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Oración y silencio

Márcia Batista Ramos

“ZELO ZELATUS SUM PRO DOMINO DEO EXERCITUUM (Me consume el celo por el Señor, Dios de los Ejércitos)” Lema del escudo de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo

Ruth Imelda, era la más agraciada entre todas sus primas. Además, era alegre y divertida, poseedora de un humor fino y agradable. Siempre se vestía a la moda parisina y coleccionaba las revistas de ultramar. Le gustaba todo tipo de reuniones dónde había mucha gente y risas.

Un día, sorpresivamente, en un almuerzo familiar, Ruth Imelda anunció que decidió ser monja. Todos rieron de la ocurrencia de la bella joven. Esperaban que diga que sería actriz o concursaría para Miss, pero no que se le ocurriera ser monja.

– No soportarías ni una semana la vida de un convento –dijo la abuela, segura de conocerla muy bien.

– ¡Tienes cada ocurrencia, mi amor! –exclamó su padre.

Las primas y tías tomaron el asunto como chiste, pues, sabían que Ruth Imelda, tenía muchos pretendientes y era cuestión de tiempo para que se decidiera por alguno y se casara con “pompas y sonajas”.

En la próxima reunión familiar los padres de Ruth Imelda, se presentaron sin la hija amada y anunciaron que cuatro días atrás la instalaron en el convento de la Orden de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo.

Los padres, así como todos los familiares, apostaban que su hija no estaba hecha para la vida conventual y que, sería cuestión de días para que vuelva corriendo a su mundo de ropas de la moda, perfumes, paseos y revistas.  Consideraban que era apenas un capricho. El cotidiano atrás de las rejas, compartido con mujeres que optaron por vivir en la clausura en un convento, no parecía una opción sensata, en tratándose de quien se trataba: Ruth Imelda.

Una vez por mes, los padres de Ruth Imelda la visitaron y le solicitaron que retorne a casa. Hablaron con su hija a través de las rejas del claustro y vieron el tiempo pasar en el rostro de su preciosa hija, entonces, se resignaron y le visitaban para decirle que la amaban hasta el último mes de sus vidas.

Ruth Imelda se entregó a la religión e hizo votos de pobreza; dividía sus días entre oraciones y trabajos en el monasterio. Su rutina empezaba antes de las 5 de la madrugada para la lectura de los Salmos, Durante el día, tenían siete horas de oración y trabajos en el convento para ayudar a la manutención del mismo.  Pintaban telas, restauraban imágenes sacras de las iglesias y ensayaban juntas los cantos que entonaban durante las misas diarias en el convento, que asistían detrás de las rejas. Con una hora para platicar entre ellas (hora llamada de recreo). Su cotidiano atrás de las rejas, era una vida en clausura y silencio. No se trataba apenas de la ausencia de voces, pero de una quietud absoluta capaz de llevar a cualquier ser humano, viviente, a la introspección; alejadas de sus familias, sin ningún conforto y sin los millones de posibilidades que existe en el mundo de afuera. Igual que otras jóvenes, que se decidieron vivir la forma más radical de vida religiosa en el catolicismo, así vivió Ruth Imelda.

Ella repitió hasta el cansancio, para sus padres que una vida de donación, solidaridad y contemplación, para nada era una vida triste:

— Soy feliz y muy libre — decía Madre Teresa de Jesús (el nombre conventual de Rut Imelda). Con su vestimenta marrón y su pesado velo.  – Escogí ese camino para mi vida entera. Vivimos en soledad, pero no es una soledad vacía, es una soledad con Dios. – Repetía sin lograr convencer a sus padres.

Cuando sus padres fallecieron ella empezó a recibir la visita mensual de su primo hermano Jaime Guillermo, mi suegro. El cual falleció unos veinticinco años antes que Ruth Imelda, la Madre Teresa de Jesús, que permaneció hasta su ultimo día en oración y silencio.

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