Varios amigos y colegas me han preguntado mi opinión sobre el movimiento gilets jaunes, y yo he hecho lo propio: vengo interrogando a quien puedo sobre su postura frente a lo que está sucediendo en Francia en las últimas semanas. Las posturas son diversas, a menudo contradictorias.
Hay que recordar que el movimiento empieza como una reacción al impuesto a los carburantes. Esta medida genera costos para el desplazamiento en vehículos particulares en lugares donde el transporte público es ineficiente. ¿Por qué chalecos amarillos? Una de las normas del uso de automóviles obliga a los conductores a portarlos en caso de tener algún incidente. Por eso son tan populares y, sin quererlo, se convirtieron en una bandera.
Si bien las manifestaciones iniciales fueron en contra del alza de la gasolina, no hay que olvidar que hace poco se exentó del pago de impuestos a las grandes fortunas, lo que fue leído con indignación. Luego se unieron decenas de grupos y demandas paralelas -desde jubilados hasta estudiantes- y ahora estamos lejos del punto de partida. Uno de los últimos pliegos petitorios contenía cuarenta puntos, cada vez más armados, articulados, tocando problemas fundamentales de la sociedad francesa que iban desde la economía hasta la política migratoria o educativa. Algunas demandas eran sensatas, otras tal vez exageradas, pero empezaban a mostrar una reflexión que acompaña al movimiento.
Se trata de un movimiento sin liderazgos claros (ni partidarios ni sindicales), que acumula hartazgos de distinto tipo, muy dinámico y activo, con un apoyo popular impresionante y que ha puesto en jaque a las autoridades pero en general al sistema político francés. Por su parte, las reacciones oficiales han sido lentas, torpes y tardías, en un momento en que el presidente y su Gobierno atraviesan por la más baja popularidad. Macron tardó un mes en ofrecer una respuesta mediática.
En la actualidad, los gilets jaunes se han convertido en un canal de expresión del descontento con una política escandalosa que ha beneficiado a los empresarios y ha empezado a desmontar el estado social, los beneficios en salud y educación -acaban de aprobar el alza de las colegiaturas para estudiantes extranjeros, lo que sería el inicio de la privatización del sistema educativo para todos-. La demanda ahora es por mayor poder adquisitivo, es decir por una economía incluyente. Hoy está sobre la mesa lo social, lo económico y lo político.
París, la hermosa ciudad que en los últimos años se ha empeñado en mostrarse amable para el turismo como todas las capitales europeas -lo que ha significado una gentrificación brutal-, hoy recuerda su lugar en la historia de las movilizaciones sociales. En el metro, encima de alguna publicidad pegada en la pared, alguien pintó con plumón negro: “Febrero 1848 – diciembre 2018”, recordando la insurrección popular que dio origen a la Segunda República. El fantasma de la Francia revolucionaria recorre el país. Habrá que ver hasta dónde llega.