Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Martinho da Vila y coro cantan un samba triste, vaya paradoja. Bajo por la avenida 8, barrio industrial, más sucio que de costumbre por la nieve ya mezclada con barro. Pienso en casi cuarenta años atrás. Una chichería en el pueblo escondido de Tupuraya, antes de la fama e invasión bohemia. Había una casona de adobe, mucha gente allí; el patio daba al río Rocha, donde chivos festivos y un inmenso macho cabrío devoraban todo a su paso. Fogata. Singani de pobres.
Chichería en Tupuraya. Juan Araos, Raúl Choquetaxi, Julio Dueri, Chino Murillo, yo. Noche de mala bebida y foco agonizante. Una imagen sola, fotografiando el pasado. Siempre Juan llevaba un bolso con libros y anotaciones. En alguna caja en Cochabamba, si todavía existe, hay papelitos de entonces, poemas de Juan a su amigo Claudio para el amor de Elisabeth que parecía imposible. Parménides por sobre el universo. Heráclito y Platón. Burdas mesas brillan y hiede la madera remojada en alcohol. Pablo de Rokha y Neruda vomitan al fondo. No es que Juan pregonara nada, ni que ejerciera la docencia con un grupo de borrachos. Sino que el instante, cada uno de aquellos instantes, formaba parte de un todo que no descartaba a los griegos. Carajo, este hombre no duerme, decía Julio refiriéndose a él. Ni come ni duerme, estudia lee y salud adentro. De esos cinco, ahora, quedamos dos en el exilio. Los otros duermen al fin.
Toda la noche, damajuanas de vino argentino que traje del último contrabando. Algún queso fundido, pan. Pan es la metáfora del Cristo contra el hambre. Pan toco, pan de Toco, tortillas, pan de a peso, marraquetas; con suerte, quesillo, tomate y cebolla con vinagre, eso ya gourmet. Reuníamos monedas para beber. Kafka junto a nosotros, Nathaniel Hawthorne, Henry David Thoreau, Diógenes el cínico. Raúl Zurita y su mejilla cocida a la plancha. Leía el maestro amigo, recitaba más bien, pausado, poemas. Luego del arte poética, el arte borracha, bebida hasta caer inconscientes, aunque a él nunca lo vi ebrio, ni agresivo.
Toda la noche suena el único cassette; un lado, los Doors, Beatles al revés. Docena de gente bailando, Miriam, el amor moreno de Raúl, sueño que nunca murió y que por ahí flota, cerca de la tumba, que desconozco, de nuestro amigo. Malcolm Lowry. Ron que estremece, quema la garganta, hace que emita silbido de locomotora. Álvaro Antezana busca su diente postizo entre los bailarines. Se le cae cada vez que grita una estrofa de Jim Morrison. Yellow Submarine; jardín de los pulpos, el mar verde, Parménides constante; el griego ha subido a comer con nosotros; tomate en macedonia y cebolla en finos círculos. Llega una famosa cantante de valses peruanos y una cohorte de sabios. Se entremezclan con los presentes un poco y escapan. Esta, nosotros, es la otra faceta del notable profesor de filosofía. Aquí se vive la muerte. Aquí vive Sergei Esenin. Vino en cartón, posible veneno. Los hijos de Juan duermen, son varios. La casa del Mirador, el bosque arriba, la acequia. Caminar entre eucaliptos con vahos de metanol. Agua cristalina. Amores que sufren. Solitarios vamos a casa de Juan, hombres solos para las lecturas, notas en letra diminuta, tantos años idos y tantos juntos. Después de medianoche, Julio, Raúl y yo nos montamos en una bicicleta Hércules aro 28, los tres en una. La chicha hizo lo suyo, nos vetó del miedo. Julio conduce, Raúl en la parrilla, Claudio agarrado de Raúl con los pies en dos pequeños apéndices de la llanta. Partimos en tremenda bajada desde el Mirador. A velocidad increíble, tres cuerpos alcoholizados encima de una delgada tira de goma. Con el impulso llegamos, sin pedalear, hasta el cuartel de la Muyurina. Cada despedida allí arriba puede ser la última.
