, Roberto Suárez. Estas dramáticas circunstancias obligaron al gobierno norteamericano a tomar las cosas en serio, a disponer de millonarios fondos y a crear una fuerza especial de lucha contra el narcotráfico, la Drug Enforcement Agency, la famosa DEA, que actuaba dentro y fuera de su país, condicionando la ayuda económica a la imposición de sus propias normas y métodos en la lucha contra las drogas. Así fue cómo agentes bien entrenados comenzaron a trabajar encubiertos, undercover, en las redes de narcotraficantes mexicanos, bolivianos, peruanos y colombianos. En esa época los de la DEA eran el verdadero poder y fueron abusivos como todo poder sin control social.
El gobierno de Evo Morales expulsó a la DEA, pero el narcotráfico nunca se fue y cobró inusitada fuerza amparada por ciertos ministros de Estado, tal como se lo puede comprobar con denuncias que lamentablemente nunca prosperaron; en los últimos años se multiplicaron las matanzas que empañaron la década de los ochenta. Hace unos años se supo del asesinato de una modelo y de su padre producto de un posible ajuste de cuentas; también se encontraron los cadáveres de tres jovencitas que dizque salían con narcos colombianos, los asesinatos se repiten por todas las ciudades del país especialmente por las de frontera, lugares ideales para el tráfico de droga. En estas ciudades o pueblos no solamente se huele a basura podrida, también a muerte. Si fuera cierto que las ciudades se edifican sobre sus muertos, en Bolivia hay tantos cadáveres por muertes violentas como para construir oscuras y góticas catedrales a la Santa muerte. Si bien es innegable que, todavía, no hemos alcanzado el grado cruel de violencia de México estamos muy cerca de imitarlos.
En pleno tercer mileno, cada semana, en aparatosos operativos, la fuerza antidroga encuentra grandes laboratorios de cocaína, siempre abandonados o con algunos pobres hombres que hacen de “chivos expiatorios” y la cosa sigue y sigue… Agarrar a unos peones no significa atrapar a los verdaderos culpables que están por encima de las instituciones; pero esta es una ficción necesaria para que sigamos creyendo en el Estado como la autoridad que puede castigar a los infractores.

En los últimos años, la droga incautada, según las estadísticas, representa apenas el diez por ciento de la producción total. No olvidemos que los narcotraficantes tienen una gran capacidad de reproducción, porque son como la hidra, a la que cuando se le corta una cabeza, le nacen dos y, si bien se han soterrado y no son tan pedantes y visibles como en la década de los ochenta, solamente han cambiado de máscara y de color como el camaleón, pero no han desaparecido.

Solo como ejemplo recordemos que a media cuadra del Palacio de Justicia de Santa Cruz de la Sierra, aún se sigue vendiendo droga y que cientos de drogadictos sobreviven en la miseria de los canales de desagüe de la ciudad, habitando una urbe perdida, como si fueran topos humanos a los que la sociedad prefiere olvidar, cuyo número crece aceleradamente y que me hicieron recordar una frase de Óscar Cerruto, de su libro Cerco de penumbras, que dice algo así como: «Pertenezco a la calle, pertenezco a la ciudad, soy un ingrediente de su aniquilación y de su desprecio». Todo mundo habla de la aldea global, pero nadie parece entender que no hay nada más global que las drogas. De nada sirve que algunos escritores, intelectuales y curas se pronuncien sobre este tema, si Estados Unidos, el principal consumidor del mundo, prefiere «guardar un silencio bastante parecido a la estupidez». Parece que se hace muy poco para frenar nuestra caída al infierno.

La década de los ochenta fue época en la que los inocentes, con un abyecto conformismo, parecían seguir el consejo que da un político, personaje de la novela «La silla del águila» de Carlos Fuentes, que dice: «Cuando los coyotes aúllan, hay que aullar como coyote. No vayan a creer que uno es gato». Así que todos querían ser incluidos, quizá porque «La pesadilla más atroz es la que nos excluye», como lo afirma Carlos Monsiváis en «Los rituales del caos», optaron por la actitud de los monitos de no hablar, no oír y no ver, llenos de impotencia y temor para enfrentar una realidad implacablemente acusadora.

