Es probable que no lleguemos a conocer los nombres de los inventores del monstruo que acaba de aplastar a su padre formal, el señor Juan Evo Morales Ayma, al arrebatarle la titularidad de la sigla del MAS.
El tribunal constitucional plurinacional (TCP), utilizado en 2017 para sobreponerse a la Constitución, reformándola a su capricho y anulando la voluntad popular expresada en 2016, actúa hoy como máquina demoledora de la ley, al servicio de los operadores del Poder Ejecutivo. Pero, como los miembros del TCP obedecen como norma al poder del más fuerte, y el dinero (igual que la violencia) lo es más que cualquiera de los gobernantes o sus opositores, mañana, el TCP puede, perfectamente, hacer lo que le pida alguien con bolsillos suficientemente forrados. Y, claro, a mercenarios profesionales como ellos, no les importa el origen de los fondos; legal o ilegal, nacional o foráneo.
Ante el absurdo arbitrio que se les reconoce, por conveniencia y mezquindad, a los miembros del TCP (aun antes de la autoprórroga) hay dos maneras básicas de reaccionar ante él, como lo muestran las posiciones de dos miembros del Tribunal Supremo Electoral (TSE): Una, la planteada por el vocal Tahuichi, quien reclama al Legislativo que enjuicie a los usurpadores y la opuesta de su colega, una vocal de apellido Arista, quien dice que “no hay nada más que discutir” porque, según ella, la palabra de dos tipos constituiría “cosa juzgada, definitiva, (sin) más apelación”.
Aquí estamos, el ser o no ser frente a la piedra fundacional de la legalidad, a la primera de las instituciones democráticas, la Constitución. O la obedecemos, defendemos y hacemos cumplir, frente a la impostura de funcionarios cuya vigencia está terminada –definitivamente sin apelación-, o continúa funcionando el implícito pacto político de fingir demencia frente al timo.
Los silencios, igual que las declaraciones formales de protesta, parecen unificar a todos los políticos profesionales, demasiado satisfechos porque el TCP les resolvería el problema que no supieron solucionar democráticamente en las urnas, al excluir a Morales Ayma y escamotearle su sigla para la próxima elección.
¿Qué próxima elección? Aquella que podría ser en agosto o diciembre de 2025, o junio de 2026 o 2029, según alguna “sentencia definitiva, irrevocable” de los mercenarios Espada y Hurtado, de cualquiera o todos los demás usurpadores del TCP. ¿O de la que se realice, no bajo la supervisión y el control de las autoridades electorales legales, desconocidas y pisoteadas por las últimas sentencias “constitucionales”, sino del TCP, convertido en único y máximo juez y dirimidor de cualquier causa? ¿O aquella elección que puede anularse, también por decisión del TCP, hasta que se imponga el candidato que más les pague u obligue?
No vayan a olvidar cómo la señora Añez y el ministro de Gobierno de esa administración, creyeron que tenían controlado al TCP, para después descubrir que les había jugado una treta de distracción, para después respaldar y alentar su persecución.
La esencia de un golpe de Estado es alterar el orden constitucional, sea para derrocar o mantener un régimen, tal como hizo el TCP en 2017 por orden del gobierno del MAS. Desde ese momento vivimos en un tipo de estado de excepción (los otros tres tipos son la dictadura, el fascismo y el bonapartismo) manejado por el acuerdo entre el Ejecutivo y Órgano Judicial, que condicionan o anulan al Legislativo y al Electoral.
Para empezar a encarar esta situación aberrante es necesario recuperar la plena e incondicional vigencia de la Constitución. Ningún acuerdo o gobernabilidad real, para hoy o mañana, puede obviar este paso que incluye el fortalecimiento de la conciencia de que nuestra constitución actual ha nacido de un proceso de deliberación debate y participación colectiva.
Existe el número suficiente de votos legislativos para iniciar un juicio por prevaricato contra los miembros del TCP, así como están frescos los antecedentes jurídicos para revisar y revertir, no sólo una sentencia de sala sino del pleno de ese organismo, como ocurrió con aquella que declaraba la elección continua como “derecho humano”.
El viraje del ánimo colectivo hacia posiciones que ponen el orden y la autoridad por encima de otras consideraciones no significa que pueda imponerse un régimen a la nicaragüense, como quisiera el tambaleante gobierno de Arce; o que la gente salga a bailar una cumbia con ritmo y letra de “no hay plata”, como el que sueñan quienes desean imitar la ruta argentina.
Un nuevo fracaso político, basado en ignorar que la actual Constitución expresa una histórica relación social de fuerzas vigente, a pesar de grandes giros coyunturales, abrirá las compuertas para que la respuesta social, en su forma más primaria, irrefrenable y colérica, se imponga, derribando a los manipuladores de hoy y bloqueando las gestiones y reformas de cualquiera de los codiciosos candidatos a sucederlos.