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Otoño en el Museo del Prado: Robert Campin

El pintor flamenco, con su pincel meticuloso y saturado de luz, recreó el idilio entre el hombre y el mundo, dos enamorados que siempre caminarán juntos

Rafael Narbona

El otoño nunca me ha producido tristeza, quizás porque nací en octubre y siempre he tenido la impresión de que en esas fechas la vida no declina, sino que se renueva. En Madrid, las hojas caídas que alfombran las calles y los parques convierten el suelo en un lecho de ternura y delicadeza. No parecen signos de muerte, sino de esplendor. Los caminos se transforman en ríos con vetas ocres y amarillas. Al recorrerlos, sientes que la gravedad ha perdido parte de su fuerza y que el cielo, con sus blancos, grises y azules, está más cerca de la tierra. El verano ya no incendia el aire con sus llamaradas y respirar ya no es aproximarse a una lengua de fuego, sino experimentar la frescura de la lluvia, que golpea los cristales con una percusión celestial.

A mediados de diciembre, no cesa de llover y yo lo celebro como un niño que se regocija al escuchar los pasos de un ser querido. Hoy me he acercado a Madrid —vivo en un pueblo de las afueras— y he comenzado a recorrer el Paseo de Recoletos. Al pasar junto a la Biblioteca Nacional, he pensado en los miles de libros que descansan en sus estanterías. Cada uno es una vida adormecida, esperando que alguien interrumpa su letargo.

Un libro es una ventana abierta al alma de otro ser humano, un mirador que permite contemplar una intimidad y fundirse con ella, una cima que exhibe sus escarpaduras. Las palabras componen círculos que nos permiten subir o bajar, alcanzar las alturas o descender hasta el abismo. Así lo entendió Dante, que viajó por geografías nunca vistas, buscando la salvación mediante el amor.

Puerta de Velázquez.

Puerta de Velázquez. Museo del Prado

Al toparme con el Café Gijón, he fantaseado con Francisco Umbral. Su enorme popularidad se ha diluido, pero su prosa sigue ahí, asombrando con sus metáforas, cabriolas e intuiciones. Umbral era un literato puro, un titiritero de las palabras. Con su chalina blanca, su chaqueta con las solapas de terciopelo y su melena romántica, ejercía de seductor, mezclando la ironía de Larra con el espíritu provocador de Valle-Inclán. Acumuló muchos enemigos y alardeó de ser un adversario despiadado, pero cuando escuché su voz en Anatomía de un dandi dirigiéndose a su hijo pequeño, «Pincho», que murió de leucemia a los seis años, comprendí que el personaje público que había creado con tanto esmero no se correspondía con el hombre real.

Al hablar con su hijo, Umbral parecía tímido, dulce y frágil. ¿Por qué a veces nos empeñamos en aparentar lo que no somos? Pienso que por miedo a ser heridos. Nuestra piel es una corteza muy fina. El trato con los otros puede ser tan doloroso como abrazar un espino. Me detengo un instante ante la estatua de Vallé-Inclán, el otro manco ilustre de nuestras letras, y me pregunto si él también fraguó una máscara para protegerse del mundo, casi siempre áspero y desconsiderado.

Al llegar a la Plaza de Neptuno, observo la fachada del Hotel Palace y recuerdo a Julio Camba, que vivió doce años en la habitación 338. Se pasaba muchas horas en la cama, leyendo novelas policíacas inglesas. Salía poco, pero cuando lo hacía siempre frecuentaba los mismos lugares: el Ateneo, el Café del Prado, el Círculo de Bellas Artes, el restaurante Lhardy. En cierto sentido, vivía como un fraile de clausura que solo rompe su retiro para visitar los sitios que han forjado su mundo interior.

De niño, lo envidiaba, pero hoy ya no me atrae la idea de vivir en un hotel. Prefiero como residencia un pueblo pequeño, con una plaza con una fuente de piedra, unos bancos de madera y un árbol centenario de sombra frondosa. Un pueblo con una hermosa iglesia, con un viejo órgano cuyas notas desprenden el aroma de la eternidad, y una fresca penumbra donde la soledad ya no es un vacío desgarrador, sino un abrazo que nos acoge con benevolencia.

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Por fin vislumbro el Museo del Prado. El edificio neoclásico diseñado por Juan de Villanueva consolida la impresión de simetría que produce el trayecto desde la plaza de Colón hasta los jardines situados en la puerta de Velázquez. Las columnas jónicas evocan el sueño ilustrado, que apenas echó raíces en la mentalidad colectiva de los españoles, y la nostalgia de la Grecia clásica, cuna de una civilización que no ahogó el mito en el logos, sino que logró conciliarlos mediante la tensa armonía del arco y la lira.