En esa década perdida la única profesión rentable era la de piloto de aviación civil; se abrieron muchas escuelas de pilotaje en Trinidad y Santa Cruz con cientos de alumnos que en tres meses ya tenían la licencia de piloto de aeronaves; ser capitán era mejor, más lucrativo y rápido que ser médico, licenciado o ingeniero, incluso que sacerdote; que los pichicateros se convirtieron en el mejor partido para las jóvenes casamenteras, y los padres daban su beneplácito cuando uno de su clase pedía la mano de la muchacha o se «la robaba» para vivir con ella.. Un nuevo oficio se impuso, también, entre los jóvenes campesinos desocupados, el de «pisadores» de coca, así como otra nueva profesión, la de «químico»; así eran llamados los expertos en la fabricación de cocaína, que sabían cómo armar las bateas con hule donde se pisaba la coca, que ya estaba mezclada con agua acidulada con ácido sulfúrico; de ahí obtenían el «agua rica» de la que, luego de batirla en botes de plástico, saldría la pasta base, de allí seguiría el proceso de oxigenación con permanganato de sodio para la refinación del clorhidrato.

La cocaína, «alas de mosca», «escamas de pez», «polvo de estrellas o stardust», «caspa de ángel» y otras metáforas que aluden a los excepcionales atributos del clorhidrato de cocaína, palabras bonitas con las que encubren el verdadero carácter dañino de su consumo. Hablando de metáforas, recuerdo que cuando leí «El Conde de Montecristo», de Alejandro Dumas, me llamó la atención que en una parte destaca las virtudes de «un polvo de los Andes», lo mismo sucedió con Sir Arthur Conan Doyle, quien hizo que su famoso y emblemático detective fuera un consumidor de cocaína, y ellos no fueron los únicos autores que hablan de ello, muchos otros ayudaron a crearle un aura mítica a la droga. La canción «Cocaine», compuesta por J.J. Cale e interpretada por Eric Clapton que, en realidad, va contra su consumo, se impuso como el himno de los consumidores, tanto entre los de habla hispana, porque no sabían ni les interesaba la traducción de la letra, como entre los gringos, porque les daba la gana de ignorar el mensaje de «ella no miente, ella no miente, ella no miente», porque querían que la droga sacara de su interior lo peor de ellos mismos. Lo mismo sucedió con el blues de Johnny Cash en el que cuenta la historia de un drogadicto que mató a su chica de cinco tiros y, también, ignoraron la poética canción de Bob Dylan que advierte sobre los severos daños en el cerebro que produce la droga. Los «narcocorridos» de México se pusieron también de moda por acá, e incluso un conjunto folclórico de música oriental, Los Cambitas, compusieron una pieza titulada «El negocito», que advertía de los peligros del «producto blanco», que todos la bailaban, pero nadie hacía caso de lo que la letra decía. Después le sigo contando que los niños habían dejado de jugar a ser ganaderos, soldados o incluso políticos, que en Bolivia es muy rentable, por jugar a ser narcotraficantes; el tráfico se convirtió en la piedra de toque de los juegos infantiles, los niños ya no jugaban a la guerra entre naciones, lo hacían entre bandas rivales. Y que nuestro país se había transformado, en esos años, en un perfecto «narcoestado», en el que gran parte de los funcionarios públicos con cierto poder, aprovechaban para sacar su tajada de una torta que parecía inagotable y delirante como las escenas del capítulo: «Una merienda de locos» de «Alicia en el país de las maravillas», del escritor inglés Lewis Carrol, y que de esa merienda participó mucha gente, tal como lo cuenta una hermosa colombiana presentadora de noticias, que fue tapa de más de cien revistas de moda y farándula como Cosmopolitan y otras, fue amante de Pablo Escobar, él la consideraba su mayor botín de guerra, pues, era una hermosa y culta «fantástica», que terminó colaborando con la DEA para salvar su vida.

