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¿Por qué leer?: Una perspectiva teológica

Rafael Narbona

Leer no nos hace superiores. Nos hace humanos. Sin libros, no habría memoria, historia, progreso, esperanza

La influencer María Pombo ha desatado una tormenta con un breve vídeo donde cuestiona el valor de la lectura. “Lo voy a decir: creo que hay que empezar a superar que hay gente que no le gusta leer. Y encima, no sois mejores porque os guste leer…”. Esta declaración es una versión algo más extensa del famoso “¡Muera la inteligencia!” del general Millán Astray, fundador de la Legión y apasionado propagandista de Francisco Franco. Honestamente, hay que señalar que el militar gritó en realidad “¡Muera la inteligencia traidora!”, pues sentía cierto aprecio por la literatura y solo aborrecía a los “malos intelectuales”, es decir, a los que no habían celebrado el levantamiento militar de julio de 1936 o a los que -como Unamuno- habían criticado públicamente la represión de la retaguardia después de apoyar la sublevación durante sus primeros días.

Millán Astray asistía regularmente a una tertulia literaria frecuentada por los hermanos Quintero y escribió el prólogo de la primera traducción al castellano de Bushido, el camino de Japón, una obra de Inazo Nitobe inspirada por Hagakure(Hojas ocultas), un clásico de 1716 compuesto por Yamamoto Tsunemoto. Prohibido por las fuerzas estadounidenses que ocuparon Japón después de su rendición en 1945, Hagakure contiene el código de honor del samurái, según el cual “el camino del samurái es la muerte”. Fascinado por este razonamiento, Yukio Mishima exaltó el seppuku, el suicidio ritual de los samuráis. “La muerte –escribe Mishima– es la suprema expresión del libre albedrío de la persona”. Frente a ese “nihilismo profundo, agudo y viril”, por utilizar la expresión del escritor japonés que el 25 de noviembre de 1970 se abrió el vientre y dejó que sus camaradas lo decapitaran en el cuartel general de Tokio en presencia de su comandante, pienso que la lectura es el camino de los aman la vida y aspiran a la felicidad y la sabiduría.

No es cierto que leer produzca infelicidad. El árbol de la ciencia del mítico jardín del Edén no abre las puertas del sufrimiento, sino que invita al ser humano a emprender el difícil camino de la madurez. Mientras vivimos en el paraíso de la niñez, somos esbozos, seres incompletos que solo florecerán al enfrentarse a los aspectos fundamentales de la existencia: la escasez, la enfermedad, la vejez y la muerte. La cómoda vida del príncipe Siddhartha Gautama no es una vida real, sino un simulacro de cartón piedra. Abandonar el palacio que lo había protegido hasta entonces del dolor del mundo, es el paso necesario para madurar y, con el tiempo, poder transformarse en un maestro espiritual.

Los que solo buscan en los libros un mero pasatiempo, jamás aprenderán nada. Leer no es una forma de entretenimiento, sino una experiencia que nos enseña nuestros límites y posibilidades. Al leer la Ilíada, la Odisea, la Comedia de Dante o las tragedias de Shakespeare, comprendemos que tenemos los días contados. No somos inmortales. Antes o después, nuestra vida se interrumpirá. ¿Significa eso que vivir es avanzar inexorablemente hacia el no ser? ¿Somos materia abocada a la nada? Según los existencialistas (Sartre, Camus, Beckett), los nihilistas (Schopenhauer, Cioran), los trágicos (Shakespeare, Nietzsche) y los neopositivistas (Bertrand Russell, Carnap), el ser humano no puede esperar nada del porvenir, salvo la disolución en la noche infinita de la entropía.

En su célebre obra de divulgación Los tres primeros minutos del universo, el físico estadounidense Steven Weinberg escribe: el “Universo actual ha evolucionado desde una condición primitiva inefablemente extraña, y tiene ante sí una futura extinción en el frío eterno o el calor intolerable. Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más sin sentido parece también”. Según Weinberg, la religión es un insulto a la inteligencia. Frente a nuestra insignificancia, solo cabe el consuelo de ser la única especie que se esfuerza por comprender el universo. El saber científico es “una de las pocas cosas que eleva la vida humana por sobre el nivel de la farsa y le imprime algo de la elevación de la tragedia”. Las palabras de Weinberg animan a estudiar y leer para comprender mejor el cosmos, pero producen desaliento y desesperanza. Sin embargo, ese pesimismo solo es uno de los caminos que los libros despliegan ante nuestros ojos.

