¿Será necesario que lleguen a morir uno de cada 100 bolivianas o bolivianos víctimas de la enfermedad para que la profunda insatisfacción que hoy sentimos ante la ceguera gubernamental y política se convierta en huracán que haga tronar el escarmiento?
Si creemos a las cifras oficiales, estaríamos demasiado lejos de tal escenario porque “apenas” sobrepasamos el uno por mil, mientras que las infecciones todavía no alcanzan al 3%. La comunicación interpersonal e interfamiliar, la vida cotidiana, nos indican cuán lejos están las estadísticas ministeriales de la realidad, porque a cada paso sentimos cómo se estrecha el círculo de enfermedad, pobreza, incertidumbre y muerte.
El artículo “Una historia más real de la pandemia” (Página Siete, 23 de mayo, 2021), comenta una investigación sobre la subestimación mundial de infectados y muertes por Covid-19, según la cual, debido al subregistro, especialmente de los países con menos recursos, es razonable triplicar el número de muertes, de casi 3,5 registradas a unos 10,5 millones.
En esa lógica y con los datos disponibles de “exceso de muertes” oficialmente reconocido en nuestro país se infiere que el virus se ha cobrado, en las dos primeras olas, un porcentaje mucho más alto de vidas. Aplica lo mismo a los contagios, que rondaría al 10% de nuestra población porque los datos oficiales solo se refieren a la pequeña minoría documentada con pruebas laboratoriales.
Si las medidas adoptadas durante el año 2020 para enfrentar la pandemia fueron insuficientes y algunas radicalmente chuecas (adquisiciones fraudulentas de respiradores, por ejemplo), esa experiencia previa no ha servido de nada porque las autoridades actuales no han corregido una sola de las fallas y tienden más bien a reproducirlas y empeorarlas ante el nuevo y agresivo avance de la epidemia.
No me refiero única ni principalmente a todos los errores sobre el aprovisionamiento y distribución de vacunas, sino a las medidas más simples, más baratas e indispensables, que van desde pagar sueldos retrasados al personal sanitario, renovar y ampliar contratos, abastecer de insumos y medicamentos; informar oportuna y verazmente a la sociedad, fortaleciendo su organización y participación.
Lo que pasa en salud se replica igual y penosamente en la economía, donde el Ejecutivo quiere reemplazar la caída estructural de ingresos de un modelo productivo declinante (hidrocarburos, minería, agroexportación depredadora e incendiaria) con medidas aduaneras anecdóticas e ineficaces.
Permite, al mismo tiempo, la salida de miles de millones de dólares en calidad de exportaciones (y contrabando) de oro, según especialistas del área (Córdova H., Zaconeta A., 2021) quienes informan que los 2.000 millones de dólares exportados en 2019 apenas tributan unos 50 millones de dólares. La mayor actividad minera, hoy la aurífera, causa gravísimas lesiones ambientales contra nuestras fuentes de agua y biodiversidad. Cuenta con total impunidad al estar copada por uno de los grupos corporativistas que sustentan al MAS y su gobierno.
La respuesta política a esta situación se resume en que ya hemos empezado a amortizar, con años de anticipación, el costo de la campaña proselitista más cara y destructiva de nuestra historia: la del expresidente e inamovible jefe del MAS, decidido a reelegirse por cuarta y definitiva vez, aunque eso cueste la cabeza de los elegidos en octubre del año pasado.
Con la obsesión de reconstruir la imagen del candidato, esta campaña, expresada en la triste y vana discusión de golpe vs. fraude, intenta ocultar que atravesamos la plena vigencia de un golpe que está suplantando desde noviembre de 2017 nuestra Constitución por las decisiones de un TCP prisionero del Ejecutivo y la cúpula masista.
El próximo congreso del MAS, dedicado exclusivamente a cuestiones orgánicas partidistas, ratifica el invencible narcisismo de su candidato, a quien no le preocupan la salud, la educación o la economía del país, convencido de que su agonizante modelo puede sobrevivir, aunque nos empuje a la pobreza y la desesperación. Quien no lo crea, prepárese a encarar un juicio que deberá hacerlo cambiar urgentemente de criterio.
Roger Cortez es director del Instituto Alternativo