Durante la década de los ochenta, el Estado andinocentrista se convirtió en «cocaínocentrista» y todas las actividades comerciales y negocios giraban en torno al polvo «ala de mosca»; tanto así que los grandes importadores de automóviles, abrieron agencias en pueblitos perdidos en la Amazonía. Las grandes joyerías hicieron lo mismo, junto a las finas mueblerías y empresas constructoras, que llenaron las capitales de Santa Cruz y Beni y otros pueblos con edificios, todos ellos de una fealdad escalofriante, en cuyo diseño, se ve una mezcla de estilos y escuelas arquitectónicas incompatibles, versiones urbanas del mal gusto —la magna representación de la cursilería—, los narcos creían estar cumpliendo sus sueños de tener sus propios castillos y ser señores feudales, acaso príncipes y duques. Aunque, había que reconocer que ayudaron a paliar la crisis económica, pues empleaban obreros, albañiles y compraban todo lo que sus ojos veían, y lo que no lo hacían traer de afuera.
Esta hegemonía cultural, especialmente en los pueblos, que nunca fue estudiada en Bolivia por ningún sociólogo hizo que se impusieran nuevas normas sociales que rompieron la tensión moral, entendida como forma de actuar o de sentir, para reemplazarla por la venganza y el consumismo que fue el mayor símbolo de la opulencia que todos querían imitar, vistiendo ropa de marca y relojes finos; que los narcos compraban para sus casas, con avidez animal, todo lo que creían bonito o de moda, desde inmensos y obscenos jarrones, esculturas de yeso, imitaciones de cuadros de famosos pintores, juegos de comedor, livings, alfombras persas, los últimos juguetes que salían en Estados Unidos y Europa, y todos los electrodomésticos posibles; los que se creían más refinados adquirían antigüedades recién fabricadas y porcelanas chinas Made in Taiwán o burdas imitaciones de las porcelanas de Limoges, así como pinturas y esculturas de artistas de moda, en la creencia ciega de que el tener más cosas otorgaba prestigio, hacían y hacen gala de ese carácter dispendioso que busca emular exageradamente los gustos de la burguesía, de la que han escuchado hablar o han visto en el cine, multiplicando ad infinitum los objetos suntuosos que las clases altas tienen en sus hogares, para crear la ilusión, el espejismo, de que son mejores que los de esa clase. Crearon una «narcoestética», un estado mental dominado por el dinero, donde la vulgaridad era la regla y el buen gusto la excepción. Esta avidez animal también incluía la posesión de amantes, mientras mayor era el número y más bonitas las amantes, incluidas reinas de belleza, mayor el poder en el que se regodeaban en su millonaria miseria. «Si el dinero no sirve para comprar a las más bellas mujeres, entonces ¿para qué sirve?», lo escuché decir una vez a uno de ellos. Era una época en la que, en una frenética y alucinante carrera por inventarse una identidad larvada de acuerdo a sus ambiciones, los narcos se volvieron el paradigma de los ochenta; una identidad perversa y enajenada; sin embargo, no había en la mayoría de ellos una estrategia de sobrevivencia como en otros empresarios, sino la patética eventualidad de la posesión de bienes materiales; pero la ambición por dinero y poder son siempre los juegos previos a la violencia como clímax.

El narcotráfico destruyó también la frontera entre el bien y el mal. La codicia de acumular más dinero hizo a los narcotraficantes más arriesgados y más crueles. Una gran mayoría, aunque ahora lo nieguen, querían ser amigos de los narcotraficantes y los que no lo eran, hablaban de ellos como si lo fueran. En Santa Cruz de la Sierra, una sociedad tan racista como la paceña, los narcos que no eran de «buena familia» fueron aceptados de manera clandestina, porque las clases altas necesitaban de su dinero y de sus favores; pero les era imposible pensar que una de sus hijas se casara con alguno que no fuera un narco con apellido, porque es sabido que esta clase se reproduce a través de las relaciones matrimoniales. Pasada esa década, muchos de los que hicieron fortuna con los narcodólares se reciclaron, se «rencaucharon» como dicen los colombianos, y se inventaron falsas estirpes familiares para justificar sus fortunas mal habidas. En esa época de apogeo, todavía estaba lejos el día que un episodio se haría tristemente célebre como el «caso Huanchaca», en el que los asesinatos de un científico y sus acompañantes, el 5 de septiembre 1986, durante un programado viaje de investigación sobre la flora y la fauna cruceña, echaría abajo todo el aparente andamiaje social que había construido la «narcocultura», dejando a la vista de todos el esqueleto de un sangriento y corrupto edificio que aún hoy se resiste a ser destruido y que se sigue elevando sobre nuestras cabezas. Sin embargo, el ministro del interior de esa época, encubrió a los dueños de la factoría y, meses más tarde, el 10 de noviembre de 1986, por la noche, fue asesinado Edmundo Salazar, un joven diputado de izquierda que estaba investigando el caso y había declarado ante los medios de comunicación que tenía pruebas de la protección que la policía y la DEA daban a los responsables; la prensa declaró la noche del crimen como «La noche más triste de nuestra historia». Años después su viuda murió, misteriosamente atropellada por un automóvil, en una céntrica calle de Santa Cruz y tampoco nadie dijo nada. Sobre estos asesinatos, un ex agente de la DEA confesó en un libro que los norteamericanos dieron protección, durante años, a la fábrica de Huanchaca, de la que salían doce vuelos diarios con cocaína, para financiar las acciones de los contrarrevolucionarios tanto en Irán como en Nicaragua. Si bien décadas más tarde se condenó a los sicarios, nunca se sentenció a los propietarios de la fábrica y ni a los autores intelectuales de los crímenes. El «caso Huanchaca» es recordado como uno de más escandalosos y repugnantes casos de corrupción en nuestro país que, aún hoy, figura entre los países más corruptos del mundo. El narcotráfico de los ochenta, que fue una presencia fatalmente cercana y promiscuamente presente, se convirtió en el elemento más eficaz para promover la corrupción generalizada, como una imparable peste que atacó al país, de la cual aún sufrimos la enfermedad.

