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Primera noche de otoño

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Noche no estrellada.

Saltan zorros y conejos, un metro arriba al menos. ¿Ritual de amor? Quién sabe. Escondidas fuerzas naturales. Oscuridad: velo con ventanas. La luz del sol mimetiza, su brillantez no permite observar los claroscuros. Enfrente del auto se elevan dos conejos grises. Castañetean los dientes o golpean las patas traseras, las que alcanzan mayor altura. En un callejón de la Colorado Avenue, al pasar, miro un rojo zorro de patas negras en baile prodigioso. A veces hacen ruido de fiesta o de matanza. Ruido del serio. Es cuando los zorros se han reunido a llorar amores, a gritar desvelos. Desaparecen al amanecer, ocultos en matas tipo catacumba, en hoyos donde a veces entrará un crótalo incauto a morir a dentelladas.

Bebo un trago de agua desde un vaso de plastoformo que no cambio hace meses y que muestra notorios rastros de antigüedad. Estoy prácticamente solo en el warehouse. Murmullo de papeles, una muchacha empuja en carrito de bebé a las dos de la mañana, con el celular amarrado en un costado y música clásica. El marido lleva gorra roja, de Trump, Make America Great Again, el pujante fascismo norteamericano que toman con liviandad aquí hasta que se les suba un emperador encima y adiós vida. ¿Qué tienen que ver Schumann con Hitler o Putin con Grieg? No veo que Donald Trump los haya ayudado mucho. La señora anda de cuatro patas limpiando baños; el esposo, muy importante se siente, tiene adosado un micrófono a la oreja y camina bamboleándose como luchador de circo. Pienso en los nazis y en su élite sangrienta que salió de la chusma empobrecida y desesperada, que se puso entorchados, se llenó de oro y asesinó sin piedad. De miserables como estos vendrá el próximo Himmler, si lo permiten.

Tanto me he acostumbrado al silencio.

A ser burócrata preferí anacoreta. A mi manera, claro, que de fakir desnudo tengo poco, menos que de budista. Manejo un híbrido carmesí. Amigos del hampa sugirieron que ese color trae consigo desastre, sebo para la Chota (la policía). Será por poco tiempo que me evaporo.

Cruzan la calle mapaches enfermos de comer basura. Trastabillan. Se los llamaba “ositos lavadores”. Hoy… una sombra ya pronto serás, tango de mapaches. No de apaches, no confundir el París canalla con la todavía belleza del Medio Oeste norteamericano. Corren y su pelambre ha dejado de ser épica; apenas tienen pelos mal dispuestos y distribuidos. Del río a la cloaca, síntesis maldita.

Los zorrinos no se parecen a otros. Caballeros de la humedad y el sigilo. Igual a sueños se presentan y ya se ve la parada blanca cola escondiéndose entre arbustos. Contraste de gala de dos tonos.

Doce trece de medianoche. Suena la alarma de reversa de un camión. Choca contra los defensivos de goma de la pared. El reloj marca hora de trabajo. Pronto estoy en las afueras del Denver Tech Center. Los mismos mendigos, los mismos búhos. Cruza el parabrisas una lechuza y guiña el ojo. Cena de ratones; la cola sigue moviéndose cuando el cuerpo ya ha sido tragado. Entonces gritan la noche toda, desde donde no se los ve, te observan. Aves del olvido.

Flor Silvestre canta Cielo rojo: Sola sin tu cariño…

San Francisco me envuelve. Denver me duerme. Poltava me llueve. Cochabamba me vive y me mata. El vecino lee a Jorge Luis Borges en inglés y llora. No puede ser, no puede ser. Ciudades largas como clarinetes. Los conejos en grupo se juntan en medio del camino, se acomodan en cada bache o declive del terreno. Supongo que es donde el calor se resguarda, o es que al medio la visión de los enemigos se amplía. Nadie quiere ser devorado. O nos mata el hambre o los antropófagos, vaya opciones. Antropomorfos.

Creo en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Credo, crédito, crédulo, Creedence Clearwater Revival. El Cerrito, California; San Juan del Río, Querétaro. Mis dedos recorren el mapa. O busco un amor o donde hacer eclipse. No la muerte porque sé dónde está. De ella tengo dirección y teléfono y ordeno una pizza.

Sobre el barro marchan tropas, Matadero Cinco; Batallón de castigo, de Sven Hassel. Era joven y leía. Ya no soy joven. Perdona, el dulce moscatel se ha subido a la cabeza de los pies. Estoy hecho un diorama pensado por Picabia, superposición de mundos en Magritte. Amplias quijadas de campesinos medioevos, esperpentos, manojo de retamas caído, dos docenas de rosas que entregaba mi madre veinte años atrás, Victoria en unas gradas de Alemania. Baja la temperatura, terminó una época. El cuervo más grande croa con voz de rana toro y el gato de Cheshire se burla desde el cielo hasta de día. Se incendia el puente de Londres. London’s Burning. Los amigos bailan a los Clash. De esos, entonces, allá 1992, varios no danzan más.

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