La wiphala, así como la conocemos desde el surgimiento del indianismo-katarismo y de la forma en que es exhibida actualmente en salones y palacios, nació en la década del 70 del siglo pasado.
No es por tanto milenaria ni acumula 15 siglos en su cuadrícula, como ha fantaseado el vocero gubernamental, quien en su condición de exdirigente del partido de Manfred Reyes Villa carece de nociones mínimas para desentrañar lo que se enarbole o flamee por ayllus y comunidades del país. Para Richter ya debe ser suficientemente complicado compaginar su pasado eneferismo con la invención de palabras huecas como “noviembrismo”.
La wiphala fue diseñada por el exparlamentario del MIP Germán Choquehuanca, ideólogo de una corriente del separatismo aymara contemporáneo, o mejor aún, impulsor ideológico de la formación de un Estado independiente que tendría que derivar en hogar político del mundo indígena, en lo que hoy se traza como el territorio de Bolivia. Sin embargo, la wiphala no salió solamente de la mente creativa de Choquehuanca, sino sobre todo de su reinterpretación meditada de algunos motivos dispersos, fotografiados de la cerámica precolombina, la pintura colonial o los tejidos comunitarios.
En razón de esos elementos, elegidos para confeccionar el símbolo actual, algunos lo proclaman como el restaurador de la wiphala, aunque dicho nombramiento honorífico es incorrecto. Choquehuanca no desenterró algo existente que hubiera sido olvidado o proscrito. No, él inventó un artefacto de tela inspirado en formas y colores que creyó ver o vio en las huellas dejadas por la antigüedad y que escogió arbitrariamente con el legítimo propósito de forjar un cohesionador de emociones y fervores identitarios. No restaura entonces quien compone; no desentierra quien fabrica.
Por tanto, si bien la wiphala no es española, aunque la noción de bandera como uso patriótico provenga de Europa, tampoco es incaica, sino más bien boliviana. Choquehuanca la inventó en 1978 para apartar a su pueblo del culto a la tricolor. Entonces habría que aceptar que es anti-boliviana, pero, como ocurre con todas las obras humanas, éstas acaban distanciándose de sus autores a medida que ingresan en la vida cotidiana de la gente. El inventor de la wiphala pudo presenciar en vida la bolivianización de su creación, hecho que lamentaba sin pausa en entrevistas y conferencias.
En medio de este debate, muchos olvidan que en abril de 1990, el gobierno de Jaime Paz Zamora ya se adelantó a consagrar por decreto a la wiphala como símbolo nacional. La medida firmada por un gabinete de raíz euro-mestiza afirma que el emblema pertenece a las culturas aymara y quechua y que condensa los colores del arcoíris. Este hecho, junto a la consigna “coca no es cocaína”, colocan al Acuerdo Patriótico (MIR-ADN) como el pionero en la expropiación del ideario indianista-katarista por parte del Estado boliviano.
Antes de morir, Germán Choquehuanca tuvo la satisfacción de ver cristalizado uno de sus objetivos existenciales: la apropiación de su símbolo por la gente común, sin interferencia de autoridades o agentes partidarios. En 2020, cientos de aymaras marcharon desde El Alto hasta la Hoyada exigiendo desagravio. La tónica era “no somos masistas”, separando así a la wiphala de Evo Morales y su entorno.
Como puede verse, la nada milenaria wiphala fue ganando ancestralidad a partir del momento en que los portadores de la identidad indígena en Bolivia la sintieron suya. Esta operación consistente en hacer de lo nuevo algo añejo e incluso inmemorial no es una falsificación, sino una tarea histórica frecuente.
Los pueblos de todo el mundo inventan tradiciones. Eric Hobsbawn (1983) escribió que lo hacen para conectarse con aquella parte del pasado que les interesa perpetuar y expandir a punta de repeticiones rituales. El historiador egipcio señala que una pretendida continuidad con el pasado lejano ayuda a convalidar los cambios que se desea impulsar en el presente. En esa línea de comprensión, la wiphala es el modo en que la novedad se disfraza de antigüedad a fin de darse aire de irrefutable. Choquehuanca la pensó para inculcar la creencia de que la tela cuadriculada precede a la tricolor y que por ello existe un derecho virgen para una nación indígena original. Pero claro, el compositor de la wiphala no contaba con la astucia plurinacional que la arrimó al altar patrio para apartarla del plan separatista. O sea, ¿está secuestrada hoy nuestra wiphala?
Rafael Archondo es periodista.