Nuestra muerte y la del cosmos representan un límite, pero ciertos libros nos asegura que es posible trascender ese límite. La sabiduría eterna de los grandes textos sagrados apunta que la vasta cadena del ser comienza con un Conciencia que se vacía (kénosis) gradualmente para crear el mundo. Ahora sabemos que la materia es energía condensada, pero ignoramos cómo surgió esa energía. Según los grandes maestros espirituales de la Era Axial, ese fecundo período histórico en el que surgieron simultáneamente el confucionismo, el taoísmo, el brahmanismo, el budismo, el jainismo, el zoroastrismo, los grandes profetas del judaísmo (Elías, Isaías, Jeremías) y la filosofía griega (Pitágoras, Sócrates, Platón), la energía es la pura y simple condensación de la Conciencia que engendró el cosmos. No podemos objetar que alguien debió crear esa Conciencia, pues todas las cadenas causales poseen un principio y, en el caso del universo, ese principio solo puede ser una causa primera o causa incausada. Afirmar lo contrario, nos conduce a paradojas irresolubles. Desde el punto de vista de la ciencia empírica, solo se trata de una hipótesis indemostrable, pero podemos afirmar algo similar de la teoría de las cuerdas o de la teoría los multiversos, con la importante diferencia de que esas especulaciones no nos eximen del panorama desolador descrito por Weinberg.

Si la matemática se basa en axiomas indemostrables, ¿por qué rechazar una hipótesis avalada por la sabiduría eterna de los grandes textos sagrados y filosóficos, una hipótesis gracias a la cual el universo se vuelve inteligible? He utilizado el término Conciencia, pero podría haber empleado expresiones como Espíritu, Inteligencia o Dios. Lo cierto es que cualquier fórmula resulta insuficiente e inexacta, pues el lenguaje es incapaz de acotar un misterio inconmensurable. Tal vez el término que mejor expresa ese enigma es lo Infinito, pero ¿por qué lo Infinito alumbra lo Finito? ¿Acaso Dios no es inmutable? Los poetas, siempre más sabios que los científicos, han intuido que Dios deviene. Rilke exploró la historia del buen Dios y se preguntó qué sería de Dios sin el ser humano. El Infinito se vacía en lo finito por la misma razón que el hombre escribe libros. Los libros nos ayudan a crecer, a madurar, nos hacen mejores, nos permiten ir más allá de nuestros límites. Por supuesto, hablo de los buenos libros. La simple encuadernación de un texto no lo convierte en literatura. Mi lucha, de Hitler, solo es un deleznable panfleto. En cuanto a los best-seller, son mercancías, artefactos sin alma,productos concebidos para matar el tiempo y producir beneficios. El formato no es lo que hace al libro, sino el alma de su autor, que se vacía en el texto con la misma necesidad y pasión que el Infinito se condensa en lo finito.

Al leer y escribir nos convertimos en la imagen de ese Infinito del que procedemos. O, si se prefiere, contribuimos a su despliegue y realización, pues el Infinito necesita a lo finito para brillar, expandirse y cristalizar en las formas más hermosas. La ternura, la belleza, la fidelidad, el amor y el compromiso solo pueden actualizarse en un contexto finito, donde los gestos y los afectos poseen un valor real y no son meras abstracciones. Los libros recogen ese proceso y testimonian la trascendencia de la vida.

En definitiva, leer no nos hace superiores. Nos hace humanos. Sin libros, no habría memoria, historia, progreso, esperanza. No se me ocurre un porvenir más pavoroso que un mundo sin bibliotecas. Algunos dirán que sería peor un futuro inundando de libros banales o perversos. No lo creo, pues leer nunca es un acto pasivo. Siempre habría algún lector que se rebelaría y que experimentaría el impulso de recuperar los libros prohibidos o escribir nuevas obras que exaltaran el bien y la belleza.

Es innegable que cada vez se lee menos literatura. Quizás esa es una de las causas de que demagogos sin escrúpulos alcancen el poder. Siempre he creído que si hubiera más lectores del Quijote, el Rey Lear o Guerra y Paz, el mundo sería un lugar mejor y hasta ahora no he encontrado ningún argumento que demuestre lo contrario.

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