Alvaro Vasquez
Apenas empiezo a leer el texto, y ya entre la segunda y la tercera página este párrafo parece saltarme a la cara, reclamando mi atención:
En los ojos de la gente puede verse lo que verán, no lo que han visto. Así decía: lo que verán.
Quien lo decía era Novecento, un personaje nacido del talento y la pluma de Alessandro Baricco, al que conocí hace años en la película La leyenda del pianista en el océano, dirigida por Giuseppe Tornatore y con música de Ennio Morricone. Es decir, una joya.
No recuerdo que esa frase, la de los ojos que muestran lo que verán a futuro, se mencione en la película. Pero me resulta inolvidable, ahora que la encuentro al inicio del monólogo para teatro que escribió Baricco, en el cual se basa la película mencionada.
Sé que es absurdo, pero el impulso de pararme frente al espejo resulta irresistible, y busco en mis ojos lo que estos verán, en algún momento. O sea, mi futuro.
Creo que nunca me había aproximado tanto al espejo. Las arrugas que circundan mis ojos resultan más evidentes. Y el diseño del iris de mis pupilas también, pero no me queda claro lo que mis ojos verán. Mis pupilas me resultan extrañas, ajenas. No las siento cercanas como a mis manos o piernas. Es obvio, pienso. Miramos las distintas partes de nuestro cuerpo cada día, pero mirarnos a los ojos, casi nunca.
Mis ojos son oscuros, pero así, vistos tan de cerca, no muestran el tono que yo pensaba que tenían. Muestran cierta claridad, al margen de su color oscuro; cierto reflejo que los hace parecer fiables, ojos que podrían conversar con otros, en cuyo brillo se pudiera también confiar.
¿Por qué ahora buscas respuestas en tus ojos, si nunca lo hiciste en cartas, ni con adivinos, ni nada de eso?, pienso. Y me respondo que siempre confié más en las miradas que en las palabras. Pero debo reconocer que hay algo más, pues justo este día pensaba decidir sobre mi vida. Decidir si le doy otra etapa, otro giro, o si simplemente me apoltrono en ella, diciéndome que es bastante cómoda, como esos sillones que a fuerza de usarlos adquieren la forma de nuestro cuerpo, y se ajustan perfectamente a él –aunque en el proceso hayan llegado a un estado de deterioro alarmante– y con el cual nos quedamos más que nada por costumbre, por flojera o cobardía de buscar algo mejor.
Pero sabes bien la respuesta. La sabías ya antes de tu ridícula consulta al espejo.
Te conoces, y sabes que buscarás la quimba, después de la primera y la segunda que ya bailaste en la cueca de la vida. La quimba, esa parte de la danza en que se persigue a la pareja (mujer real o vida hecha música), sabiendo que se mostrará esquiva, coqueta, escondiendo su rostro detrás de un pañuelo, ofreciéndose y escondiéndose al mismo tiempo, dejando que uno adivine si detrás de ese esquivo pedazo de tela se esconde sonrisa o mohín de rechazo.
Sí, te conoces bien, luego de tantos años. Sabes que no rehuirás la quimba, que siempre fuiste por más, para bien o para mal. Ya tuviste dos vidas, primera y segunda, como en la cueca, y no está en ti el plegarte al grupo que jalea al son de la música, alrededor de los danzantes. Quieres ser protagonista, bailando la quimba, y lo sabes. Quieres vivir por tercera vez.
Te engañaste, esperando una respuesta que debía venir de afuera. Ahora sabes que no es necesaria. Ahora sabes bien cuáles serán tus siguientes pasos, porque así lo decidiste. Nada más.
Y recuerdas nuevamente a Novecento, en una escena muy bien descrita en el libro que tienes entre las manos, pero que cede su protagonismo ante el recuerdo de la película de Tornatore, Y ves a Tim Roth junto a quien luego sería su único amigo, a bordo del Virginian, un buque transatlántico de los años 30 del siglo pasado, zarandeado por un mar embravecido, mientras dos minúsculas criaturas deciden, en el vientre del buque, quitar los seguros de las ruedas del piano para que éste, a total merced del océano y su furia, se deslice por el inmenso salón de baile –desierto ahora– mientras la melodía que interpreta Novecento parecería conducir al piano por el salón, logrando evitar que choque merced al oleaje, que parecería también bailar al ritmo que surge del teclado del piano.
