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“No lo sé, lo tengo que pensar”

¿Cuántas veces escuchó usted a un candidato responder, en una entrevista o en un debate electoral, “no lo sé, lo tengo que pensar”? No es difícil imaginarse la incomodidad que corre por dentro de alguien que contesta sobre eso que no sabe porque, presionado por la obligación de ganar (en lo que sea), necesita dejar la impresión de saber. Esta, que a simple vista parece una mentira venial, de supervivencia social, en realidad es la punta del ovillo, un defecto de base de la política (y de otros ámbitos más) hoy en día.

A los que no somos candidatos en las elecciones la competencia también nos ha malacostumbrado a estas mentirillas piadosas. No tenemos permitido mostrarnos vulnerables, como buenos humanos, y, porque el mundo globalizado exige personas alertas y conectadas las 24 horas del día, sin pestañear, para no ser lo que en verdad somos y vivir de aquello que parece nos encanta: de las apariencias, mentimos, decimos que sabemos incluso cuando no sabemos. 

Queda claro entonces que la figura del sabelotodo –como la del “pajpaku”– no es exclusiva de la política. Pero, ya que sólo hablamos de esta a poco de las elecciones, pregunto en tono de suposición: Si pudiera identificarlos en medio de sus ofertas electorales, ¿a quién preferiría usted, al “infalible” que responde a todo, como si supiera realmente todo, o al “honesto” que hipotéticamente fuera capaz de admitir en público sus limitaciones sobre tal o cual asunto? Procure contestarse con sinceridad.

Pienso que la ausencia de franqueza es un defecto de base en la política actual porque, al ser la franqueza un valor no muy apreciado (o demandado) para la política, con esta actitud se contribuye a pervertir, en esencia (remarco esencia), el sistema que elegimos para ser gobernados; este es, a fin de cuentas, un sistema hecho por personas y no he escuchado a nadie, ni después de marchas, ni entre las conclusiones de cabildos, exigir a los candidatos un mínimo de honestidad y de humildad para reconocerse eso, nada más que personas, eventualmente, imposibilitadas de saber.

¡Vaya conflicto! ¡Hoy, un candidato sería “crucificado” en las redes sociales si se atreviese a hacer semejante declaración de principios! ¡“Sincericidio”!, gritarán, muy sesudos, los expertos. A veces la sinceridad es, para algunos cínicos, una torpeza política.

Punto aparte.

Tampoco tenemos permitido –ni se lo permitimos al otro– dudar. Partiendo de la idea de la filósofa española Victoria Camps de que la incertidumbre no siempre es negativa, la permanente búsqueda de certezas está asfixiando a la sociedad. Claro, en vísperas de elecciones todos se ponen más ansiosos que de costumbre y al escuchar a un candidato, en el fondo, le exigen ser poco menos que un Mesías. Alguien tiene que salvar este país y la confianza no podría recaer en nadie que no sea esa persona con posibilidades de gobernar y de cambiar el estado de cosas.

Pero, pasados de revoluciones, no entendemos que la duda o la incertidumbre no son, siempre, sinónimo de incapacidad o de inestabilidad.

“¿Qué político, cuando se le pregunta algo, contesta: ‘no lo sé, lo tengo que pensar’? Ninguno”, reflexiona Camps, para luego sentenciar: “…y, sin embargo, yo creo que a la gente eso no le sentaría mal; pensaría: ‘este hombre por lo menos piensa, ¿no?’. Por lo menos piensa que esto no está suficientemente maduro”.

Evidentemente, se trata de ética y, sobre todo, de moral; por esto mismo no deberían tomarse como intrascendentes estos defectos de base de la política –y de incluso más allá: la falta de reivindicación pública de la franqueza y la demonización de la saludable duda–.

Óscar Díaz Arnau es periodista y escritor.

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