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Nobel del conocimiento: lecciones para un país que vive del gas y sueña con el litio

Cada octubre, mientras medio planeta discute el Balón de Oro, unos suecos muy serios otorgan algo más duradero: el Premio Nobel de Economía. Este 2025 el galardón fue para Philippe Aghion, Peter Howitt y Joel Mokyr, tres economistas que le recordaron al mundo una verdad incómoda: los países no crecen sostenidamente por los milagros de los recursos naturales, sino porque piensan, aprenden e innovan.

Los premiados unieron historia, microeconomía e instituciones para explicar por qué unas naciones avanzan y otras siguen discutiendo si el subsidio a la gasolina es una política social o una devoción patriótica.

Durante décadas, los economistas más tradicionales veneraron el modelo de crecimiento de Robert Solow (1956), una joya de la ortodoxia macroeconómica que parecía haber encontrado el santo grial del desarrollo. En su esencia, el modelo plantea que el producto total de una economía, su PIB, se genera a partir de una combinación de tres ingredientes: trabajo (L), capital (K) y tecnología (A), unidos en una ecuación tan elegante como famosa: Y = A × F(K, L). Donde Y es la producción total, K el capital físico (máquinas, infraestructura, fábricas), L la fuerza laboral, y A un factor mágico denominado progreso tecnológico. Este último actúa como el multiplicador de la eficiencia con la que se combinan capital y trabajo.

El razonamiento de Solow era impecable: una economía crece al acumular más capital (inversión) y aumentar su población trabajadora, pero ese crecimiento tiene límites. Llega un punto en que cada máquina adicional produce cada vez menos, lo que los economistas llaman rendimientos decrecientes del capital. Cuando eso sucede, el crecimiento solo puede mantenerse si mejora la productividad total de los factores; es decir, si el país aprende a producir más con lo mismo.

Y ahí aparece el famoso misterio del modelo: el residuo de Solow, esa porción del crecimiento que no se explica ni por el aumento del capital ni por el trabajo. En otras palabras, lo que sobra después de hacer las cuentas. Ese residuo, que Solow llamó “progreso técnico”, explica la mayor parte del crecimiento de largo plazo en las economías desarrolladas.

En lenguaje cotidiano, Solow nos dijo: “Ustedes pueden trabajar más y construir más fábricas, pero lo que realmente hace ricos a los países es algo que no puedo medir… así que lo llamaré tecnología y lo pondré fuera del modelo.” Una especie de “factor divino” que cae del cielo como maná productivo.

El problema es que bajo esta formulación el progreso tecnológico era exógeno, es decir, externo al comportamiento humano. No dependía de las decisiones de las empresas, de la educación, de la política pública ni de la cultura. Simplemente ocurría. En ese sentido, el modelo de Solow era como una receta en la que el ingrediente principal, la innovación, llegaba por delivery celestial.

Ahí entran Aghion y Howitt, los padres de la destrucción creativa formalizada. Inspirados en Schumpeter demostraron que el crecimiento no surge de acumular capital, sino de reemplazar tecnologías viejas por nuevas. El progreso –dicen– es una guerra civil entre ideas en la que la innovación mata a su predecesora y la competencia impulsa el ciclo.

Ese proceso en Bolivia sería considerado un crimen económico. Aquí, si una empresa estatal no funciona se nombra a otro gerente (y tres asesores). Si un subsidio distorsiona el mercado se amplía “por solidaridad”. En lugar de dejar morir lo obsoleto, lo declaramos patrimonio cultural de la burocracia.

Aghion y Howitt también demostraron que existe una relación en forma de U invertida entre competencia e innovación: demasiada competencia desincentiva invertir, pero el exceso de monopolio asfixia el progreso. El reto es el equilibrio. En Bolivia, ni lo uno ni lo otro: convivimos con oligopolios rentistas, monopolios estatales y miles de microemprendedores que innovan… en cómo sobrevivir.

Cuando sube el precio del diésel no se invierte en energías limpias, sino en más contrabando. Cuando cae la producción de gas, no se promueve la exploración, sino la nostalgia. Y cuando los jóvenes crean startups, el primer curso no es de programación, sino de cómo llenar formularios de la burocracia sin perder la fe en la humanidad. La destrucción creativa, si existiera, sería probablemente fiscalizada, regulada y obligada a pagar IVA retroactivo.

El tercer laureado, Joel Mokyr, aporta la dimensión histórica. En su obra demuestra que la Revolución Industrial no fue un golpe de suerte ni un hallazgo minero, sino el fruto de una revolución cultural. Una sociedad que empezó a creer que el conocimiento servía para resolver problemas reales. Lo llama la “Ilustración Industrial”, un momento en que artesanos, científicos e ingenieros comenzaron a conversar. De esa charla nació la máquina de vapor, no de un decreto.

Bolivia, en cambio, cultivó otra tradición: la Ilustración de la fotocopia, en la que reproducimos ideas ajenas pero rara vez las aplicamos. Mokyr habla de la República del saber, una comunidad que comparte conocimiento libremente. Nosotros aún estamos en etapa de fundación, aunque la República del rumor goza de buena salud.

Para Mokyr, el crecimiento sostenido requiere instituciones que reduzcan el costo de aprender y el miedo a equivocarse. Aquí fallar es pecado. El emprendedor que tropieza es visto como irresponsable, no como pionero. En la educación, el estudiante que memoriza brilla; el que cuestiona molesta. Así fabricamos obediencia, no innovación.

El mensaje del Nobel es claro: el crecimiento económico es una decisión institucional y cultural. No depende del azar ni de la geología, sino de la política, la ciencia y la confianza social. Sin embargo, Bolivia sigue anclada en la teoría del milagro extractivo. Si encontramos otro recurso seremos ricos, aunque no tengamos ingenieros para explotarlo, ni marcos legales para atraer inversión.

De las ideas del Nobel surgen tres lecciones útiles (y urgentes) para economías pequeñas como la boliviana.

Primero, sustituir el maná por el método. El progreso no caerá del cielo ni del precio del gas o el litio. Hay que construirlo con educación científica, inversión en I+D y políticas coherentes. Menos milagros, más matemáticas. Viva el capital humano, carajo.

Segundo, cambiar la cultura del subsidio por la del experimento. No toda ayuda económica es inversión. En vez de subvencionar ineficiencias deberíamos financiar riesgos creativos y aprendizaje. De proteger empresas viejas deberíamos pasar a incubar ideas jóvenes.

Y tercero, pasar de la república del gas a la república del saber. Si queremos desarrollo sostenible tratemos el conocimiento como tratamos el gas: explorémoslo, invirtamos en él y exportémoslo; pero sin tuberías, sino con neuronas. Otra vez: viva el capital humano, carajillos.

El Nobel 2025 celebra la inteligencia humana como motor del progreso; mientras tanto, nosotros seguimos discutiendo si la Inteligencia Artificial es peligrosa cuando la natural aún está en versión beta.

Aghion, Howitt y Mokyr nos recuerdan que el verdadero recurso natural no está bajo tierra, sino entre las orejas, porque los países no se desarrollan cuando extraen más gas, sino cuando piensan mejor, y para eso se necesita un shock de capital humano.

Gonzalo Chávez es economista.

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