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¡Primermundistas por decreto!

El decreto supremo del Gobierno Áñez que prohibía el culto a la personalidad puede ser equiparable a un decreto que prohíba terminantemente a los bolivianos, con pena de cárcel, ser soeces o incultos. Si un decreto como este se aprobara, al día siguiente el grueso de los bolivianos seguiría prefiriendo los programas de cocina antes que los libros, o continuaría utilizando dinamita en las manifestaciones callejeras del centro de La Paz, sin importarle un ápice la condena a prisión. Con esto no quiero desacreditar el mencionado decreto del Gobierno Áñez, el cual, creo, fue de las pocas cosas acertadas que se hicieron durante aquella gestión. Lo que quiero es afirmar que la realidad social no puede ser transformada con leyes o estatutos, y menos de la noche a la mañana. El nivel cultural, las costumbres, las pautas de orientación social, el habitus de la sociedad (para hablar con Bourdieu)… en una palabra, la realidad de todos los días, está siempre antes que las leyes, y no estas antes que aquella; el hecho precede al derecho, y no al revés. Porque las leyes, finalmente, son constructos sociales relativos con un amplio margen de falibilidad —y, por tanto, de efectividad coercitiva— y no siempre reflejan las necesidades reales o el estado social en el que se halla la población en donde emergen.

El prurito de los caudillos por figurar en todas partes es una constante que no se ha eliminado ni atenuado debido a que la sociedad boliviana no asimiló las ideas de la modernidad y la democracia liberal, en las cuales no deben existir ni dioses ni patriarcas, sino ciudadanos con talentos que se hallan solo momentáneamente en situaciones de poder. Y esta es una prueba más de que la sociedad boliviana se organiza conforme a las características de una tribu. La manía de figuración no se la advierte solo en el poder público nacional, sino también en los niveles departamental y municipal, y es que los gobernadores y alcaldes, por ejemplo, también hacen imprimir sus caras en un montón de afiches y carteles colocados en lugares públicos, o gastan millones de bolivianos (de fondos públicos) en propaganda radiofónica, televisiva o de redes sociales para divulgar sus nombres y proezas.

En la novela El otoño del patriarca, García Márquez narra cómo un dictador desaforado puede llegar a declarar, por decreto, a una mujer (su madre) como matriarca de la patria o una catedral de piedra que a él le gusta como la más bella del mundo… Tales decretos, sacados del mundo literario del Nobel colombiano, bien podrían ser comparables con la intención, esta vez sacada de la realidad boliviana, de que se declare a la dinamita como patrimonio cultural inmaterial del estado… Es que cuando la elaboración de las leyes está puesta en manos de sandios que no comprenden la realidad o nunca abrieron libros de ciencia política, la legislación termina siendo una expresión de deseos —muchos insignificantes para el progreso y la civilización— y no una regulación normativa necesaria, fruto del pensamiento y el análisis de la realidad objetiva. La ley, consecuentemente, termina siendo nada más que una declaración de ilusiones.

Dicho lo cual, podemos concluir que era no más cuestión de tiempo: la abrogación del mentado decreto que prohibía el culto a la personalidad iba a llegar tarde o temprano, con el MAS o con cualquier otro partido (el espíritu de los partidos de oposición actuales es igual de incivilizado), como una regresión a lo que nunca dejamos de ser realmente: una sociedad premoderna. O peor todavía: incluso con el decreto vigente, los gobernantes iban a seguirse endiosando ellos mismos, pisando de esta forma la ley, como es costumbre de larga data en Bolivia.

Mientras los gobernantes sean como son los actuales gobernantes, no pueden esperase leyes serias: los decretos supremos seguirán erradicando epidemias, inventando la máquina del tiempo, conciliando la relatividad general con la mecánica cuántica y consagrando a Bolivia como el país más próspero del globo. Podría incluso haber un decreto que declare a nuestro país como el más adelantado y pacífico de todos. Y nosotros, ingenuos, lo creeríamos.

Por todo eso, soy partidario de trabajar desde abajo, en las mentalidades y la psicología colectiva, idea que, por razones obvias, no cuenta con la simpatía de los políticos pragmáticos que desean cambiar la realidad de un plumazo y se fijan solamente en los índices macro y microeconómicos. Trabajar en el espíritu de la sociedad boliviana desde la educación y la cultura traería resultados a largo plazo, indefectiblemente, pero creo que ese sería el único camino seguro para transformarlo positivamente y paso firme. Hoy más que ayer, es la educación, y no tanto la economía, el indicador más certero de la riqueza de las sociedades.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario

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