“Este adiós no maquilla un hasta luego, este nunca no esconde un ojalá…”
Inmediaciones
Nos sobran los motivos. Y Sabina lo sabe. Por eso se despide sin disfraz, sin promesas, sin redención. A sus 76 años, con casi cinco décadas de carrera, el trovador español baja del escenario con una gira titulada “Hola y Adiós”. No hay lágrimas. Hay humo, whisky y aplausos. Porque Sabina no se va: se desliza. Como quien apaga la luz sin cerrar la puerta.
“Ya no le debo nada a nadie, ni siquiera a mí mismo. Cuando no canto, estoy bien.”
La frase no es una confesión. Es una sentencia. Sabina no se retira: se libera.
Comenzó a cantar en 1975, en bares de Londres, exiliado y joven. En 1978 lanzó Inventario, su primer disco. Desde entonces, publicó 18 álbumes de estudio, siete en directo, siete recopilatorios y participó en cinco tributos. Pero más allá de los números, lo que queda es su universo: un mundo donde viven la chica Almodóvar, el pirata cojo, los taxis sin destino y los amores que nunca llegaron a tiempo.
Cada canción fue una confesión. Cada verso, una herida con elegancia. Sabina no cantaba para gustar. Cantaba para contar. Y en ese contar, nos hizo parte de su historia. Su lírica es mezcla de Benedetti, Bukowski, Brassens, Dylan y Lavapiés. En sus letras caben los bares, los insomnios, los amigos que ya no están, las mujeres que se van sin decir adiós. Nunca quiso ser héroe ni mártir. Fue bufón, filósofo, cronista. Y sobre todo, humano.
La gira “Hola y Adiós” comenzó en América Latina y concluirá en España. Cada concierto es un ritual sin liturgia. Sabina aparece con la voz rota y el alma intacta. No hay impostura. Hay verdad. Y esa verdad se canta bajito, como quien no quiere despertar a los recuerdos.
El escenario aún no queda vacío. Pero ya se siente el eco. El murmullo de lo que no volverá. Porque hay artistas que no se retiran. Se convierten en parte del paisaje emocional de quienes los escucharon. Sabina no se va. Se queda en cada servilleta escrita de madrugada, en cada bar donde alguien canta bajito “Contigo”, en cada corazón que aprendió a perder con dignidad.
Y si alguien pregunta qué nos deja, la respuesta no está en los discos ni en los premios. Está en esa forma suya de mirar la vida con un ojo cerrado y el otro lleno de ironía. Nos enseñó que el fracaso puede rimar con belleza, que el amor no siempre llega puntual, y que la nostalgia, bien contada, puede ser un acto de rebeldía.
“No sé si me despido de los escenarios o de mí mismo, pero si me pierdo, búsquenme en una canción.”
Sabina no se despide. Se disuelve. Como el humo del último cigarro. Como el eco de una canción que no termina. Como el verso que no se escribe, pero se siente.
“Este adiós no maquilla un hasta luego…” Y nosotros, que aún no estamos listos, seguimos cantando bajito.