Se rompen varias cosas, claro, y son regañados por el capitán del buque, quien incluso les amenaza con descontarles de su salario los destrozos. Pero nada de eso parece importar. Tanto así, que cuando el capitán, ya cuando vuelve la calma a las aguas y al ánimo de los tripulantes, reprocha al pianista en un tono casi cariñoso diciendo: Novecento, todo esto es contrario al reglamento. El pianista, recordando quizás la única lección que de niño recibió del hombre que, aunque estuvo lejos de ser su padre, fue lo más cercano que tuvo a uno, mira dulcemente al capitán, y responde: A la mierda el reglamento.
Sí, a la mierda las reglas, los prejuicios, el qué dirán. Que a cierta edad ya no es aconsejable hacer algunas cosas, ni cambiar otras, dice la gente, hasta con buena intención, como el capitán del Virginian. ¿A cierta edad?, pues quizás sea la mejor edad para hacerlas. Después ya no será importante si resulta aconsejable u oportuno.
Simplemente será imposible.
Por esas extrañas conexiones que realiza la mente a menudo, al leer sobre la tormenta en altamar y el oleaje con el que bailaba el pianista, recordé la forma de la botella del whisky Swing. Esa marca podría traducirse como “balanceo”, y es muy apropiada, pues la botella tiene una silueta redondeada y la base abombada, lo suficiente para permitir su balanceo apenas se la empuja con el dedo, recordando en ese movimiento el cabeceo de los barcos transatlánticos, en cuyo honor la casa Johnny Walker creó este whisky.
Me pongo a jugar con la botella, empujándola a la altura del cuello, viendo cómo mantiene su movimiento durante varios cabeceos. Buena idea, el crear este whisky. Y buen whisky, con aroma y sabor algo ahumados, un muy agradable retrogusto, que permanece en boca por varios segundos. Y un bamboleo que, hipnótico, trae recuerdos a los que insufla vida, en cada cambio de sentido de la botella.
Me sirvo un vaso, claro.
En el libro, Novecento habla de distintos lugares, de países y de paisajes… aunque nunca bajó del barco en que nació. Ese hecho origina temor en su mejor amigo, que le pregunta en qué piensa mientras, ausente, toca el piano sin nunca mirar las teclas, con la mirada extraviada en la línea acuática del horizonte, con sus manos inventando melodías sobre el teclado.
Luego de unos instantes, y sin dejar de tocar, el pianista responde: “Hoy he acabado llegando a un país bellísimo, las mujeres tenían el cabello perfumado, había luz por todas partes, y estaba lleno de tigres”.
Es cierto. Soy incapaz de extraer un solo acorde sentado ante un piano, pero doy fe de que es posible viajar a través de un teclado, de conocer mundos y personas cuya existencia ignorábamos, y también crear mundos mejores al que habitamos, Porque un teclado nos regala la posibilidad de eliminar los límites de la realidad.
En él, podemos vaciar aquello que nos ahoga en la vida real. Podemos amar a esa persona que en el mundo real no existe, o sí, pero ignora nuestra existencia.
A través de un teclado se puede, al fin, vivir la vida que no pudimos vivir hasta ahora, esa tercera vida que nos espera, detrás de nuestros miedos y los consejos cobardes y bienintencionados del mundo.
¿Qué nos garantiza que esa vida será buena, o al menos mejor que esta otra que no es la ideal, pero que ya nos resulta cómoda? Nada, por supuesto. Pero no se trata de buscar una vida perfecta. Se trata de conocer un lugar con luz por todas partes, y de inventar mujeres con el cabello perfumado, y crear junto a ellas una nueva vida.
El encanto de esa otra vida, la siguiente, es simplemente ése.
Vivirla.