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Polarización y el eterno pleito fratricida

La polarización es caso serio en Bolivia. Aunque algunos la venimos denunciando hace años, analistas con intereses creados, entre ellos politólogos y sociólogos que resultaron militantes partidarios, han desplegado un relato —bastante cómico, por cierto— con el que pretendieron ocultarla bajo la alfombra, hasta que ella se volvió tan evidente que no pudieron sostenerlo más. Ahora hablan de polarización, pero de soslayo y con su habitual suficiencia intelectual; irresponsablemente le bajan el perfil a un fenómeno social que nada sería si no nos pusiera, siempre, al borde de la conflagración fratricida.

Buena parte de nuestra historia, desde los tiempos de la colonia, se explica por las raíces negativas y —aunque cueste digerirlo— naturales, humanas del odio, el rencor y la sed de venganza. Hoy mismo políticos y fiscales (que vienen a ser más o menos lo mismo) a título de una búsqueda de justicia están repitiendo la historia. Y no creo que sean los últimos: nuestras irracionales formas de “entendernos” o, mejor dicho, de tolerarnos.

Habría que revisar bien desde cuándo se enquistó en la política nacional esta manía de apelar a la justicia y acomodarla con flagrancia, además, al gusto del mandante de turno. (Para que nadie se sienta particularmente agraviado, con un mínimo de memoria y honestidad debemos decir que esto ha ocurrido y sin empacho alguno en las últimas décadas del siglo pasado y en las dos primeras del presente, sin excepción).

A propósito de esto y de lo que nos es natural, Trasímaco, el sofista nacido en el Bósforo, vinculó directamente a la ley —a la justicia— con los poderosos. Su visión realista es tan brutal que, en este esquema perverso (ya todo un sistema difícil de desmontar), entraña una legitimidad del accionar de unos jueces a favor de quien detenta el poder.

En el actual tiempo de desconcierto malintencionado, de provocadores a sueldo con la fulgurante aparición en las redes sociales de los “guerreros digitales” (atención porque políticos, sociólogos y otros profesionales fanatizados se desnudan allí sin mucho disimulo como tales), el objetivo principal es tensionar socialmente y presionar individualmente para terminar “obligando” con mayor o menor discreción a que todos nos adscribamos a alguno de los polos opuestos, en la delusoria lógica amigo – enemigo.

Y caemos fácilmente en la trampa. El binarismo con que se miran las cosas desde las sociedades polarizadas enceguece y hace olvidar que, en realidad, no todo es blanco o negro. De paso, esa manera de pensar el mundo nos pone violentos y nos aleja de nuestros hermanos: no solo llegamos a desconocerlos, a menudo cayendo en el racismo y otras formas de discriminación, sino que ambos nos volvemos antagonistas irreconciliables. (¿Han notado con qué liviandad unos y otros se acusan, hoy en día, de “bárbaros” y de “fachos”?).

Los grupos nacidos al amparo del populismo, tanto de izquierda como de derecha, ambos nacionalistas con diferentes tonalidades, pero siempre autoritarios, necesitan provocar una grieta que divida claramente los bandos para subsistir. No hay, para ellos, medias tintas. Por esos sus voces suenan destempladas y sus discursos contienen el gen de la agresividad; ellos no conciben otro modo de hacer política si no es bajo los cánones de la beligerancia. Y por eso también apelan a cualquier argucia, sin reparar en su propia perdición.

No sorprende, en este contexto, el avance de la posverdad y de su cara más conocida: las noticias falsas. Los nuevos procederes de la guerra sucia.

Con una polarización de ideas entre radicales y extremistas, en un mar de diversos que no se aceptan entre sí y que viven dominados por la intolerancia, más interesados en dividirse que en aproximarse para entender al otro, al diferente, el centro ideológico no tiene cabida, la luz de la reconciliación no aparece al final del túnel y las heridas del eterno pleito fratricida no se cierran nunca. Así, Bolivia permanece todo el tiempo en estado de apronte, como un frágil castillo de naipes que amenaza con derrumbarse a la menor brisa política.

Oscar Diaz Arnau es periodista.

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