El Corresponsal
Colgaban frente a mí las pinturas de un conocido artista que me había invitado a su exposición en una galería de la ciudad, pero por más que hacía esfuerzos por concentrarme en ellas, extrañamente las veía desdobladas, como a dos visos, de suerte que mirado cada lienzo representaba una figura, y mirado de otro, una muy distinta. En una amorfa lejanía, escuchaba decir que no se trataba de otra exhibición de cautivadora belleza: que era la mejor. ¡Cuánto deseaba apreciarla!, pero me hallaba ese minuto enredado en un torbellino de ideas que nacían de una mayor que me angustiaba toda vez que me veía rodeado de gente: mi envejecimiento. Con cincuenta y un años encima, podría decirse que tenía todavía algún futuro por delante, pero nací viejo, de una vejez que me había condenado a un hostil y despiadado mundo de soledad, pese a que por mi oficio había conocido a tanta gente (bien que esa gente, viéndome de frente, o de soslayo, no ocultaba su impresión al verme). Pero ahí estaba, de pie, aferrando entre mis temblorosas manos una copa de vino –que luego fueron varias, como era habitual en mí-. En ese trance, aún más ausente de todo, y enfermo de inseguridad, me odié; odié mi identidad, la continua humillación, los pliegues de mi cara que se acentuaban día tras día. ¿Por qué tan viejo? Mi vida había pasado fugazmente, como si en cada jornada se hubieran descolgado muchos crepúsculos. En mis estelares y engañosos sueños, el inconsciente hacía brillar una chispa de esperanza, como una luz sobrenatural y reveladora que anunciaba la desaparición del fenómeno. Eran los únicos momentos de una paz forzada, pero de cierta quietud al fin. Abiertos los ojos, la cruda realidad permanecía inalterable, si bien la vida, dando prueba de certeza sobre la geometría de las mitades, nunca me fue parca en los mundanos y deleitables placeres.
Ahora tengo cincuenta y ocho años. Como corresponsal de guerra Bagdad es mi destino. Guerra y muerte. Niños, mujeres y ancianos que llegan en ambulancias destartaladas a hospitales pobres, sucios, colmados de heridos. Miseria. La atmósfera es espesa. El clima asfixia. Es caluroso y árido y no hay rastro de una posible frescura. En temporadas altas no cae una sola gota, por lo que la humedad es muy baja y frecuentes las enormes tormentas de polvo color pizarra, agitadas desde el desierto hasta esconder la atmósfera. Pero hay invierno, y en esa estación las temperaturas se suavizan en frescas brisas. Luego, como agua bendita, el cielo desciende en lluvias. De cualquier manera, todo es tórrido y me parece estar viviendo una sola estación, uniforme hasta la monotonía, equilibrándome en una larga y cálida cuerda. Vivo en un modesto hotel de Rusafa, la mitad este de la ciudad. Duermo y como allí. Mi cuarto es penumbroso; huele vagamente a intrusa humedad. Aparte del catre y el baño, no tiene nada, desmantelado, salvo una rosa marchita en un vaso de metal que descansa sobre una mesa, y un almanaque que cuelga en una esquina de la pared. A centenares, decenas de metros, silba el plomo asesino y se oyen gritos espeluznantes. Todo es horror en Bagdad.