Platón alumbró muchos mitos para explicar su filosofía, como esas sombras de la caverna que revelan el carácter ilusorio de lo inmediato. Aristóteles quizás también inventó mitos, pero hemos perdido sus diálogos, que según Cicerón era un «río de oro», y hoy asociamos su pensamiento a una fría racionalidad reacia a cualquier finta literaria.

La filosofía no se hace solo con conceptos. Los mitos son necesarios. Ciertas ideas solo pueden expresarse mediante imágenes, relatos o metáforas. Dios, el objeto de la filosofía primera, también llamada metafísica o teología, desborda cualquier concepto. El ser humano solo puede aproximarse a él mediante historias (es decir, mitos), símbolos o alegorías. Lo esencial escapa a la razón. O solo se muestra ante ella parcialmente.

Leone Leoni: 'Carlos V y el Furor', 1551 - 1555.

Leone Leoni: ‘Carlos V y el Furor’, 1551 – 1555. Museo del Prado

Bajo la lluvia, el edificio de Villanueva me recuerda a un viejo templo griego atrapado en un mar de asfalto. En su interior, se agitan el color y las formas, pero en el exterior solo se aprecia austeridad. Aguzo la mirada y en vez de un templo atisbo un monasterio en mitad de la estepa castellana. Su sencillez me trae a la cabeza los conventos teresianos. En el Museo del Prado reinan el espíritu, el anhelo de belleza, la sed de absoluto. Creo que la reformadora del Carmelo se habría sentido reconfortada entre sus paredes.

Subo las escaleras de la puerta de Goya, sorteo el control de acceso y me topo con la escultura de Carlos V realizada en bronce por el escultor italiano Leone Leoni. Despojada de la armadura, el Emperador aparece desnudo con el Furor encadenado a sus pies. El cuerpo juvenil y atlético, de semidiós pagano, contrasta con el rostro de hombre maduro y sabio. No hay arrogancia en la expresión, sino serenidad. No parece un caudillo oriental que ostenta su poder, sino un príncipe cristiano.

Lo esencial escapa a la razón. O solo se muestra ante ella parcialmente

Me sorprende la audacia de Leoni, cincelando un cuerpo sensual y de fino erotismo, pero es comprensible en un escultor renacentista, comprometido con el canon griego. Se me hace extraño contemplar a Carlos V sin armadura. ¿Qué clase de hombre era? ¿El estadista que soñó con una Europa unida? ¿Un hombre religioso, justo y prudente? ¿Un césar hambriento de poder, un señor de la guerra? ¿Tenemos derecho a juzgarlo desde la perspectiva de nuestra época?

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Avanzo por la nave central y me dirijo a las salas donde se exponen a los primitivos flamencos. Siempre me he sentido atraído por sus interiores intimistas, su detallismo, sus colores luminosos, su espiritualidad sin artificios. Los maestros flamencos no escriben tratados teóricos sobre la pintura. Solo hacen cuadros. Con delicadeza y sensualidad, manifestando amor por la materia, donde aprecian un hálito divino.

Sonrío al divisar la Santa Bárbara de Robert Campin, un óleo de 1438 sobre tabla de madera de roble. Siempre me ha emocionado ese cuadro. Pertenecía a un tríptico cuya tabla central se ha perdido. Afortunadamente, se conserva San Juan Bautista y el maestro franciscano Enrique de Werl, también expuesto en el Museo del Prado. Durante un tiempo se llamó Maestro de Flémalle al autor de un conjunto de obras que hoy se atribuyen a Robert Campin. Se considera a Campin el iniciador de la escuela pictórica flamenca junto a Hubert y Jan van Eyck, pero no se sabe casi nada de su vida.

Al frente de un importante taller donde se formaron Rogier van der Weyden y Jacques Daret, fue de los primeros pintores que utilizó colores aglutinados con aceite de linaza (lo que más tarde se conocerá como pintura al óleo), lo cual le permitió trabajar con más minuciosidad y detalle. Introdujo los temas religiosos en ambientes domésticos, consiguiendo humanizar tanto a la sagrada familia como a los santos. En sus creaciones casi parecen miembros de esa burguesía que retrató con tanto realismo y agudeza psicológica.

