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Pax Putina

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Guerra que matas el amor. Pax Putina, de crimen y espanto. La noche se cierne sobre las blancas cortinas. Morir cada noche como una luna exhausta, decía Evtushenko; morir de amor canta Miguel Bosé. De calzones celestes y calcetines grises me he puesto a escribir al lado de un vaso casero de jugo de tamarindo. Suena alguna moto, aúlla el perro de siempre alrededor de dónde. En Avdiivka, incendiados tanques florecen como crisantemos y cadáveres rusos yacen dispersos, maltratadas semillas. Quiero decir que matar al enemigo es acto amante y vuelvo al principio del texto y sé que navego en fatídica contradicción.

Honda pena, el oblast poltavo, tierra negra de luto feraz, despierta, duerme y habita entre alarmas de misiles. Un lago esconde la casa del poeta que escribe en árboles y plantas de agua. Si vale la pena escribir, lo dudo, ha llegado el tiempo de matar sin concesiones. Que el pueblo y la inocencia, que las madres y esposas, no interesan. Luego vendrá la reflexión, si viene. Uno pierde la juventud en minucias hipócritas. Será la edad, el cansancio, pero los números ya no cuentan, que diez mil, veinte mil da lo mismo. No, lo mismo no, que el número debe estar del otro lado. Hemos vivido desde el génesis en exterminio, pues que suceda. Poco ha de quedar de todos modos, quizá escondidos en cuevas persistan los sin rostro frescos de Capadocia. El ciego Homero tenía razón, veía en su sombra lo que otros ni sospechaban. Ilión es la trágica imagen impactada hacia el futuro. Lógica malsana, destructiva, caníbal, lógica que nos rige y que si no obedecemos nos acaba. Los niños de Mariupol y los de Gaza no eran niños, si no, según decía en arte gráfico Fontanarrosa, guerrilleros enanos. El rosarino lo plasmó en una de sus magníficas series: Boogie, el aceitoso. Era Vietnam y los norteamericanos llegan a un poblado que arrasan. Un soldado comenta: pero, si son niños. Boogie responde, cigarrillo en la comisura del labio inferior: No hay niños en Vietnam, boy, son guerrilleros enanos. Lógica imposible de detener.

Abres los ojos azules. Tu azul mira el azul del cielo y aseguran que es color de felicidad. Late dentro de tu pecho angustia. Lucha por obtener un repollo, pan de cada día. Creo en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Debiera decir: matador de vida, creador de muerte. Creo en ti, todopoderoso asesino. Y sin embargo las mujeres de Chernihiv calzan crucifijos antes que medias; las de Sumy juntan el cabello rubio y acomodan el collar del que cuelga el martirizado. Qué otra cosa es esa si no adoración de la muerte. Para colmo los amigos llenan cada día las redes sociales con bendiciones y amén. ¿Tornaron en locos? ¿De dónde viene tal indecencia? Mentirse uno, mentir al resto. Que Dios es amor catapulta el son de los obuses. No me bendigan tanto que no vine a perdonar. En bala o en palabra pondré el sello del infierno en la frente de quien se me oponga, ellos no son el nombre de dios ni del diablo son; la realidad tiende a falsamente catalogar lo que siempre ha sido obvio. Nunca ha existido el bien. En sus cansados ojos se asomaba la pena, decía Esenin, tal vez escribiéndole a Isadora Duncan, mostrándole que las delicias del amor terminan con el tormento. Golpes de caja de negros peruanos, oé, oé.

Sugiero aparecerme como un espía tártaro a bordes de la Besarabia, de la Carpacia hermosa o la tibia turca. Rehúsas porque con ello vendrá el fin de la vida, dices. En Rostov y Krasnodar milicias alistan palas plegables que cortan con facilidad un rostro en dos. Obsolescencias de una guerra nueva, de cañoneros volantines y ojos de cristal. Un soldado ruso se arrodilla ante un dron para que no lo elimine. Cierto que hay ojos humanos detrás de las cámaras. Volviendo a Homero, estas máquinas magníficas y desalmadas son los otrora Minerva y Apolo, uno en cada bando para afirmar sus deseos. Los ojos de arriba, el rayo que baja del cielo, lo inesperado e invisible. Tanto como nacer y fenecer.

Termina el domingo que de ausencias fue construyéndose hora a hora. Laboriosa imagen de desasosiego. El sol ardía en Tiquipaya y barrocos platos de picante de lengua llenaban las mesas. Oscuros y diría dudosos patos parecían querer volar antes de que desdentadas partisanas del hambre les hincaran las encías. Pueblo que traga y caga, repetía sin cesar mi padre. El polvo sigue llenando rincones, perros sin dueño aguardan por sobras para pelearlas con venezolanos exiliados, la ficción de la droga apuntala febles estructuras de patria. De a ratos pongo las pupilas sobre la pantalla y cuento los fallecidos que se lleva el Dnieper. La vecina en la mesa contigua sorbe huesos brillosos de grasa. Un guitarrero aúlla aquella canción de si vas para Chile. Le regalan monedas de cincuenta centavos mientras la gula exacerba los intestinos de comensales más interesados en devorar que en música. Otra vez, pupilas sobre el celular: Trump se cagó de nuevo en los pantalones y le asoman otro gigantesco pañal. Elegía del absurdo que debiese ser endecha.

Tristeza en el oblast poltavo, no habrá cartas esta noche, cigüeñas no podrán volar entre cilindros supersónicos. Recurro a Olga Nawoja Tokarczuk, deseo viajar con ella, ser tumbado por cualquier viento aseverando lo débil de nuestras raíces. Beber con Cendrars sin fin sabiendo que no hay dinero para pagar. Actividad del puerto, el Támesis lodoso del Dickens antiguo, Robert Graves y su herencia germánica. Cieza de León y el asombro. Tristeza en la tierra poltava, antiguos urinarios cubiertos de maleza cerca de la parada de bus. Manchones de bosque, correos electrónicos no cifrados con desnudos que llegan de Kiev.

Que ¿cuándo terminará la guerra? «El hombre sólo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último sacerdote». Iluminado Diderot.

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Imagen: Batalla de Berestechko, 1651. Iván Bohun, de rojo, a caballo

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