Famosos son los «narcoarrepentidos», que se entregaron en el gobierno de Jaime Paz Zamora luego de pactar un precio bastante elevado por el decreto del “narco arrepentimiento”, pasaron unos años en la cárcel y listo. Incluso conservaron sus bienes mal habidos y algunos hasta salieron convertidos en pastores religiosos, como un cantante que en la década de los setenta se hizo famoso por su maravillosa voz, a tal punto que le decían «El ídolo». Y también hubo los que se volvieron soplones de la DEA, y los menos influyentes o chicos, esos sí se pudrieron en la cárcel. Ahora, más que nunca antes, la palabra «narco» se ha vuelto un prefijo que define el delito y luego viene el oficio o autoridad, como «narcoalcalde», «narcocholita», «narcoamauta», «narcopolicía», y ha llegado hasta las reinas de belleza; hoy está presa una de ellas que era reina de la piña y ahora es conocida como la «narcomiss». Antes no había «mulas» ni «tragones», porque no era necesario, todo se hacía de frente, ahora se hace se mueve toneladas de droga, pero la mayoría de los narcos quieren pasar inadvertidos, quieren hacerse invisibles, solo algunos no pueden con su carácter y son los más vulnerables, aunque estén protegidos por el gobierno de turno.

En Bolivia se sabe que la coca que se cultiva en el Chapare está destinada para el narcotráfico, porque la de Los Yungas es para el consumo interno, para el acullico que han cundido por todo el país. Sin embargo, como lo dijo el capitán de policía, en mi clase de Sociología del Derecho, nadie se anima aponerle el cascabel al gato, menos aún durante los catorce años del gobierno de Evo Morales, presidente de las federaciones de productores de coca de esa región de Cochabamba.

El narcotráfico en Bolivia enriqueció e enriquece a banqueros, policías, militares, jueces, fiscales, abogados, políticos, empresarios y prostitutas. Aunque debo reconocer que con la democracia las cosas se complicaron un poco; los gringos entraron con todo, condicionando la ayuda externa a una severa represión, a la erradicación de cultivos de coca e impusieron la Ley 1008.

Desde hace varios años se alzan voces nos alertan lo que está sucediendo y no queremos escucharlos. Mario Vargas Llosa afirmó, en la Feria del Libro de Guadalajara de hace un par de años, que Latinoamérica se está convirtiendo en un continente de narcos, porque la droga parece ser omnipresente ya que, con una ineptitud ejemplar, estamos perdiendo la guerra contra las drogas; y abogaba por la legalización de las drogas para evitar el enriquecimiento ilícito y acabar con la atracción por lo prohibido que encandila a los jóvenes. La misma posición ha asumido el escritor español Javier Marías.

Esta antología

La literatura siempre ha puesto su mirada en los grandes temas universales y nacionales y el narcotráfico es de esos temas que los escritores no podemos eludir. Si bien en Bolivia aún no hemos tenido un Boom extraordinario tanto en lo cultural como en lo comercial de lo que en México y Colombia denominan la narcocultura, con profusión de novelas, ensayos, telenovelas, películas, artes plásticas y otras manifestaciones artísticas, tanto que incluso se advierte que el supuesto género ya se está agotando, en nuestro país parece no haber empezado aún, tal vez porque, a veces, llegamos tarde a algunas manifestaciones culturales. Por eso creo necesario hacer un inventario de historias del narcotráfico, es decir una antología de cuentos, crónicas y testimonios para confrontar la ficción con la realidad.