Juan viajó a Chile y me dejó la casa. Navidad del 83. E me llama y viene en jeep a buscarme. Agarro una botella abierta de vino. Felicidades, padres, y me voy. Ni probamos el vino. Cuerpos como de piedra alumbre. Dormimos. Sus brazos cruzan mi pecho. A las seis, los pájaros despertaban. Cómo recuerdo sus ojos cerrados y el saludar la mañana de las aves. La montaña estaba allí, a un paso, y E descansó del matrimonio, tomamos un café con pan duro olvidado en la mesa. Remojamos la masa, reímos. Mira si olvidaré ese hogar de los amigos, refugio de los años, allí donde la tristeza tenía un contexto entre las lecturas filosóficas del dueño de casa. E, después de aquello, me regaló El señor de los anillos, el tomo de la fraternidad del anillo. Le di Entre la ciudad Sí y la ciudad No, de Evtushenko, remarcando el poema Duerme, amor…
Mira si olvidaré. Estamos con las Cartas a Milena. Corro a casa y traigo el Kafka de Max Brod para él. Enfrente de la plaza Colón, en un boliche desaparecido. Tengo hambre, aúlla Petrus Borel en el desierto. Cuentos inmorales… lo robé en Buenos Aires, con Raymond Radiguet y Charles Nodier. Libro que amaba y que regalé a Juan por el éxtasis de la hermandad.
Un cuartito atrás, para servidumbre sería hecho, y el amor de otra mujer, hoy muerta. El día trae pesares, cuentas de dedos, ¿para cuándo nosotros? Cuento los botones de su blusa.
Vi a Juan por última vez hace años, en el velorio de mi padre. Dijo cosas muy lindas de él, y de mamá. Fue a prestarle homenaje. Lo mismo que hago yo hoy en un ecléctico recuerdo de imágenes difusas, no confusas, de un hombre que conocí mucho y que tiempo y distancias separaron en cuerpo. Pienso. Juan no comía, ni dormía, y tenía algo a mano, escrito por él u otro para cualquier circunstancia, para conversarlo. Jorge Zabala hace una mueca de asombro, abre los ojos, pone la boca en trompa, y comenta: Juan Araos, uf, Juan Araos… como que mucha cosa.
Salud, Juan, querido amigo, y quien sino nosotros, y juntos, vimos colgarse de los alambres de la chichería para robar charque y masticarlo como chicle. Necesidades había y hambre. El dinero se gastaba en trago; para carne, Raúl se arrastraba en la avenida Aroma hasta dentro de una carnicería y tiraba pedazos afuera que luego las caseras de los kioskos cocían para nosotros en el mar de grasa donde nadaban pollos. Parménides, sí, en Cochabamba, casi cuarenta años atrás. Ve, sigue, que ya vamos…
Cuarto poema secreto. Pan de cada día, danos hoy el pan de cada día. Pan de Arani, chhamillo ¿Recuerdas, Juan? Ellas eran Madeleine.
Mi boca tendrá ardores de averno,
mi boca será para ti un infierno de dulzura,
los ángeles de mi boca reinarán en tu corazón,
mi boca será crucificada
y tu boca será el madero horizontal de la cruz,
pero qué boca será el madero vertical de esta cruz.
Oh boca vertical de mi amor,
los soldados de mi boca tomarán al asalto tus entrañas,
los sacerdotes de mi boca incensarán tu belleza en su templo,
tu cuerpo se agitará como una región durante un terremoto,
tus ojos entonces se cargarán
de todo el amor que se ha reunido
en las miradas de toda la humanidad desde que existe.
Amor mío
mi boca será un ejército contra ti,
un ejército lleno de desatinos,
que cambia lo mismo que un mago
sabe cambiar sus metamorfosis,
pues mi boca se dirige también a tu oído
y ante todo mi boca te dirá amor,
desde lejos te lo murmura
y mil jerarquías angélicas
que te preparan una paradisíaca dulzura en él se agitan,
y mi boca es también la Orden que te convierte en mi esclava,
y me da tu boca Madeleine,
tu boca que beso Madeleine.
Guillaume Apollinaire
Hasta otro día.