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MVLL: los viejos dioses nunca mueren

Me acuerdo bien de lo que yo hacía y del lugar donde estaba cuando murió Michael Jackson. Eran las vacaciones invernales de 2009 y estaba en mi casa, alistando un viaje a Chuma, la tierra de mis abuelos paternos. Mi mamá salió de la ducha, encendió el televisor y puso la CNN. Y vimos en la pantalla del Sony una foto icónica —una de sus muchas— del Rey del Pop con un titular que decía que el mítico cantante y compositor había muerto hacía algunos minutos, a la temprana edad de 50 años… (Claro, aún las redes sociales no eran tan populares o no estaban tan masificadas y el principal canal de información instantánea era la televisión.) Al punto los canales de música —como MTV— se llenaron de videoclips suyos y los diarios más importantes del mundo no dejaron de publicar por varios días artículos sobre su vida y obra; no era para menos: había sido uno de esos dioses inmortales.

También me acuerdo del 17 de abril de 2014. Nos habíamos dado una escapada relámpago a Sorata, la tierra de mi abuelo materno, por el feriado de Semana Santa. Yo estaba echado en la cama del dormitorio principal de la casa de campo y ahí me enteré, ya por el Facebook, de que el legendario autor de El amor en los tiempos del cólera había muerto en su casa de Ciudad de México. La noticia logró afectarme mucho y al día siguiente regresé en el Nissan Terrano azul cariacontecido y meditabundo, hasta la hoyada.

Cómo no acordarme del 25 de noviembre de 2020… Estaba ya siete días trabajando como asesor en la Cámara de Diputados, y en mi oficina del vetusto edificio Renacimiento de la calle Socabaya, junto con otros funcionarios que compartían mi espacio en sus respectivos escritorios, me enteré de que Diego, el D10S, había fallecido hacía solo unos momentos. La gloria del 86, con una vida por demás polémica y escandalosa, había dejado de existir, y con él una época…

El pasado 13 de abril de 2025, a las 20:38, sentado yo frente a mi computadora y escribiendo una nota de prensa —igual que ahora—, me llegó al teléfono una notificación de WhatsApp. Era mi amiga la historiadora Florencia Ballivián, que me decía en un escueto mensaje: “Acaba de morir MVLL”. Ingresé a X y luego a Instagram y Facebook, y el número de noticias del triunfo electoral del ecuatoriano Noboa se veía superado con creces por el de la muerte del autor de La tía Julia y el escribidor. Además, aludes de despedidas y homenajes de líderes de opinión, políticos y, por supuesto, escritores y académicos se sucedían minuto a minuto. No era para menos: había dejado de existir otro de esos viejos dioses de la creación…

Lo había descubierto un año antes de que ganara el Nobel, en 2009, en La Salle, en la clase de Literatura de la profesora Nigma Beltrán, que nos había hecho leer y comentar La fiesta del Chivo… Años después, ya en la universidad, lo devoré, sobre todo como columnista y ensayista. Y luego ya en mi oficio periodístico aprendí de él a escribir —o a tratar de hacerlo— reportajes y crónicas cuidando el estilo, cada palabra, para que la narración de la realidad real también tenga belleza o un toque novelesco. ¿Necesitamos todavía a Vargas Llosa cuando nos deja solos en este mundo? Quizá sí. Pero también es probable que ya diera todo lo que tenía que dar, aunque no consigamos disimular esta especie de orfandad que nos invade cuando pensamos en él. De todas formas, es más sabio dejar ir a las personas a esa otra dimensión desconocida, cuando aquellas ya dieron todo lo que tenían que dar aquí.

¿Cómo homenajear al pensador, al escritor, al periodista? No haciéndole estatuas, sino leyéndolo y analizándolo. No hay cosa más bonita para un escritor que ser leído, porque lo que escribe es un manifiesto de lo más profundo de su ser. Como cuando los amantes de Michael, Gabo y el Diego fueron a comprar discos, libros y camisetas, homenajeemos a Vargas Llosa comprando uno de sus libros o desempolvando aquel que seguramente está en nuestros estantes hogareños.

Gracias, Varguitas, por tus ficciones e historias. Por haberme hecho viajar, en mi soledad, en el tiempo y en el espacio, tomándome de la mano a través de tus personajes: Urania, Pedro Camacho, Ricardo Somocurcio, Enrique Cárdenas, Fonchito… Y por haberme hecho reflexionar con tus ensayos e ideas políticas. Los viejos dioses nunca mueren… Pese a que a veces el tiempo sea ingrato, me atrevo a decir que pasarás a la posteridad.

Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social

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