La narrativa nos da la oportunidad de retratar a la sociedad. El cuento siempre fue la manifestación literaria por antonomasia, especialmente si nos atenemos a Julio Cortázar: “La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”. Por eso decidimos hacer una selección de cuentos de los mejores escritores de Bolivia; este libro es una muestra de lo que estamos escribiendo sobre este tema, desde diversos registros; desde el tráfico mismo y sus protagonistas, las adicciones, la educación, la globalización del crimen y muchas otras miradas de cada uno de los autores incluidos con sus particulares y genuinas propuestas narrativas. Hemos elegido desde narradores consagrados hasta jóvenes que están empezando a transitar el camino de las letras: algunos de ellos con un toque de ironía, otros de humor negro, otros exorcizando sus demonios o convocando a la crueldad; estoy seguro que los lectores se identificarán con más de alguno de sus personajes y reconocerán a varios personajes, porque en nuestro país el narcotráfico es un secreto a voces en una realidad que es necesario nombrarla.

Acerca de la narcoliteratura, el investigador Santiago Suárez afirma: “La nomenclatura narcoliteratura, o literatura sobre el narcotráfico o del narcotráfico, es empleada para referirse a un tipo de narrativa que reflexiona sobre el complejo fenómeno social, político, económico y cultural del narcotráfico en distintas partes de América Latina y Estados Unidos”.

Aunque para algunos estudiosos no llega a ser un género, sino un subgénero, leamos a Fausto Ponce: “En mi opinión, más que un género, la primera vertiente configura un subgénero, y la segunda y la tercera por su postura irónica o crítica se incorporan más bien al género convencional de la novela o del ensayo, de la escritura teatral, etcétera. Y, por favor, hay que saber diferenciar: escribir la crítica del tráfico de drogas o reflexionar sobre la narrativa con dicho contenido, nada tiene que ver con hacer narcoliteratura , concluye el escritor, quien está consciente de que hay autores que sí han logrado salir de los estereotipos”.

También coincide Silvia G. Alarcón Sánchez, quien señala: “La denominada narcoliteratura ha sido catalogada como un subgénero narrativo con reglas propias; algunas tienen una trama fácilmente identificable y otras lo disfrazan a través de una ficción más marcada. Esta tipología está construida sobre la base de la presentación de personajes insertos en el mundo de las drogas con características literarias tales como una estilística gore, deslegitimidad del Estado y pacto de credibilidad por parte del lector, con una violencia patente con pretensiones emulatorias en relación con los gráficos periodísticos”.

Sergio Gonzáles, citado por Ponce, afirma que “el término narcoliteratura suele englobar distintos contenidos y procedimientos narrativos que llegan a ser incluso antagónicos, cito los tres más importantes: relatos vinculados en plan de apología al tráfico de drogas; relatos que tratan sobre criminalidad o violencia, donde como telón de fondo está el tráfico de drogas; relatos de contenido sociocultural o político que cuestionan la crisis institucional, el crimen organizado y el delito común”.

Por último, al igual que los autores del ensayo “Lo narco como modelo cultural”: suscribimos, en parte, la definición propuesta por el profesor mexicano Felipe Fuentes: “obras literarias que recogen de manera central o parcial la producción, distribución y consumo de drogas”.

La crónica, en cambio, es una narración periodística de no ficción, basada en hechos reales que sucedieron en un tiempo y un espacio determinado; en la crónica, como en el cuento, cada autor posee su propio estilo literario y en nuestros existen grandes y reconocidos cronistas. El testimonio, como sabemos, se basa en la experiencia personal del autor, de ahí que quien la escriba debe ser protagonista de lo que se cuenta.

Por estas razones es que en esta antología decidimos incluir seis crónicas y un testimonio, así el lector podrá comparar y confrontar la ficción con la realidad; la literatura nos permite percibir que aquellos, los narcos o drogadictos, no son tan lejanos, que los otros, los que somos nosotros mismos también podemos ser aquellos, sencillamente porque, en este capitalismo salvaje que vivimos, hay muchas cosas que en nuestro país están atravesadas por la presencia o ausencia de lo narco.

