Gustavo Fernández
La noche de la primera presentación de No me buscarás en vano, en La Paz, Moro Gumucio y Gato Salazar, se detuvieron en un memorable análisis del drama y del trasfondo político que inspira la obra de Amalia Decker, del que me voy a apropiar hoy para guiar el mío (sin su permiso).
En su formidable introducción, Moro Gumucio advirtió de los riesgos que corría un varón si se aventuraba a mirar de cerca el alma femenina. Pero lo hizo –advertido y todo– y salió bien librado. Gato Salazar, más como periodista de cepa, prefirió examinarlo desde la perspectiva política, con la extraordinaria agudeza y calidad de su prosa de cronista.
Y aquí me tienen a mí –ni escritor, ni crítico literario, ni periodista– apenas lector empedernido, amigo y admirador de la autora, en el aprieto de comentar una de las obras más importantes de una de las novelistas más importantes del país, con nueve títulos, traducidos en varios idiomas, elogiados en tantos lugares del mundo.
Puedo aducir en mi descargo que ya lo hice antes, en 2009, cuando Amalia entregó a sus lectores, Yo, la reina de sus sueños. Allí conocí a Alejandra, en su fallido matrimonio con Duarte. Recuerdo que dije desde la mesa de los presentadores, que ese libro era una alegoría de la inquietante capacidad de seducción de su esposo, Rodrigo, para envolver en la telaraña de sus embustes a todos los que lo rodeaban, como una yerba trepadora que no reconoce obstáculos.
En No me buscarás en vano, Amalia retoma ese hilo argumental, pero lo hace más complejo, más rico, más diverso. Poco a poco, uno a uno, se abren paso en la trama los nuevos hijos de su pluma – Carlos, Soledad, Julián-Joaquín, Alberto, Pilar, Maura, Felipe –y entretejen sus vidas, su inseguridad, sus angustias, sus frustraciones, sus sueños truncados, con los de Alejandra y Duarte.
Es la misma, pero es otra historia. Porque es otro tiempo. Para Alejandra, para Duarte, para Amalia, para el país.
Con la destreza y talento que ha pulido el tiempo, Amalia despliega ese nuevo mundo para el lector, en un febrero lluvioso y frío de La Paz, con aguaceros, tardes nubladas, veredas resbalosas, tráfico endemoniado, cafés oscuros. No es la ciudad luminosa, de tiempos mejores, deslumbrante, agresiva, agitada, provocadora, desafiante, de octubre o abril.
El espacio que los personajes habitan es el de Sopocachi, Calacoto, Obrajes. El de las clases medias tradicionales, que perdieron el protagonismo en un cataclismo social que se llevó todo por delante.
La antigua casa de Elena, tía de Carlos, cerca del Montículo, con aroma de naftalina, de cortinas cerradas, de fundas que se levantan cuando llegan ocasionales visitas, lo dice todo, sin decir nada.
Los departamentos de Alejandra y Soledad, cómodos y pequeños, pugnan por mostrar la imagen de una urbe bulliciosa, desordenada y moderna, en los edificios que han brotado como hongos en las calles de la zona sur, tan distintos de las casas misteriosas y estrechas del casco viejo y de los rincones acogedores y románticos de Sopocachi.
Hay otro mundo más, que Amalia insinúa, casi al pasar. El de la periferia, en el que Alberto vive, más allá de las laderas, en el punto en que el altiplano se rinde a la ciudad. Un refugio oscuro, casi rural, con calles de tierra y un arroyo sucio que lo cruza.
No son sólo viviendas o barrios diferentes, sino territorios de distintos valores, lenguajes, maneras de vivir, que porfían en encontrarse, en un largo proceso de construcción de identidad nacional, que no termina todavía.
Pocos privilegiados tienen el talento y el coraje necesario para enfrentar la tarea, ambiciosa y desafiante, de la creación, del alumbramiento. Inventar personajes, dotarlos de carácter propio y diferente, tratar de hacerlos humanos, construir para ellos un espacio físico y subjetivo, personal, distinto.
Amalia tiene el don. En su imaginación y sus desvelos, gesta, procrea seres de ficción, de vida tan real como la de sus lectores. Se sumerge en las vísceras y en los pliegues de la memoria de sus personajes. Los pone a caminar en las calles.
Puedo imaginarla en los trabajos de parto, en la soledad y silencio de su escritorio, mientras sus creaturas toman cuerpo y forma, salen de su imaginación y de su pluma, llorando por llegar a este gran escenario de locos. Largas horas de teclear, corregir, de recolección dolorosa de las experiencias de los actores, de vivir sus vidas, de sufrir con ellos.
En esos momentos el lenguaje es casi accesorio, son las voces que salen del alma las que importan.