Un insólito silencio me ha despertado más tarde que de costumbre. El sol es sofocante, oprime. La ciudad se desgarra en escombros. Los niños, mujeres y ancianos, pero sobre todo los niños-viejos sufren hambre (los veo a través de los visillos, a ellos más que a nadie). Aguzando el oído, como si la devastadora escenografía completara todo su montaje, se filtra por la ventana una canción de Serrat proveniente de la habitación contigua: “Disculpe el señor, se llenó de pobres el recibidor, y no paran de llegar, desde la retaguardia por tierra y por mar…” Mientras los soldados patrullan las calles la gente toma las esquinas a vender lo poco que tiene para poder comer. Del alba al ocaso las horas se multiplican en tiempos de guerra; todo es largo y penoso. Ha sido otra jornada violenta, pero esta, distinta, señalada por algo extraño e impensado que llegó a mí como no había sucedido antes. Ya se había hundido el sol, aunque un postrero resplandor exaltaba esa perforada geografía. Los bombardeos y el tableteo de las metralletas se escuchaban distantes. Tendido en mi cama, junto a la botella de licor (mi pan diario), vinculaba en mis pensamientos todo lo que allí ocurría con la historia de mi desdicha. Tenía temor de mí. Tenía miedo de Dios, incluso un miedo reverente de pronunciar su nombre, como si en ese momento hubiera recalado en mi cerebro aquella doctrina que hablaba con devoción de ese Nombre todopoderoso, pero tan escondido. El mensaje que bullía dentro no dejaba dudas: mi vida cruzaba ásperamente la delgada línea de la existencia y la muerte, como si mi destino doblase a duelo, como si en mis vísceras pudiera interpretar los decretos de mis días muertos. Pasé toda la noche en vela, abstraído en esa torre de turbaciones, en sospechas oscilantes que agitan el alma. Poco antes de las primeras luces, exhausto, un sueño fugaz me envolvió.
Amanece. El miedo, a pesar de todo no es tan martirizante, y si menos opresiva se me antoja hoy la muerte, ella no se distancia ni de mí ni de los demás. Quiero acabar con todo uniformado. Pretendo, con rabia, arrojar sangre al mundo ante la crueldad de la guerra, ese manto negro que cubre el día. Mucho he escrito sobre su descarnada realidad, y todos los que perdieron la vida, mujeres y hombres, niños y viejos, viven todavía junto a mí; puedo palpar sus cuerpos aun sin ir hacia ellos. Y puedo palpar el mío. Mi historia no existe más. Nada de forzado equilibrio. Nada de caminos, nada de reglas. Tantas guerras contadas que ya no quiero distinguirlas ni divisarlas ni hablar más de ellas. Odio mi identidad, lo dije. Quiero permanecer solo, tendido en cualquier parte, levantarme de pronto, caminar sobre las arenas movedizas del desierto que el viento ha desplazado, echarme a descansar bajo la sombra de una palmera datilera, oír el canto imperceptible de las dunas, incorporarme otra vez, cruzar el Tigris, y luego, bajo el poder hipnótico de arrecifes corales y ostras, sumergirme en el distante Golfo. Cavaré sepulturas y levantaré nichos lóbregos. Sé que cuando todo es difuso el ánimo se estrecha irregular, lejos del tiempo, o en el mismo tiempo, aunque en un desmayado poniente. A estas alturas, a los cincuenta y ocho, y sin que lo que vaya a decir pueda parecer una justificación o excusa para romper frustraciones, derrotas, humillaciones, agrego un evento brutal que siempre he querido guardar en los enigmáticos senderos de lo inconsciente: veo un rostro que me habla de una vida temprana atrapada por el alcohol. Ya lo saben, claro, lo dije. Pero me urge gritarlo a los puntos cardinales. Este secreto torturador me llevó a creer desde entonces en la ficción de que una, muchas copas de licor aferradas a mis tiritonas manos, reemplazarían la incomprensión de Dios en obsequiarme una vida normal de vastos amaneceres y pródigos océanos, sin pliegues en la cara ni en el alma que habrían impedido –por Dios que así hubiese sido- ver morir a cientos, a miles, y tropezarme a cada paso con ellos. Aquella fisonomía, embriagada por una juventud lacerante, prendería fuego a las múltiples rayas de mi piel años después. Ahora. Arranqué bruscamente la última hoja del almanaque y me enfrenté cara a cara al espejo del mezquino baño, uno de tantos espejos que intimidaron progresivamente mi vida. Bajando mi vista al desolado abismo del vidrio, alcancé a ver que, al fondo de una escarpa del desierto, sucio y harapiento, yacía yo.
Biografía
Pablo Mendieta Paz nació en Potosí, Bolivia, es músico, escritor y poeta (1955)