Según la Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, Bárbara de Nicomedia fue hija de Dióscoro, un sátrapa oriental del siglo III que odiaba a los cristianos. Su padre, antes de emprender un viaje, ordenó construir una torre y encerrarla en ella para mantenerla alejada de sus pretendientes. Durante meses, la joven rezó y leyó el Evangelio. Se dice que Orígenes la instruyó mediante cartas y preparó su bautizo. Aprovechando la ausencia paterna, pidió a los obreros, aún atareados en terminar la torre, que abrieran tres ventanas para poder rezar a la Santísima Trinidad, dogma del que era muy devota.

A su regreso, Dióscoro le ofreció la libertad si se casaba con el hombre que había escogido para ella, pero contestó que prefería desposarse con Cristo. Enfurecido, ordenó que la azotaran, pero los látigos se convirtieron en plumas. Todos los intentos de torturarla acabaron de forma similar y el déspota decidió llevarla a la cima de una montaña para decapitarla con sus propias manos. Apenas cometió el crimen, un rayo lo fulminó, transformándolo en una bola de fuego. De ahí que ahora se invoque a santa Bárbara para protegerse de los rayos. Pío V la elevó a los altares en 1568 y, con el tiempo, se la incluyó entre los catorce santos auxiliadores del Santoral.

Robert Campin representa a santa Bárbara leyendo las Sagradas Escrituras de espaldas a una chimenea encendida. Sentada sobre un banco reversible, tiene el rostro ancho y redondo, y el cabello, rubio y ondulado, cae sobre el cuello y los hombros. El fuego proyecta sombras sobre sus ropajes, verdes, azules y amarillos, que contrastan poderosamente con el rojo del cojín sobre el que se ha acomodado. Encima de la chimenea, cuyas llamas evocan el final del cruel Dióscoro, hay una escultura de la Santísima Trinidad y una vela.

Robert Campin: Santa Bárbara, 1438. Foto: Museo del Prado

Robert Campin: Santa Bárbara, 1438. Foto: Museo del Prado

El lirio que se inclina desde un jarrón y la redoma de cristal simbolizan la virginidad, y el aguamanil de latón sobre un mueble de madera, la pureza de alma. Santa Bárbara sostiene la Biblia con un paño en señal de respeto y humildad. Las líneas de las baldosas naranjas del suelo y el artesonado de madera del techo componen una perspectiva que desemboca en una ventana abierta con clavos de hierro oxidados. En el exterior, se aprecia la torre donde fue confinada la santa, recortándose contra un cielo cubierto de nubes blancas. Las agujas de una catedral despuntan por el horizonte y un jinete montado en un caballo blanco pasea con indiferencia.

Erwin Panofsky escribió que el cuadro representa dos universos: un interior burgués, pero sin lujo, y una santa de aspecto mayestático. A pesar de su amor al mundo físico, Campin destaca lo sobrenatural, pero sin disociarlo completamente de lo cotidiano y vulgar. Su santa Bárbara parece sugerir que la materia y el espíritu se comunican de forma natural y que el instante, lejos de ser algo pueril, pertenece al mosaico de la eternidad.

No me conmueven tanto las otras obras de Campin expuestas en el Museo del Prado (Desposorios de la VirgenLa Anunciación –cuya autoría aún se discute– y el citado San Juan Bautista y el maestro franciscano Enrique de Werl), pero en todas advierto el compromiso del artista con la vida, la determinación de captar las distintas formas de belleza y eternizarlas con imágenes rebosantes de luz, color y precisión. Campin no transige con la melancolía o el pesimismo. Sus cuadros transmiten una alegría tranquila, la mirada del que observa el mundo y aprecia belleza incluso en sus imperfecciones.

Aún me quedan muchas obras que contemplar. Solo he comenzado una visita que se prolongará varias horas. Dedicaré este día a los grandes maestros de la pintura flamenca. Imagino que en el exterior sigue lloviendo y las hojas continúan amontonándose en las aceras, formando un manto dorado. Tengo la impresión de que el mundo es un surtidor de prodigios.

Sé que existen la muerte, la enfermedad, la injusticia, pero esas notas trágicas no pueden apagar el hermoso estrépito de la vida. La pintura, con sus dos dimensiones, reproduce esa melodía. Los colores son música, como advirtió Matisse. Robert Campin, con su pincel meticuloso y saturado de luz, recrea el idilio del hombre y el mundo, dos enamorados que siempre caminarán juntos. Qué pobre es cosa es el conocimiento racional frente a la intuición de los artistas.

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