Cuando invitamos a escritores a participar de esta antología recibimos respuestas positivas de la mayoría de ellos, algunos ya tenían cuentos listos, otros nos pidieron tiempo para terminarlos; así como también algunos nos hicieron saber que no tenían nada escrito, pero que el tema les interesaba y que querían escribir un cuento. Cada uno de los narradores es dueño tanto de sus demonios como de sus santos; así como de los dramas, los amores, las tragedias y las aventuras que nos cuentan. Decidimos que el orden de presentación de los textos sea por género y los autores por orden alfabético, así en cuento tenemos a Sisinia Anze, Jorge Barriga, Márcia Batista-Ramos, Magela Baudoin, Carla Maria Berdegué, Adolfo Cáceres Romero, Fabricio Callapa, Iván Jesús Castro, Amalia Decker, Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Rosalba Guzmán, Ramiro Jordán, Juan Claudio Lechín, Fernando Ortiz, Roger Otero, Pilar Pedraza, Teresa Constanza Rodríguez Roca, Silvia Rózsa, Juan Carlos Salazar, Eliana Soza, Gigia Talarico, Rodrigo Urquiola, Gaby Vallejo, Manuel Vargas, Sandro Velarde Vargas, Sandra Concepción Velasco y mi persona. Como verá el lector nuestro propósito también fue mezclar a autores consagrados con algunos noveles para promocionar la literatura boliviana.

En Bolivia, desde hace décadas, se han venido publicando algunos libros sobre el tema del narcotráfico desde el ensayo académico, científico, psicológico y policial. El libro La veta blanca (1982), de René Bascopé Aspiazu, fue un éxito el año de su aparición; luego apareció Narcotráfico y política (1982) de varios autores cuyo título es muy explícito y así sucesivamente hasta el día de hoy. Artículos, reportajes y ensayos periodísticos se han publicado en todos los medios de comunicación escrito y ahora, también, digitales; las crónicas ocupan un destacado lugar en este tema desde la precursora Noticias de un secuestro del Premio Nobel de literatura 1982 Gabriel García Márquez, por esta razón hemos incluido en esta antología cinco crónicas de periodistas bolivianos que reflejan diversos puntos de vista de la realidad del narcotráfico en nuestro país: La de Nelfi Fernández sobre la mujeres que intentan pasar droga a Chile; la de Edson Hurtado mezcla sexualidad, trata de personas y tráfico de drogas; Nathalie Iriarte compara Santa Ana del Yacuma, otrora capital de los narcos con Macondo; la de Cecilia Lanza da cuenta de un santo popular de los narcos, al igual que Jesús Malverde en México, los narcos del Chapare también tienen su santito a quien le rezan para que sus envíos sean exitosos; la de Roberto Navia nos lleva volando a la sangrienta realidad de Ciudad Juárez, una las ciudades más violentas de México; Ramón Rocha Monroy, narrador por antonomasia ingresa a esta antología con un crónica acerca de una visita suya al Chapare. El testimonio le corresponde a Mauricio Reyes.

En la década de los noventa, inolvidable fue la serie documental televisiva Coca, dirigida por el escritor y periodista Jorge Suárez. En literatura en cambio no hubo mucha producción al respecto; en novela se confunde a Jonás y la ballena rosada, de Wolfango Montes, como una obra sobre el narcotráfico cuando es una historia de infidelidades entre un profesor y su cuñada, que tiene por telón de fondo un suegro narco. Tito Gutiérrez escribió una narco novela titulada Magdalena en el paraíso, con la que ganó el Premio Nacional de Novela, el año 2000 y algunas otras novelas que no alcanzaron el éxito de novelas publicadas en Colombia o México, como La Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo; Rosario Tijeras, de Jorge Franco, Delirio, de Laura Restrepo, por mencionar algunas de escritores colombianos o Los trabajos del reino, de Yuri Herrera; El amante de Janis Joplin, de Elmer Mendoza. En Europa y Estados Unidos el tema ha tenido y tiene muchos escritores como el español Arturo Pérez Reverte, La reina del sur o el norteamericano Don Wislow con El poder del perro.

Bajo su propio riesgo abra el sobre, perdón el libro, deshoje sus páginas y consuma línea por línea los textos impresos en las hojas blancas, descubrirá con nosotros, con Márcia, conmigo y con cada uno de los autores incluidos, que en Bolivia existe una narco cultura, no tan descarada y flagrante como en México y Colombia, pero que si posee los mismo códigos y categorías de análisis social. Ya era hora que, en Bolivia, nos miremos al espejo y veamos el reflejo tanto de nuestras narices como de nuestros ojos, allá adentro en el fondo de nuestras pupilas está la verdad de las escamas del pez, la caspa de ángel, volando en las alas de la mosca; con este libro abrimos el diálogo para contar un fenómeno que es social, político, económico, cultural y lingüístico y lo hacemos desde tres puntos de vista: la ficción, la crónica periodística y el testimonio de un drogadicto en rehabilitación.

Homero Carvalho Oliva

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