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Órdenes desacatadas, orden agrietado

Una máxima estratégica básica instruye a los jefes a nunca emitir una orden que no vaya a cumplirse. Ese principio ha quedado desmantelado en las filas de la mayor organización política de Bolivia, el Movimiento al Socialismo (MAS), como resultado de las más de cinco semanas que se mantuvo el paro de Santa Cruz.

La profundidad de su retroceso y quiebre hegemónico, compromete la gobernabilidad, haciendo que sea la lucha fraccional del MAS la que dé fuelle a la posibilidad de que la sucesión de conflictos sociales y políticos desemboque en una crisis de tales proporciones que obligue al presidente del Estado a plantearse un duelo electoral adelantado con su mayor adversario: el jefe del “instrumento político de organizaciones sociales” que domina la escena política desde 2006.

Esta profunda grieta, que está lejos de ser la única, ha roto del equilibrio precario en el mando bicéfalo de las corrientes encabezadas por el presidente de la organización y la del Estado, precipitándolas en una competencia enloquecida de descalificaciones y violencia verbal y simbólica escandalosas.

Estas peleas abren paso a que la división parlamentaria oficial inicie una parcelación del poder en el ámbito judicial, policíaco y militar, donde las fracciones se irán acomodando y alineando, según cambios coyunturales, llevando la autonomía relativa de los aparatos estatales a su descontrol.

El MAS que preparó e intensificó las condiciones para precipitar la protesta cruceña, convencido de imponerse debido a que el frente regional se encontraba debilitado, desde un inicio, por el choque entre los cívicos y Gobernación, por un lado y la Alcaldía de la capital cruceña, por el otro. Sin embargo, terminó acorralado por una resistencia civil que superó la estrechez de la mirada regresiva que copa su conducción y obligó a que el Gobierno se comprometa aplicar los resultados del próximo censo, tanto en la distribución de recursos de coparticipación como de asignación de bancas en la Asamblea Legislativa, que era lo que el régimen masista pretendía evitar.

La inspiración y modales autoritarios, idénticos en la conducción masista y su contrincante de la Gobernación, no pudieron asfixiar la fuerza de una movilización que superó la dureza de una cuarentena económica cuya inclemencia ha vuelto a golpear las bases de una economía popular, ya minada por los sacrificios, recortes y deudas que dejaron los cierres de la pandemia y la desaceleración que nos acompaña en los últimos siete años.

El peso demográfico y político que ha cobrado Santa Cruz resulta inocultable e insoslayable, tal y como el régimen tuvo que enfrentarlo en las calles en 2019, pero que no termina de aprenderlo, como volverán a mostrárselo las urnas en cualquier nuevo reto en ese campo, sea en 2025 o antes.

Eso no legitima la visión regresiva de la dirección política del paro que interpeló a los demás departamentos, como una especie de desertores o enemigos, ni consolida al modelo económico basado en el remate de recursos naturales, la depredación ambiental y la acumulación de rentas provenientes de la expansión del mercado y especulación de tierras y no de la productividad. La falta de propuestas para superar estas prácticas destructivas, de enriquecimiento focalizado y de corto alcance, enseña que todavía la movilización social sigue sembrando dragones y cosechando pulgas.

La agricultura, basada en la replicación del caduco esquema basado en el uso intensivo de agrotóxicos que requieren las semillas transgénicas es parte –y no respuesta alternativa– del modelo desarrollista depredador que practica este gobierno. Esa incomprensión se suma a que los representantes regionales no asumen –igual que en 2008– que su base social está compuesta en un porcentaje contundentemente mayoritario en migrantes, sus hijos o sus nietos.

Aún beneficiándose de estas limitaciones decisivas de sus oponentes políticos, el desconcierto de las fracciones oficialistas las lleva a chantajearse mutuamente y competir para demostrar cuál es la más sectaria y represiva, condenado como una maldición la necesidad de buscar y construir acuerdos democráticos, sin los cuales su propia sobrevivencia se complica.

Los dirigentes de las organizaciones sociales que supuestamente tienen la última palabra en “el instrumento político”, se hunden en el pánico mientras hacen burocráticos llamados a restituir la paz interna para no perder sus privilegios y prebendas, con lo que se demuestre que un giro realmente democratizador del país será posible cuando las bases recuperen el control e independencia de sus organizaciones, hoy hipotecadas y enajenadas.

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