Autora. Amalia C. Cordero Martínez / Cuba
Tu diestra me sustentó.
Ensanchaste mis pasos debajo de mi.
Y mis pies no han resbalado.
Salmo 18;36
Vengo de donde una luz le apareció a mi papá. Tras esa guía emprendió el rastreo de los hilos sueltos de su vida que comenzaba a anudarse. A los días su luz encajó en terreno fértil, había aparecido mi madre. Juntos vieron abrirse un sendero y delante se les alumbró un futuro colmado de muchos esfuerzos y constancia: la casa soñada, el nido donde formarían su familia: árbol surtidor de ramas. Cada uno trajo un poquito de sus troncos originarios, de los amigos, los duelos e intimidades. Pasado el tiempo juntaron aquellos patrimonios para ordenar sus procederes y permitir afluencia del amor, entre ellos, mis hermanas y yo.
Siempre hubo horarios de vida: en la mesa cada una tenía puesto fijo y estuvo prohibido hablar con la boca llena. Celaron nuestras palabras y el tono de las expresiones cuando se rompía el equilibrio en los juegos. Sucedía que yo tenía mayor afinidad con la hermana que me seguía y no con la más pequeña y ahí venía el conflicto. En ocasión de realizar visitas leían la ʺcartillaʺ sobre el respeto y el comportamiento. A pesar de necesidades y limitada recreación, donde un trozo de madera se convertía en una muñeca, mi infancia fue feliz, en esa primera escuela donde no faltaron metas para el futuro ni control sobre ellas: era mi familia. De allí, salvé los recuerdos en retazos de memoria y vestí sus hábitos para traerlos a mi casa. Ahora mi vecina se asombra cuando cada día extiendo el mantel tradicional y nos sentamos juntos a la mesa. No imagina mi desconcierto al descubrir cómo se obvian de las raíces, esa esencia espiritual de la identidad necesaria para lograr una sociedad sana y emprendedora.