Las de Alejandra y Soledad, que ocupan el centro del escenario desde la primera página y no lo ceden nunca. Atrayentes, hermosas, inteligentes, decididas, guerreras, nacieron para otra cosa, pero el destino se torció en algún momento, interrumpió el vuelo, cortó sus alas. Dos, hasta tres matrimonios. Amantes, compañeros de lecho.
Conocieron soledad, traición, desengaño, que quedaron en las entrañas, como un temporal contenido, que las consume por dentro. Viven solas, hablan solas, en diálogo constante de los sentidos y la mente. Rescatan momentos, sensaciones, recuerdos, en una incansable exploración interior.
No se derrumban. Insumisas, resisten y se reconstruyen.
Amalia las conoce, sabe cómo son, que piensan, que sienten. Ha vivido con ellas. Mujeres de mediana edad, dejaron atrás pasiones o arrebatos juveniles, pero no intentaron borrar las cicatrices, las huellas. Ahí están, a flor de piel.
Alejandra confiesa, mis penas van y vienen como la luna. Me dejo llevar por los recuerdos y me pregunto cómo es que haré para vivir sola … no quiero vivir sin ti… No quiero, no me resigno que ya no estés conmigo. Vuelve por favor a decirme que esto no es más que una broma absurda, o quizá un mal sueño del que ya me quiero despertar.
En lenguaje distinto, Soledad revela las dudas que la agobian.
Antes de que llegue ese momento, antes de que se cierren las heridas, quiero encontrar los pasos de los responsables de su muerte.
Ni siquiera la música la lectura me apacigua. Mi estado de ánimo es deplorable, sé que estoy bebiendo mucho. Sé también que es la única manera en la que consigo calmarme e inclusive aguantarme a mí misma.
¿Qué quiero, venganza?
Este es un libro de mujeres. Las familias, en un discreto segundo plano. Los padres, frustrados por expectativas insatisfechas sobre las hijas. Las madres, asustadas, descargando culpas sobre ellas, en ocasiones con violencia, en otras con reproches silenciosos, a veces con palabras sueltas, todavía más hirientes.
Pilar describe la suya con estas palabras:
Una velita encendida en la imagen de la virgen del Carmen y otra junto al retablo antiquísimo de San Antonio que dice mi madre que le dejó su abuela. Me imagino que esa vez estará encendida hasta la llegada del hombre adecuado que ella sueña para mí.Yo nunca he sido importante para nadie. Mis padres se alegraron de que yo dejara la casa: una boca menos.
En la sugerente prosa de Amalia, casi se puede palpar el eco de un murmullo que viene de lejos, de los padres, de los amigos, de los parientes, portadores de los genes de una antigua cultura machista, que rechazaba las mujeres porque, en el fondo, las temía.
En el mundo de esas mujeres irrumpen los hombres, para cambiar sus vidas.
Carlos – singular, inteligente, irónico a morir y, sobre todo sensual en ese cuerpo delgado y algo desgarbado que (Alejandra) tanto deseaba. Empecinado en descubrir la verdad, quiere saber lo que la ambición, la codicia y la maldad son capaces de hacer cuando se encuentran. Para contarla al mundo.
En la penumbra se mueve Javier-Joaquín, el verdugo, mensajero de la muerte. Psicópata, goza cuando hiere, maltrata, somete a indefensos. Cobarde, se desespera cuando entiende que es una pieza descartable, que sus jefes, sus dueños, lo dejarán caer.
En ese ambiente opresivo se desarrolla el drama. En esas sombras se mueven los protagonistas.
Hay algo más. La sensación de agobio y de impotencia que viene con las dictaduras, que la autora teje con hilos negros, oscuros. Todos hablan poco, cuidan las palabras, miran alrededor.
Alberto, antes cura poderoso, desafiante, elegante y pleno de vínculos, no se atreve ahora a opinar, apenas se anima a aconsejar prudencia y cuidado, en voz baja.
Alejandra es más directa, estoy asustadísima, con el miedo a cuestas me he volteado para descubrir al intruso que supuestamente me persigue.
En el telón de fondo del relato, corre, como en un video que no se detiene, la imagen, repetida, de un país, heroico y golpeado, autoritario y brutal, que avanza a tropezones y a cabezazos.
Es que este libro es, también, en esa dimensión, en la voz de sus protagonistas, la denuncia de una generación que busca cómo desembarazarse de antiguas mochilas, culturales y políticas, amargas, sofocantes.
Mi hija Tatiana me dijo un día que la obra de arte es un vínculo propio, privado, entre el creador y el destinatario, que sólo se consuma cuando el lector, el espectador, recibe y decodifica el mensaje del artista y lo guarda en un paraje íntimo de su memoria y de sus emociones.
Así he leído el libro que tienen en las manos. Así he conocido a Alejandra, Soledad, Carlos, Joaquín, los personajes que pueblan el mundo de No me buscarás en vano.
Gustavo Fernández fue canciller de Bolivia.