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Pólvora húmeda

Maximiliano J Benitez

Esta mañana abrí las ventanas de par en par y respiré, ansioso y con los párpados cerrados, varias bocanadas de aire fresco. El cielo apenas estaba manchado por una nube de algodón muy blanco que fue desplazándose hasta desaparecer tras el bloque de enfrente. Luego volví a verla en el reflejo de las ventanas del edificio contiguo hasta que la perspectiva me hizo perderla de vista. Estas ventanas, las que están junto al escritorio, llevaban tiempo sin abrirse, un par de años me arriesgaría a decir; probablemente desde que acomodara en este rincón de la sala mi fosa de madera y libros, el espacio nocturno. Y ahora que lo pienso, rara vez subimos la persiana de ese lado. Sin proponérmelo, todo en ese rincón acabó consagrado a mi actividad y ni a la luz natural le estuvo permitido entrar. Cómo explicarlo sin que esto me tilde de alienado? Quizás hablando de todo lo que sucedió en los últimos años, de aquello que me empujaría a buscar la protección de un espacio que no se viera amenazado por todo lo que nos envuelve en la duda del día a día, ya saben, en contingencias de las que huir como de la peste. La peste, sí. Otro tema recurrente por donde se lo mire. La peste y el foso.

Continúo: hablaba Sabato de Borges y su torre de marfil, de la acción y la contemplación poniendo nombres ilustres a estas posturas antagónicas, cuando de repente, de golpe y porrazo pasaron casi treinta años y, con una mano atrás y otra adelante me veo empujado, por exigencias del guion, a cambiar drásticamente (iba a decir dramáticamente) de vida, de hábitos. Y todo (casi todo, puesto que solo quedaron los residuos, los elementos denostados) lo que llevaba en esa mochila pareció desvanecerse, también por exigencias del guion. Así llegué a la trinchera, con una mochila llena de residuos, de proyectos abortados, de sinsabores y remordimientos. Entonces descubrí, en ese rincón de la sala, un hueco, un perfil oscuro por la misma perspectiva que me invitaba a cavar, a establecerme, a redefinirme por si acaso me había desdibujado con los años.
Cuando a la gente (amigos, conocidos, familia) le hablo de mi trinchera, la de ahora, la de mis cuarenta y pocos, observo que guardan silencio, uno de esos silencios significativos. Un silencio parecido al mío, cuando, jugando con mi hija, miro de reojo hacia ese rincón; o como cuando la veo a ella misma que, cada vez que puede, va allí a escabullirse, y observo como revisa mis papeles, coge mis bolígrafos y juega seriamente a escribir mientras yo permanezco en silencio para no alarmarla, como si esto perturbara una actividad frágil e importantísima. Ese tipo de silencios.

Entonces dudo, vacilo. Me censuro de haber dicho tanto, de dar una información que, como mucho, debería guardar para unos pocos, o puede que ni siquiera eso: para nadie. Sin embargo, luego de un tiempo relajo esta guardia constante, declaro que cualquier cosa que diga no puede utilizarse en mi contra por su carácter inocuo y me permito hablar, puertas adentro, de estas cuestiones.

Así, tiempo atrás, antes del virus del que luego hablaré si Jim Beam me lo permite, una amiga me preguntó luego de charlar sobre hijos, trabajo (cuando lo tenía), compras, limpieza, etcétera, que cómo o cuándo escribía. Le agradecí el detalle de interesarse por saber en qué condiciones escribo porque ahí pongo de relieve la seriedad con que me tomo este juego tan serio en el me quemo las pestañas, el hígado, los pulmones y una parte del cerebelo. O sea: si me lo tomo tan en serio, no puede ser tan malo lo que salga del procesador de texto; una versión moderna de aquello que dijera Freud: “se estará a salvo solo teniendo conciencia de la mediocridad?”. Entonces, muy tranquilo, revelo que trabajo siempre de madrugada, hasta las cuatro o cuatro y pico de la mañana. De ser algo circunstancial podría verse como algo hasta casi anecdótico, una actividad hermanada con los pasatiempos diurnos, pero, y cuando se lleva años haciéndolo diariamente, en silencio, en el más absoluto anonimato, y lo mejor: sin conseguir llegar a nadie ni ganar un duro con ello? Pues las horas intempestivas, el rincón más oscuro de la sala y la trinchera de madera, metal y libros son materia de un mismo territorio y espacio vital. No creo que pueda o quiera explicarlo de otra manera.

Porque en definitiva, nadie me empujó al rincón más oscuro de la sala, no hubo una orden de carácter estatal: yo estaba allí.

Una situación casi tan antigua como la civilización se manifiesta, en sus consecuencias, como el revulsivo que las sociedades necesitaban para rearmarse y, como yo tras mi propia debacle, redefinirse, porque (y esto sí que lo sé) el mundo, tal cual lo veo, llevaba un siglo desdibujado. Y desde mi pequeñísima parcela me permito otear en la noche el contorno de algo aún distante pero de una proporción que lo hace inexorable y hasta necesario, como en una teoría celebérrima de selección natural.

Enumerar la caída descomunal de todo lo que conocemos a instancias de lo doméstico no es algo que necesite ni yo escribir, ni quien reciba esto leer. Porque no escribo desde una tribuna, ni desde la sala de urgencias, ni estoy en la caja de un supermercado o en una funeraria. La situación es dramática, sí, la peor que hayamos conocido tú y yo. Quedarán muchos en la cuneta y otros enterrados en ellas? También. La situación nos empuja a ponernos serios, a permanecer lúcidos y dar testimonio de esta nueva debacle, cada uno en su puesto, todos en un batallón anclado en una fosa abierta al público. Quien tenga la voluntad de reconstruir o cambiar y adaptarse, lo hará; mientras que los chacales continuarán reptando aquí y allá, no creo que necesitemos de una pandemia para aprender esto que la naturaleza humana viene hace tantos siglos mostrándonos, para bien y para mal. Volvemos a las cavernas, sí, pero ahora con móviles de última degeneración.

También habrá quien, a falta de tener algo que decir, intente lucrarse con los nombres propios de este virus. Ni siquiera tengo que imaginármelo, ya he visto algo por ahí. Ya sabes… Chacales.

Será entonces (sí, hablo contigo) cuando salgas del foso, abúlico por abatimiento, y escribas algo más que un galimatías. La misma caída será el acicate que te obligará a continuar el rumbo, a no extraviarte, a pasarte por el forro a aquellos que busquen lucrarse con pandemias y lugares y nombres comunes, porque mientras ellos se jactaban de su jaulita abierta al público, se permitían hablar de aislamientos y ansiedades resueltas en un folletín de Jung o Freud con un desparpajo propio de una fiesta de disfrace, tú, lívido e invisible para el mundo ya habitabas la trinchera. Los demás estaban encerrados como bestias que nunca sabrán de qué se trata eso de la libertad.

Llevas años hablando de todo esto en folios ya amarillentos, ya olvidados en un cajón. Nadie irá a tu foso a decírtelo, a reclamártelo, pero bien sabes que ese drama, ese borrador guardado bajo llave, es el boceto más veraz de cuanto se haya escrito sobre la condición humana. No necesitabas sufrir, como los castillos de arena junto a la resaca de la ola, el golpe de la naturaleza para reaccionar. Cuántos años llevas ahí abajo, esperando el momento, armado hasta los dientes?

Asoma la cabeza ahora. Y cuando al fin te decidas a abrir fuego, a disparar, sabrás que aquellos proyectiles ajenos y distantes de la jaula de enfrente eran, sin más, pólvora húmeda.

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