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Nostalgias argentinas

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Si me preguntan de tango, que qué orquesta prefiero, dubito, y por lo general respondo que Canaro, no solo porque Francisco Canaro le dio otra perspectiva al tango, ni por su historia ejemplar de miseria y tesón -igual a muchos otros, entre ellos Filiberto- sino por la versatilidad que supo jugar entre lo clásico y lo moderno, sin desvirtuar la esencia popular del baile y, en especial con él, del cante; por su extensión y su don. Pero hoy me llega de Buenos Aires, desde Caballito, un disco doble con Julio de Caro en el primero, de delicada esencia, y Edgardo Donato el segundo, con mucho ritmo y compás. Allí dudo, ya no dubito, y quizá prefiera a Donato como maestro, aunque bien al fondo los aires de la orquesta de Francisco Lomuto tercian en esta contienda de talento y de valor.

Hablar de tango, de mis padres, de música bien entrada en la noche de Cochabamba, mientras los hijos atisbamos la fiesta de los mayores y madre y padre se enfrascan en el cuchillero bandoneón de Antonio Bisio. Trajeron, ellos, consigo, el tango de Córdoba, de una época que consideran de oro, los cincuenta, aunque para mí el tango como joya termina cerca del año treinta.

Pero no es tango el tema, viene del tango, de las letras de A media luz que con sólo la mención de la calle Corrientes despiertan la nostalgia de tres visitas a Buenos Aires. Afirman que parece París y se equivocan. No es mejor pero no es menos, y es cercana y con mucho mayor querida. París está llena de franceses lo que la reduce, tal vez descompone, y, incluso con el dejo superdotado del porteño, éste suele ser afable y oler bien.Respecto al olor, hay la anécdota entre nosotros, los hijos de mis padres, de la característica argentina más notable que diferenciaba ese país del nuestro: era el aroma, invasivo, predominante, que venía en las ropas, las valijas, la piel y cabellos de las tías que llegaban de visita. Era un «olor a Argentina», distinto, único, inexpresable e inencontrable en otro lugar. Dirán que la Boca hiede, que el Riachuelo en el verano emana aires de fetidez, pero incluso paseando por Caminito, en un café de Pompeya, en los mandiles de los médicos al sur, más allá de la inundación, perdura el inolvidable «olor a Argentina». Con Julio Dueri, por 1984, fuimos metalúrgicos en la ciudad obrera por excelencia: Córdoba. Acabado el día, hastiados de soldar, cortar barras de aluminio, pulir estructuras que construíamos para la feria internacional, salíamos los dos bolivianos negros y lentos por la calle hacia la pensión en que dormíamos. los compañeros argentinos nos recriminaban: «pibe, estás loco», porque ellos luego de la jornada se duchaban, vestían ropas limpias si no lujosas, se acicalaban y aparecían en la vereda como doctores, mientras nosotros arrastrábamos -si arrastré por este mundo…- nuestra fastuosa piel de hollín.

En el metro de Buenos Aires, soñando si por casualidad veríamos a Borges, nos sentábamos en Miserere, haciendo hora para ir a comer milanesas napolitanas con un litro de vino, y después correr a los dormitorios baratos que en Constitución significaban jóvenes y sudorosas muchachas holandesas de magnífica recepción.

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